– Trate de permanecer lo más horizontal posible -dijo Hansen-. Volveré.
El doctor saludó con la cabeza y salió de la habitación. Pierce miró a Nicole.
– Parece que voy a estar aquí bastante tiempo. No hace falta que te quedes.
– No me importa.
Pierce sonrió y le dolió, pero sonrió de todos modos. Estaba muy contento con la respuesta.
– ¿Por qué me llamaste en plena noche, Henry?
Lo había olvidado y el hecho de que se lo recordaran le hizo sentir de nuevo una vergüenza desgarradora.
Preparó cuidadosamente la respuesta antes de contestar.
– No lo sé. Es una larga historia. Ha sido un fin de semana muy extraño. Quería hablarte de eso. Y quería contarte en qué había estado pensando.
– ¿En qué?
Le dolía hablar, pero tenía que decírselo.
– No lo sé exactamente. Lo que sé es que las cosas que me pasaron de alguna manera me hicieron entender mejor tu punto de vista. Ya sé que no es mucho y que probablemente es demasiado tarde. Pero por alguna razón quería decirte que finalmente había visto la luz.
Ella negó con la cabeza.
– Está bien, Henry. Pero estás aquí tumbado con la cabeza y la cara abiertas. Parece que alguien te colgó desde el balcón de un piso doce y la policía quiere hablar contigo. Has tenido un montón de problemas para entender mi punto de vista, así que perdona si no salto a abrazar al nuevo hombre que aseguras ser.
Pierce sabía que si estuviera bien estarían dirigiéndose por el camino hacia un territorio familiar. Pero no creía que tuviera la vitalidad para discutir con ella.
– ¿Puedes intentar volver a llamar a Lucy?
Nicole, furiosa, pulsó el botón de rellamada de su móvil.
– Voy a tener que ponerlo en llamada directa.
Pierce observó los ojos de Nicole y leyó en ellos que había vuelto a salirle el buzón de voz.
Ella cerró el teléfono y miró a su ex novio.
– Henry, ¿qué pasa contigo?
Pierce trató de negar con la cabeza, pero le dolió.
– Me dieron el número equivocado.
22
Pierce salió de un sueño tenebroso en el que se precipitaba en caída libre con los ojos vendados y sin saber dónde estaba el fondo. Cuando finalmente golpeó el suelo, abrió los ojos y allí estaba el detective Renner con una sonrisa torcida en el rostro.
– Usted.
– Sí, otra vez yo. ¿Cómo se encuentra, señor Pierce?
– Estoy bien.
– Parece que ha tenido una pesadilla. No paraba de revolverse.
– A lo mejor estaba soñando con usted.
– ¿Quiénes son los Wickershams?
– ¿Qué?
– Ha dicho el nombre en sueños. Wickershams.
– Son monos. De la jungla. Los no creyentes.
– No lo entiendo.
– Ya lo sé. Así que da igual. ¿Por qué está usted aquí? ¿Qué quiere? No recuerdo lo que pasó, pero ocurrió en Santa Monica y ya he hablado con ellos. Tengo una conmoción, ¿recuerda?
Renner asintió.
– Oh, ya estoy al corriente de sus lesiones. La enfermera me dijo que el cirujano plástico le puso ciento sesenta micropuntos en la nariz y en torno al ojo ayer por la mañana. Bueno, yo estoy aquí por un asunto de la policía de Los Ángeles. Aunque es cada vez más probable que los departamentos de Los Ángeles y Santa Monica tengan que trabajar juntos en este caso.
Pierce levantó la mano y se tocó con suavidad el puente de la nariz. No había gasa. Sintió la cremallera de puntos y la hinchazón. Trató de recordar. La última imagen de la que se acordaba con claridad era la del cirujano plástico cerniéndose sobre él con una luz brillante. Desde entonces había estado recuperando y perdiendo la conciencia, flotando a través de la oscuridad.
– ¿Qué hora es?
– Las tres y cuarto.
Por entre las persianas se filtraba luz brillante. Sabía que no era plena noche. También se dio cuenta de que estaba en una habitación privada.
– ¿Es lunes? No, ¿es martes?
– Eso es lo que pone en el periódico de hoy, si es que cree usted en los periódicos.
Pierce se sentía físicamente fuerte -probablemente había dormido más de quince horas seguidas-, pero estaba trastornado por la persistente sensación del sueño. Y por la presencia de Renner.
– ¿Qué quiere?
– Bueno, en primer lugar, déjeme que me saque un poco de trabajo de encima. Voy a leerle sus derechos en un momento. De esta manera usted estará protegido y yo también.
El detective colocó la bandeja móvil para la comida sobre la cama y puso una minigrabadora encima.
– ¿Qué quiere decir que estaremos protegidos? ¿Para qué necesita protección? Eso es una estupidez, Renner.
– En absoluto. Necesito proteger la integridad de mi investigación. A partir de ahora voy a grabarlo todo.
Pulsó un botón de la grabadora y se encendió un piloto rojo. Renner dijo su nombre, la hora, la fecha y el lugar donde se desarrollaba la entrevista. Identificó a Pierce y le leyó sus derechos constitucionales de una tarjetita que sacó de su cartera.
– Bien, ¿entiende los derechos que acabo de leerle?
– Los he oído muchas veces en mi juventud.
Renner arqueó una ceja.
– En las películas y en la tele -aclaró Pierce.
– Por favor, conteste las preguntas y deje de hacerse el listo si puede.
– Sí, entiendo mis derechos.
– Bueno. ¿ Le parece bien que le haga unas preguntas?
– ¿Soy sospechoso?
– ¿Sospechoso de qué?
– No lo sé, dígamelo.
– Bueno, ésa es la cuestión. Es difícil decir qué tenemos aquí.
– Pero aun así cree que necesita leerme mis derechos. Para protegerme, por supuesto.
– Así es.
– ¿Cuáles son las preguntas? ¿Han encontrado a Lilly Quinlan?
– Estamos trabajando en ello. Usted no sabe dónde está, ¿verdad?
Pierce sacudió la cabeza y el movimiento le hizo sentirse mareado. Esperó a que se le pasara antes de hablar.
– No. Ojalá lo supiera.
– Sí, aclararía bastante las cosas si ella entrara por esa puerta, ¿no?
– Sí. ¿Era suya la sangre de la cama?
– Todavía estamos trabajando en ello. Las pruebas preliminares muestran que era sangre humana. Pero no tenemos ninguna muestra de Lilly Quinlan para compararla. Creo que tengo una pista sobre su médico. Veremos qué registros y posibles muestras tiene él. Es probable que una mujer como ella se hiciera controles de sangre con regularidad.
Pierce supuso que Renner se estaba refiriendo a las enfermedades de transmisión sexual. Aun así, la confirmación de lo aparentemente obvio -que lo que había encontrado en la cama era sangre humana- le hizo sentirse más deprimido. Como si la última tenue esperanza que tenía por Lilly Quinlan se le estuviera escurriendo.
– Ahora deje que yo haga las preguntas -dijo Renner-. ¿Qué hay de esa chica, Robín, que mencionó antes? ¿La ha visto?
– No, he estado aquí.
– ¿Ha hablado con ella?
– No, ¿y usted?
– No, no hemos logrado localizarla. Sacamos su número del sitio Web como usted dijo, pero lo único que conseguimos es un mensaje. Incluso tratamos de dejarle uno en el que un chico de la brigada que es bueno al teléfono se hizo pasar por un, bueno, un cliente.
– Ingeniería social.
– Sí, ingeniería social. Pero tampoco contestó esa llamada.
Pierce sintió que se le hundía el estómago. Lo último que recordaba era que Nicole había tratado de llamarla y que tampoco había tenido éxito. Wentz podría haber llegado a ella, tal vez todavía estaba en sus manos. Se dio cuenta de que tenía que tomar una decisión. Podía danzar con Renner y continuar cubriéndose con un velo de mentiras para protegerse o podía tratar de ayudar a Lucy.
– Bueno, ¿investigaron el número?
– Es un móvil.
– ¿Y la dirección de la factura?
– El teléfono está registrado a nombre de uno de sus clientes habituales. Él dijo que lo hace como un favor. Se ocupa del teléfono por ella y paga el alquiler de su pisito y ella le regala un polvo cada domingo por la tarde mientras su mujer hace la compra en el Ralph del puerto. Si me lo pregunta, creo que más bien es Robín la que le hace el favor a él. El tío es un gordo vago. Da igual, ella no apareció el domingo por la tarde en el pisito; es un pequeño apartamento del puerto. Estuvimos allí. Fuimos con ese tipo, pero ella no se presentó.