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Pierce usó su tarjeta magnética para entrar en el garaje anexo a Amedeo Technologies y estacionó su 540 en el espacio que tenía asignado. La puerta de entrada al edificio se abrió cuando se aproximaba, y el vigilante nocturno le saludó desde la tarima situada tras una puerta con cristal doble.

– Gracias, Rudolpho -dijo Pierce al pasar.

Colocó la llave electrónica en el ascensor y subió a la tercera planta, donde se hallaban las oficinas administrativas. Allí levantó la mirada hacia la cámara instalada en la esquina y saludó con la cabeza, aunque no creía que Rudolpho lo estuviera mirando. Todo estaba siendo digitalizado y grabado por si en alguna ocasión se necesitaba.

En el pasillo de la tercera planta marcó la combinación de la cerradura y entró en su oficina.

– Luces -dijo al tiempo que se sentaba a su escritorio.

Las luces del techo se encendieron. Pierce puso en marcha el ordenador y tecleó las contraseñas cuando hubo arrancado. Conectó la línea telefónica para poder comprobar rápidamente sus mensajes de correo electrónico antes de ponerse a trabajar. Eran las ocho de la tarde. Le gustaba trabajar de noche, cuando disponía del laboratorio para él solo.

Por razones de seguridad nunca dejaba el ordenador encendido ni conectado a una línea telefónica si no estaba trabajando. Por el mismo motivo no llevaba teléfono móvil, busca ni asistente digital. Y aunque tenía portátil tampoco solía acarrearlo. Pierce era paranoico por naturaleza -a un eslabón de la esquizofrenia en la cadena genética, según Nicole-, pero también era un investigador prudente y pragmático. Sabía que conectar una línea externa a su ordenador o abrir una transmisión celular conllevaba tanto peligro como clavarse una jeringuilla en el brazo o mantener relaciones sexuales con una persona desconocida. Nunca sabes lo que te metes. Para alguna gente, eso probablemente formaba parte de la emoción del sexo. Pero no formaba parte de la excitación de perseguir el universo en una mota de polvo.

Aunque tenía varios mensajes, decidió leer sólo tres esa noche. El primero era de Nicole y lo abrió inmediatamente, de nuevo con una nota de esperanza que lo hacía sentir incómodo porque rayaba en lo sensiblero.

Pero el mensaje no era lo que estaba buscando. Era breve, preciso y tan profesional que carecía de referencia alguna a su relación infortunada; sólo una última despedida de una ex empleada en camino a cosas mejores, tanto laborales como amorosas.

Hewlett:

Me voy.

Está todo en los archivos (por cierto, el asunto Bronson al final se ha filtrado a los medios: El SJMN se llevó la primicia. Nada nuevo, pero tendrías que mirarlo).

Gracias por todo y buena suerte,

Nic

Pierce se quedó un buen rato observando el mensaje. Se fijó en que lo habían enviado a las 16.55, hacía sólo unas horas. No tenía sentido contestar, porque la dirección de correo de Nicole habría sido borrada del sistema a las 17 horas, cuando había entregado su tarjeta magnética. Se había ido, y nada parecía tan definitivo como que lo borraran a uno del sistema.

Se preguntó por qué lo había llamado Hewlett. En el pasado ella había usado el nombre como una expresión de cariño. Un nombre secreto que sólo un amante usaría. Se basaba en sus iniciales, HP, como en Hewlett-Packard, el gigante de la informática que en esos días era uno de los Goliat del David Pierce. Nicole siempre lo decía con una sonrisa en la voz. Sólo ella podía salir bien librada poniendo como mote el nombre de un competidor. Pero ¿qué significaba que lo usara en su mensaje final? ¿Estaba sonriendo dulcemente cuando lo había escrito? ¿Sonriendo con tristeza? ¿Estaba titubeando, cambiando de opinión acerca de él? ¿Había todavía una oportunidad, una esperanza de reconciliación?

Pierce nunca había sido capaz de juzgar los motivos de Nicole James. Y esta vez no fue una excepción. Volvió a colocar las manos en el teclado y guardó el mensaje en la carpeta en la que conservaba todos los mails que había recibido de ella en los tres años de relación. La historia de su tiempo juntos -momentos buenos y malos, desde compañeros de trabajo a amantes- podía leerse en los mensajes. Casi mil mensajes de Nicole. Sabía que conservarlos era un acto obsesivo, pero era una cuestión de rutina. También tenía carpetas con mensajes en relación con varios de sus contactos laborales. El archivo de Nicole había empezado así, pero luego habían pasado de ser asociados a compañeros para toda la vida, o al menos eso había creído él.

Fue desplazándose por la lista de mensajes de correo de Nicole James, leyendo la línea de asunto del modo en que un hombre miraría las fotos de una antigua novia. Sonrió abiertamente al leer algunos de ellos. Nicole siempre era la maestra del asunto ocurrente o sarcástico. Después -por necesidad, como él sabía- se hizo maestra de la frase cortante y luego de la hiriente. Un asunto captó su atención durante su revisión: «¿Dónde vives?» Abrió el mensaje. Había sido enviado cuatro meses antes y era una pista tan buena como cualquier otra para saber lo que había sucedido entre ellos. En su mente el mensaje representaba el inicio del declive, el punto sin retorno.

Me preguntaba dónde vives porque no te he visto en Amalfi en las últimas cuatro noches.

Obviamente esto no está funcionando, Henry. Tenemos que hablar, pero tú nunca estás en casa. ¿Tengo que ir al laboratorio para que hablemos de nosotros? Sería muy triste.

Pierce recordaba que había ido a casa para hablar con ella después de este mensaje, lo cual había resultado en su primera ruptura. Pasó cuatro días en un hotel, viviendo con lo que llevaba en una maleta, acosándola por teléfono y correo electrónico y enviándole flores antes de que ella le permitiera volver a Amalfi Drive. Lo que siguió fue un esfuerzo genuino por parte de Pierce. Durante al menos una semana volvió a casa a las ocho, antes de que empezara a escabullirse y los turnos en el laboratorio comenzaran otra vez a alargarse hasta la madrugada.

Pierce cerró el mensaje y luego la carpeta. Algún día los imprimiría todos para leerlos como una novela. Sabía que sería la historia muy común y poco original de cómo la obsesión de un hombre lo llevó a perder lo que era más importante para él. Si fuera una novela la llamaría Una mota de polvo.

Volvió a la bandeja de entrada y leyó el mensaje de su socio Charlie Condon. Era sólo un recordatorio de viernes sobre la presentación programada para la semana siguiente, como si Pierce necesitara que se lo recordaran. El asunto decía: «RE: Proteus» y era la respuesta a un mensaje que Pierce había enviado a Charlie unos días antes.

Está todo dispuesto con Dios. Vendrá el miércoles para estar aquí el jueves a las diez en punto. El arpón está afilado y listo. No puedes faltar.

CC

Pierce no se molestó en contestar. Por descontado que no faltaría a la cita. Había mucho en juego. Mejor dicho, todo estaba en juego. El Dios al que se refería Condon en el mensaje era Maurice Goddard, un inversor neoyorquino del que Charlie esperaba que fuera su «ballena». Iba a venir a ver una presentación de Proteus antes de tomar su decisión final. Le mostrarían el proyecto con la esperanza de que eso ayudara a cerrar el trato. El lunes siguiente solicitarían la protección de patente para Proteus y empezarían a buscar otros inversores si Goddard no se subía al barco.

El último mensaje que leyó era de Clyde Vernon, el jefe de seguridad de Amedeo. Pierce supuso que adivinaría el contenido antes de abrirlo, y no se equivocaba.

Trato de contactar con usted. Hemos de hablar de Nicole James. Por favor, llámeme lo antes posible.

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