Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Pierce se encogió de hombros.

– Ya no lo sé. Me metí en algo y ahora sólo intento salir de una pieza. Deja que te pregunte algo.

Pierce se levantó de la cama y caminó hasta ella. Primero tuvo problemas de equilibrio, pero enseguida se sintió bien. Tocó suavemente los antebrazos y las manos de Nicole. En el rostro de ella se dibujó una expresión de sospecha.

– ¿Qué?

– Cuando salgamos de aquí, ¿adonde me llevarás?

– Te lo he dicho, Henry, te llevaré a casa. A tu casa.

La decepción de Pierce fue visible a pesar del mapa de puntos y su hinchazón.

– Henry, acordamos que probaríamos esto. Así que vamos a probar.

– Sólo pensé…

No terminó. No sabía exactamente qué había pensado o cómo ponerlo en palabras.

– Veo que piensas que lo que nos pasó ocurrió muy deprisa -dijo ella-. Y que puede arreglarse deprisa. -Ella se volvió y se encaminó de nuevo a la puerta.

– Y me equivoco.

Ella volvió a mirarlo.

– Meses, Henry, y lo sabes. Tal vez más. No hemos estado bien juntos en mucho, mucho tiempo.

Nicole salió para ir a buscar al médico. Pierce se sentó en la cama y trató de recordar la vez que estaban en la noria y todo parecía perfecto en el mundo.

25

Había sangre por todas partes. Un rastro granate recorría la moqueta beige. Había sangre en la cama nueva, en dos de las paredes y por todo el teléfono. Pierce se quedó de pie en el umbral de su habitación y miró el desastre. Apenas recordaba nada de lo sucedido después de que Wentz y su monstruoso adlátere se hubieran ido.

Entró en el dormitorio y se agachó junto al teléfono. Levantó cautelosamente el auricular con dos dedos y lo sostuvo a al menos cuatro dedos de la oreja, lo justo para escuchar el tono y determinar si tenía algún mensaje.

No había ninguno. Lo desenchufó y se lo llevó al cuarto de baño para limpiarlo.

En el lavabo había salpicaduras de sangre seca. Vio huellas dactilares sanguinolentas en la puerta del botiquín. Pierce no recordaba haber entrado en el cuarto de baño después de la agresión, pero el aspecto de éste era desolador. La sangre se había secado y el color oscuro le recordó el colchón que había visto sacar a la policía del apartamento de Lilly Quinlan.

Mientras usaba toallitas húmedas para limpiar el teléfono lo mejor posible recordó una película llamada Tú asesina que nosotras limpiamos la sangre, que había ido a ver unos años antes con Cody Zeller. Era sobre una mujer cuyo trabajo era limpiar los escenarios de crímenes después de que la policía hubiera concluido con la investigación sobre el terreno. Se preguntó si de verdad existía un trabajo semejante y un servicio al que pudiera llamar. La perspectiva de limpiar el dormitorio no le atraía lo más mínimo.

Después de que el teléfono estuviera razonablemente limpio volvió a conectarlo en la pared del dormitorio y se sentó con él en un rincón no manchado del colchón. Volvió a comprobar si había mensajes y de nuevo no había ninguno. Pensó que era inusual. No había estado en casa en setenta y dos horas, y sin embargo no había mensajes. Tal vez finalmente habían retirado la página de Lilly Quinlan de la Web de L. A. Darlings. Entonces recordó otra cosa. Marcó su número de Amedeo Technologies y esperó a que la llamada sonara en el escritorio de Mónica Purl.

– Mónica, soy yo. ¿ Cambiaste mi número de teléfono?

– ¿Henry? ¿Qué…?

– ¿Cambiaste el número de mi apartamento?

– Sí, me lo pediste. Se supone que tenía que funcionar desde ayer.

– Sí, ya funciona.

Sabía que cuando le había pedido a Mónica que hiciera la llamada a All American Mail el sábado le había dicho que cambiara el número de teléfono el lunes. En ese momento supuso que era lo que quería, pero de pronto se sintió extrañamente desasosegado por haberlo perdido. Era una conexión con otro mundo, el de Lilly y Lucy.

– ¿Henry? ¿Sigues ahí?

– Sí. ¿Cuál es mi nuevo número?

– He de mirarlo. ¿Has salido del hospital?

– Sí, he salido. Míralo, por favor.

– Ya va, ya va. Iba a dártelo ayer, pero cuando llegué a tu habitación tenías a ese visitante.

– Entiendo.

– Bueno, aquí está.

La secretaria le dio el número y él cogió un bolígrafo de la mesita de noche y se lo apuntó en la muñeca, porque no tenía ninguna libreta a mano.

– ¿Hay mensaje de desvío en el último número?

– No, porque pensé que todos esos tipos seguirían llamándote.

– Exacto. Buen trabajo.

– Eh, Henry, ¿vas a venir hoy? Charlie estaba preguntando por tu agenda.

Pierce reflexionó antes de responder. Ya había pasado la mitad de la jornada laboral. Charlie seguramente quería hablar y después volver a hablar sobre la presentación de Proteus que seguía programada con Maurice Goddard para el día siguiente, a pesar de la insistencia de Pierce en posponerla.

– No sé si voy a poder llegar -le dijo Pierce a Mónica-. El médico quiere que me lo tome con calma. Si Charlie quiere hablar, dile que estoy en casa y dale el número nuevo.

– De acuerdo, Henry.

– Gracias, Mónica. Hasta luego.

Esperó a que ella se despidiera, pero no lo hizo. Estaba a punto de colgar cuando Mónica habló.

– Henry, ¿estás bien?

– Sí. Es sólo que no quiero ir y asustar a todo el mundo con esta cara. Como te asusté a ti ayer.

– Yo no me…

– Sí, te asustaste, pero no importa. Y gracias por preguntarme cómo estoy, Mónica. Ha sido un detalle. Ahora tengo que colgar. Ah, escucha, el hombre que estaba en mi habitación cuando tú llegaste…

– ¿Sí?

– Es un detective llamado Renner, del Departamento de Policía de Los Ángeles. Es probable que te llame para preguntar por mí.

– ¿Sobre qué?

– Sobre la ayuda que te pedí, lo de hacer la llamada como Lilly Quinlan, cosas así.

Hubo un breve silencio y acto seguido la voz de Mónica sonó diferente, nerviosa.

– Henry, ¿estoy metida en un lío?

– No, en absoluto, Mónica. Él está investigando su desaparición. Y me está investigando a mí. No a ti. Sólo está comprobando lo que yo hice. Así que si te llama, sólo dile la verdad y no habrá problemas.

– ¿Estás seguro?

– Sí, estoy seguro. No te preocupes. Ahora he de colgar.

Ambos colgaron. Pierce volvió a conseguir tono y llamó al teléfono de Lucy LaPorte, que ya se sabía de memoria. Una vez más le salió el buzón de voz, pero el mensaje de bienvenida era diferente. Era su voz, pero el mensaje decía que se tomaba unas vacaciones y que no aceptaría clientes hasta mediados de noviembre.

Más de un mes. Pierce sintió que se le encogía el estómago al pensar en lo que Renner le había ocultado y en Wentz y su matón y en lo que podrían haberle hecho a la chica. Dejó el mensaje a pesar de lo que ella había dicho en su bienvenida.

– Lucy, soy Henry Pierce. Es importante. Llámame. No importa lo que haya pasado o lo que te hayan hecho, llámame. Puedo ayudarte. Tengo un número nuevo, así que apúntalo.

Leyó el número de su muñeca y después colgó. Sostuvo el teléfono en el regazo durante unos segundos, entre expectante y esperanzado en que ella lo llamara de inmediato. No lo hizo. Al cabo de un rato se levantó y salió del dormitorio.

En la cocina, Pierce encontró el canasto de la ropa vacío en la encimera. Recordó que lo había usado para subir bolsas de comida desde el coche cuando se topó con Wentz y Dosmetros en el ascensor. Recordó que el cesto de la ropa se le había caído cuando lo sacaron a empujones del ascensor. Ahora el cesto estaba allí. Abrió la nevera y miró en su interior. Todo lo que había subido -salvo los huevos, que probablemente se habían roto-, estaba dentro. Se preguntó quién lo había hecho. ¿Nicole? ¿La policía? ¿Un vecino que ni siquiera conocía?

La pregunta le hizo pensar en la declaración del detective Renner acerca del complejo del buen samaritano. Si tal teoría y complejo eran ciertos, entonces Pierce sentía lástima por todos los autores de buenas obras y voluntarios que había en el mundo. La idea de que sus esfuerzos podrían ser vistos cínicamente por miembros de las fuerzas de seguridad le deprimía.

46
{"b":"109130","o":1}