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Pierce negó con la cabeza.

– Nada lo va a relacionar conmigo. Yo nunca la vi.

– Perfecto. Entonces debería estar a salvo.

– ¿Debería?

– Nada es nunca seguro al ciento por ciento. Especialmente en la ley. Todavía tendremos que esperar y ver.

Langwiser revisó sus notas durante unos momentos antes de volver a hablar.

– Muy bien -dijo al cabo-. Ahora, llamemos al detective Renner.

Pierce levantó las cejas -lo que quedaba de ellas- y le dolió. Hizo una mueca y dijo:

– ¿Llamarlo? ¿Por qué?

– Para ponerlo sobre aviso de que tiene representación legal y para ver qué tiene que decir.

La abogada sacó un móvil del bolso y lo abrió.

– Creo que tengo su tarjeta en la cartera -dijo Pierce-. Debería estar en el cajón de la mesita.

– No importa, recuerdo el número.

La llamada a la División del Pacífico fue contestada rápidamente y Langwiser preguntó por Renner. El detective tardó unos minutos, pero al final lo tuvo en la línea. Mientras esperaba, ella subió el volumen del teléfono y lo giró para que Pierce pudiera oír ambos lados de la conversación. Señaló a Pierce y se llevó los dedos a los labios para advertirle que no participara.

– Hola, Bob, soy Janis Langwiser. ¿Se acuerda de mí?

Tras una pausa, Renner dijo:

– Claro, aunque he oído que se ha pasado al lado oscuro.

– Muy gracioso. Escuche, estoy en el St. John's. Le he hecho una visita a Henry Pierce.

Otra pausa.

– Henry Pierce, el buen samaritano. El eterno rescatador de putas desaparecidas y mascotas perdidas.

Pierce sintió que se ruborizaba.

– Está de muy buen humor hoy, Bob -dijo Langwiser con sequedad-. Se ríe mucho últimamente, ¿no?

– Henry Pierce es el bufón, las historias que cuenta…

– Bueno, por eso lo llamaba. No habrá más historias de Henry, Bob. Yo lo represento y no va a volver a hablar con usted. Desaprovechó su oportunidad.

Pierce miró a Langwiser y ella le guiñó un ojo.

– No desaproveché nada-protestó Renner-. Cuando quiera empezar a explicarme la historia completa y verdadera. Aquí estoy. De lo contrario…

– Mire, detective, está más interesado en arremeter contra mi cliente que en tratar de entender lo que ocurrió de verdad. Esto tiene que detenerse. Ahora Henry Pierce está fuera de su lazo. Y otra cosa, si trata de llevar esto a juicio voy a meterle por donde usted sabe ese truquito de las dos grabadoras.

– Le dije que estaba grabando -protestó Renner-. Le leí sus derechos y él dijo que los había entendido. Es todo lo que se me exige. No hice nada ilegal durante ese interrogatorio voluntario.

– Tal vez no per se, Bob, pero a los jueces y los jurados no les gusta que la poli engañe a la gente. Les gusta el juego limpio.

Esta vez hubo una larga pausa de Renner y Pierce ya comenzaba a pensar que Langwiser estaba yendo demasiado lejos, que tal vez estaba empujando al detective a buscar una acusación contra él por simple rabia o resentimiento.

– De verdad ha cruzado la línea, ¿eh? -dijo finalmente Renner-. Espero que sea feliz allí.

– Bueno, si sólo tengo clientes como Henry Pierce, gente que estaba tratando de hacer un bien, entonces lo seré.

– ¿Un bien? Me pregunto si Lucy LaPorte cree que lo que hizo fue un bien.

– ¿La ha encontrado? -espetó Pierce.

Langwiser inmediatamente alzó la mano para pedirle que callara.

– ¿Está ahí el señor Pierce? No sabía que estaba escuchando, Janis. Hablando de trucos, ha sido bonito por su parte que me lo dijera.

– No tenía que hacerlo.

– Y yo no tenía que hablarle de la segunda grabadora después de que le advertí que la conversación estaba siendo grabada. Así que tráguese usted ésa. He de irme.

– Espere. ¿Ha encontrado a Lucy LaPorte?

– Eso es un asunto policial oficial, señora. Usted se queda en su lazo y yo me quedo en el mío. Adiós.

Renner colgó y Langwiser cerró el teléfono.

– Le pedí que no dijera nada.

– Lo siento. Es que he estado tratando de localizarla desde el domingo. Ojalá supiera dónde está y si está bien o necesita ayuda. Si algo le pasa será culpa mía.

«Ya estoy otra vez -pensó-. Encontrándome culpable de cosas, ofreciendo reconocimiento público de culpabilidad.»

Langwiser no pareció advertirlo. Estaba guardando su teléfono y su libreta.

– Haré algunas llamadas. Conozco gente en Pacífico que es un poco más cooperadora que el detective Renner. Como su jefe, por ejemplo.

– ¿Me llamará en cuanto descubra algo?

– Tengo sus teléfonos. Mientras tanto manténgase al margen de todo esto. Con un poco de suerte esta llamada asustará a Renner por el momento, quizá se piense dos veces sus movimientos. Todavía no está a salvo, Henry. Creo que está casi fuera de peligro, pero podrían ocurrir otras cosas. Mantenga la prudencia y permanezca alejado.

– De acuerdo, lo haré.

– Y la próxima vez que venga el médico consiga una lista de los fármacos específicos que le habían puesto cuando Renner lo grabó.

– De acuerdo.

– ¿Sabe cuándo le van a dar el alta?

– Supongo que en cualquier momento.

Pierce miró el reloj. Llevaba casi dos horas esperando que el doctor Hansen le firmara el alta.

Miró a Langwiser. Ella parecía lista para irse, pero lo estaba mirando como si quisiera preguntarle algo y no supiera cómo hacerlo.

– ¿Qué?

– No lo sé. Estaba pensando que había un salto muy grande en su razonamiento. Me refiero a cuando usted era niño y pensaba que su padrastro fue la razón de que su hermana se fuera.

Pierce no dijo nada.

– ¿Hay algo más que quiera contarme al respecto?

Pierce levantó la mirada hacia la pantalla apagada de la televisión y no vio nada allí. Negó con la cabeza.

– No, eso es todo.

Dudaba de que la hubiera convencido. Suponía que los abogados defensores trataban con mentirosos por rutina y eran tan expertos en captar las sutilezas del movimiento ocular y las inflexiones de voz como las máquinas diseñadas a tal fin. Pero Langwiser se limitó a asentir con la cabeza y lo dejó estar.

– Bueno, he de irme. Tengo una comparecencia en el centro.

– De acuerdo. Gracias por venir a verme aquí. Ha sido un detalle.

– Es parte del servicio. Haré algunas llamadas desde el coche y le contaré lo que averigüe de Lucy LaPorte o cualquier otra cosa. Pero mientras tanto es necesario que se mantenga al margen de esto. ¿De acuerdo? Vuelva a trabajar.

Pierce levantó los brazos en ademán de rendición.

– He terminado.

Ella sonrió profesionalmente y salió de la habitación.

Pierce cogió el teléfono de la barandilla de la cama y estaba marcando el número de Cody Zeller cuando Nicole James entró en la habitación. Volvió a dejar el teléfono en su sitio.

Nicole había quedado en pasar a buscar a Pierce para llevarlo a casa después de que el doctor Hansen le diera el alta. Aunque no dijo nada, la expresión de Nicole reveló dolor al examinar el rostro herido de Pierce. Lo había visitado con frecuencia durante su estancia en el hospital, pero al parecer no lograba acostumbrarse a ver la cremallera de puntos.

De hecho, Pierce había tomado sus malas caras y murmullos de compasión como una buena señal. Si volvían juntos todo el episodio habría valido la pena.

– Pobrecito -dijo ella, dándole unos golpecitos en la mejilla-. ¿Cómo te encuentras?

– Bastante bien -contestó Pierce-. Pero todavía estoy esperando que el médico me dé el alta. Ya hace casi dos horas.

– Voy a salir a averiguar qué pasa. -Ella volvió a la puerta, pero miró de nuevo a Pierce-. ¿Quién era esa mujer?

– ¿Qué mujer?

– La que acaba de salir.

– Ah, es mi abogada. Kaz me la consiguió.

– ¿Para qué la necesitas a ella si tienes a Kaz?

– Ella es una abogada defensora penal.

Nicole se apartó de la puerta y se acercó a la cama.

– ¿Abogada defensora penal? Henry, la gente normalmente no necesita abogados por que le den un número equivocado. ¿Qué está pasando?

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