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Pierce entró con gafas de sol y sombrero en la oficina de U-Store-It de Van Nuys y se acercó al mostrador con el permiso de conducir en la mano. Una mujer joven vestida con pantalones de color tostado y camisa de golf verde estaba allí sentada, leyendo un libro titulado Ojo por ojo. Por lo visto, se le hacía cuesta arriba apartar la mirada del libro para fijarla en Pierce. Cuando lo hizo se quedó boquiabierta al reparar en la fea cicatriz que bajaba de la nariz de Pierce y que las gafas de sol no lograban ocultar por completo.

La mujer trató de sobreponerse rápidamente del sobresalto, como si no hubiera visto nada inusual.

– No se preocupe -dijo Pierce-. Ya me estoy acostumbrando. -Pasó el carnet de conducir por encima del mostrador-. He llamado hace un rato por la unidad de almacenaje que alquilé. No recuerdo el número.

Ella cogió el permiso de conducir y lo miró, después lo comparó con la cara de Pierce. Éste se quitó el sombrero, pero no las gafas de sol.

– Soy yo.

– Lo siento, tenía que asegurarme.

La mujer se impulsó con los pies hacia atrás. Retrocedió rodando y girando en la silla hasta que llegó al ordenador, que estaba en una mesa situada al otro lado de la oficina.

El monitor estaba demasiado alejado para que Pierce pudiera leer en él. Vio que la mujer escribía su nombre. Al cabo de un instante apareció una pantalla de datos y ella empezó a cotejar la información del permiso de conducir con la de la pantalla. Pierce sabía que en su licencia todavía constaba la dirección de Amalfi Drive, que tal y como ella le había informado antes figuraba en el registro de alquiler de la unidad de almacenaje.

Satisfecha, la mujer utilizó la barra de desplazamiento y leyó algo, pasando el dedo por la pantalla.

– Tres tres uno -dijo.

La mujer dio una patada a la pared opuesta y regresó, otra vez rodando y girando en la silla. Dejó el carnet en el mostrador y Pierce se lo guardó.

– Subo en el ascensor, ¿no?

– ¿Recuerda el código?

– No, lo siento. Creo que hoy soy bastante inútil.

– Cuatro cinco cuatro más los cuatro últimos dígitos del número de su licencia.

Pierce le dio las gracias con un gesto y empezó a volverse del mostrador. La miró.

– ¿Debo algo?

– ¿Disculpe?

– No recuerdo cómo pague la unidad. Me preguntaba si tenía alguna factura pendiente.

– Ah.

Rodó con la silla hasta el ordenador. A Pierce le gustaba el estilo con que ella lo hacía, en un suave movimiento de giro.

Su información seguía en la pantalla. La mujer se desplazó hacia abajo y dijo sin volverse hacia él:

– No, está bien. Pagó seis meses por adelantado en efectivo. Todavía le queda bastante.

– Gracias.

Pierce salió de la oficina y caminó hasta los ascensores. Después de marcar el código de llamada, subió a la tercera planta y salió a un pasillo desierto de las dimensiones de un campo de fútbol y con puertas con persiana a ambos lados. Las paredes eran grises y el suelo, de linóleo del mismo color, había sido rallado un millón de veces por las ruedas negras de las plataformas rodantes. Pierce caminó por el pasillo hasta que llegó a la persiana con el número 331.

La puerta era de color marrón oxidado. No había en ella ninguna otra marca salvo los números, pintados de amarillo con un troquel. A la derecha de la puerta había un lector de tarjetas magnéticas con una luz roja al lado. Además, en la parte inferior de la puerta había un candado que aseguraba la puerta. Pierce comprendió que la tarjeta que había encontrado en la mochila sólo serviría para desactivar la alarma, que no abriría la puerta.

Sacó la tarjeta U-Store-It del bolsillo y la deslizó por el lector. La luz se puso verde, la alarma estaba desconectada. Entonces se agachó y cogió el candado. Tiró de él, pero estaba bien trabado. No podía abrir la puerta.

Tras un rato de sopesar su siguiente movimiento, se levantó y se encaminó al ascensor. Decidió que iría al coche y volvería a comprobar la mochila. La llave del candado tenía que estar allí. ¿Por qué colocar la tarjeta y no la llave? Si no estaba allí volvería a la oficina de U-Store-It. La mujer de detrás del mostrador probablemente podría prestarle una cizalla si le explicaba que había olvidado la llave.

En el parking, Pierce levantó su llave electrónica y abrió el coche. En el momento de oír el chasquido de las puertas al desbloquearse se detuvo en seco y se miró la mano. En su mente se proyectó un recuerdo. Wentz caminando delante de él, avanzando por el pasillo hacia la puerta de su apartamento. Pierce volvió a oír el sonido de sus llaves en las manos del matón, el comentario sobre el BMW.

Una por una, Pierce pasó las llaves de su llavero, identificando las cerraduras a las que pertenecían: apartamento, garaje, gimnasio, delantera y trasera de Amalfi Drive, copia de reserva de la oficina, escritorio, copia de reserva del laboratorio, sala de ordenadores. También tenía una llave de la casa en la que había crecido, aunque hacía mucho que ésta ya no pertenecía a su familia. Siempre la había conservado. Era un último vínculo con aquel tiempo y aquel lugar, con su hermana. Se dio cuenta de que tenía el hábito de guardar llaves de lugares donde ya no vivía.

Identificó todas las llaves menos dos. Las extrañas eran de acero inoxidable y pequeñas, no eran llaves de puertas. Una era ligeramente más grande que la otra. En la circunferencia de ambas estaba grabada la palabra «Master».

Se le aceleró el pulso cuando la miró. Instintivamente supo que una de aquellas dos llaves abriría el candado del almacén.

Wentz. Él había colocado las llaves en el aro mientras avanzaban por el pasillo. O tal vez después, cuando Pierce estaba colgando del balcón. Al regresar del hospital había tenido que ser el personal de seguridad del edificio quien abriera la puerta de su apartamento. Encontró las llaves en el suelo de la sala. Sabía que Wentz había tenido mucho tiempo para colocar las llaves en el llavero.

Pierce no podía calibrarlo. ¿Por qué? ¿Qué estaba sucediendo? Aunque carecía de respuestas, sabía dónde las encontraría, o dónde empezaría a encontrarlas. Se volvió y se dirigió al ascensor.

Tres minutos más tarde, Pierce colocó la mayor de las dos llaves extrañas en el candado de la parte inferior de la puerta de la unidad de almacenaje 331. La giró y el candado se abrió con mecánica precisión. Lo sacó de la anilla y lo dejó en el suelo. Acto seguido agarró el tirador de la persiana y empezó a levantarla.

Al subir, la persiana emitió un desagradable chirrido metálico que reverberó en el largo pasillo. La puerta golpeó con fuerza al llegar a lo alto. Pierce se quedó de pie, con el brazo levantado y la mano todavía sujetando el asidero.

El espacio era de cuatro por tres y oscuro. No obstante, la luz del pasillo que se filtraba por encima de su hombro le permitió vislumbrar una gran caja blanca en medio de la sala. Se percibía un zumbido grave. Pierce se acercó y sus ojos se fijaron en un cordel blanco que encendía la luz del techo. Tiró de él y el cuarto se iluminó.

La caja blanca era un congelador. Un armario congelador cuya puerta superior estaba cerrada mediante un cerrojo más pequeño, un cerrojo que sin duda podría abrir con la segunda llave extraña.

No tenía que abrir el congelador para saber lo que había dentro, pero lo hizo de todos modos. Se sintió obligado, posiblemente por la ilusión de que estuviera vacío y de que todo formase parte de una elaborada broma. O tal vez simplemente porque sabía que tenía que verlo con sus propios ojos, para que no hubiera dudas ni vuelta atrás posible.

Levantó la segunda llave extraña, la más pequeña. Abrió el candado y a continuación la tapa del congelador.

El cierre neumático se liberó y la goma hizo un sonido característico cuando la levantó. Una vaharada de aire frío salió del congelador y un olor húmedo y fétido invadió sus fosas nasales.

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