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Pierce pensó que Larraby se estaba poniendo excesivamente técnico. No quería perder el interés de la audiencia. Hizo un gesto a Larraby para que se sentara enfrente del monitor y el inmunólogo tomó asiento y empezó a trabajar en el teclado. La pantalla del monitor era negra.

– Brandon está ahora juntando los elementos -dijo Pierce-. Si observan el monitor, los resultados se verán enseguida y de forma muy obvia.

Retrocedió e hizo adelantarse a Goddard y Bechy para que pudieran mirar al monitor por encima del hombro de Larraby. Pierce se situó en la parte de atrás de la sala.

– Luces.

Las luces del techo se apagaron, dejando a Pierce satisfecho de que su voz hubiera recuperado la normalidad suficiente para entrar dentro de los parámetros del receptor de audio. La oscuridad era absoluta en el laboratorio sin ventanas, salvo por el brillo mortecino de la pantalla negra del monitor. La luz no bastaba para que Pierce viera las caras del resto de los que se habían reunido en la sala. Puso la mano en la pared y tanteó hasta tocar el gancho del que colgaban unas gafas de resonancia térmica. Las descolgó y se las colocó encima de la cabeza. Estiró el brazo hasta el conjunto de baterías del lado izquierdo y encendió el dispositivo. Pero enseguida se levantó las gafas, porque no estaba preparado para usarlas. Había colgado las gafas allí esa mañana. Las usaban en el laboratorio del láser, pero él las quería en el de imagen, porque le permitirían observar secretamente a Goddard y Bechy y calibrar sus reacciones.

– Muy bien, allá vamos -dijo Larraby-. Observen el monitor.

La pantalla permaneció oscura durante casi treinta segundos y entonces aparecieron unos pocos puntos de luz como estrellas en una noche nublada. Después más, y más, hasta que la pantalla pareció la Vía Láctea.

Todo el mundo estaba en silencio, limitándose a mirar.

– Pasa a térmico, Brandon -dijo finalmente Pierce.

Acabar con un crescendo formaba parte de lo planeado. Larraby tenía tal pericia en el teclado que no necesitaba ninguna luz para ver lo que tecleaba.

– En térmico veremos colores -explicó Larraby-. Gradaciones según la intensidad del impulso, desde el azul en el extremo inferior del espectro hasta el verde, amarillo, rojo y luego morado en el extremo superior.

La pantalla cobró vida con ondas de color. Amarillos y rojos sobre todo, pero el suficiente morado para resultar impresionante. El color se extendió en una reacción en cadena por la pantalla, como una racha de viento que riza la superficie del océano por la noche. Era como el Strip de Las Vegas desde una altitud de diez mil metros.

– Aurora borealis -susurró alguien.

Pierce pensó que tal vez había sido la voz de Goddard. Se bajó las lentes y él también vio colores. Todos los presentes en la sala brillaban en rojo y amarillo en el campo de visión de las gafas. Se centró en el rostro de Goddard. Las gradaciones de color le permitían ver en la oscuridad. Goddard tenía la atención fija en la pantalla del ordenador. Tenía la boca abierta, las mejillas y la frente de un rojo profundo, granate tirando a morado a medida que su cara se encendía de excitación.

Las gafas eran una forma de voyeurismo científico que le permitía ver lo que la gente creía que estaba ocultando. Vio que el rostro de Goddard dibujaba una amplia sonrisa roja al ver el monitor y Pierce supo en ese momento que el trato estaba cerrado. Tenían el dinero, habían asegurado el futuro. Miró al otro lado de la sala oscura y vio a Charlie Condon apoyado en la pared opuesta. Charlie lo estaba mirando a él, aunque no llevaba ningunas gafas. Miraba a través de la oscuridad hacia el lugar donde sabía que estaba Pierce. Asintió una vez, sabiendo lo mismo sin necesidad de utilizar gafas.

Era un momento para saborear. Estaban camino de hacerse ricos y posiblemente también famosos. Pero ésa no era la cuestión para Pierce. Se trataba de otra cosa, de algo mejor que el dinero. Algo que no podía guardarse en el bolsillo pero sí en la cabeza y el corazón, algo que produciría un índice asombroso de interés medido en orgullo.

Eso era lo que le aportaba la ciencia, un orgullo que lo superaba todo, que le ofrecía redención para todo lo que había ido mal, para todas las decisiones equivocadas que había tomado.

Sobre todo por Isabelle.

Se sacó las gafas y volvió a colgarlas del gancho.

«Aurora borealis», susurró Pierce para sus adentros.

29

Llevaron a cabo otros dos experimentos en el microscopio usando nuevas láminas. Ambos iluminaron la pantalla como una Navidad y complacieron a Goddard. Pierce pidió entonces a Grooms que fuera al otro laboratorio de proyectos para liquidar el tema. Después de todo, Goddard iba a invertir en todo el programa, no sólo en Proteus. A las doce y media concluyó la presentación e hicieron una pausa para comer en la sala de juntas. Condon había solicitado un servicio de catering al restaurante Joe de Abbot Kinney, que ofrecía la rara combinación de ser un lugar de moda y al mismo tiempo servir buena comida.

La conversación fue animada, incluso Bechy dio la impresión de que estaba disfrutando. Hubo mucha charla acerca de las posibilidades de la ciencia, pero no se habló del dinero ni de en qué podía invertirse. En un momento dado, Goddard se volvió hacia Pierce, que estaba sentado junto a él, y le confió en voz baja:

– Tengo una hija con síndrome de Down.

No dijo nada más, y tampoco hacía falta. Pierce pensó que Goddard estaba pensando en que llegaba tarde. Se estaba acercando un futuro en el que esas enfermedades se curarían antes de que se produjeran.

– Apuesto a que la quiere mucho -dijo Pierce-, y seguro que ella lo sabe.

Goddard sostuvo la mirada a Pierce antes de contestarle.

– Sí, la quiero y lo sabe. Muchas veces pienso en ella cuando hago mis inversiones.

Pierce asintió.

– Tiene que asegurar su futuro.

– No, no es eso. Ella tiene segundad de sobra. En lo que pienso es que por mucho que gane en este mundo no podré cambiarla. No podré curarla… Creo que lo que estoy diciendo es que el futuro está ahí. Esto… lo que usted hace… -Desvió la mirada, incapaz de verbalizar sus ideas.

– Creo que sé a qué se refiere -dijo Pierce.

El momento de tranquilidad terminó de manera abrupta con una sonora carcajada de Bechy, que estaba sentada junto a Condon al otro lado de la mesa. Goddard sonrió y asintió como si hubiera oído aquello tan divertido.

Después, cuando sacaron el pastel de lima, Goddard sacó a colación a Nicole.

– ¿Sabe a quién echo de menos? -dijo-. A Nicole James. ¿Dónde está hoy? Me gustaría al menos saludarla.

Pierce y Condon intercambiaron una mirada. Habían acordado que Charlie se ocuparía de dar las explicaciones en relación con Nicole.

– Desafortunadamente, ya no está con nosotros -dijo Condon-. De hecho, el viernes pasado fue su último día en Amedeo.

– ¿Justo ahora? ¿Adonde ha ido?

– A ningún sitio por el momento. Creo que va a tomarse un tiempo para pensar su próximo paso, pero firmó un acuerdo de no competencia con nosotros, así que no tenemos que preocuparnos por la posibilidad de que aparezca en un competidor.

Goddard frunció el ceño y asintió.

– Es un puesto muy delicado -dijo.

– Lo es y no lo es -replicó Condon-. Ella estaba centrada hacia fuera, no hacia dentro. Conocía lo justo de nuestros proyectos para saber qué buscar en relación con nuestros competidores. Por ejemplo, no tenía acceso al laboratorio, y nunca vio la demostración que usted ha visto esta mañana.

Eso era falso, aunque Charlie Condon no lo sabía. Igual que la mentira que Pierce le había embutido a Clyde Vernon acerca de lo que Nicole sabía y había visto. Lo cierto era que ella lo había visto todo. Pierce la había llevado al laboratorio un domingo por la noche para mostrárselo, para encender la pantalla del microscopio de efecto túnel como una Aurora borealis. Fue cuando todo se estaba viniendo abajo y Pierce andaba buscando de manera desesperada una forma de permanecer juntos, de no perderla.

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