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Sus ojos se encontraron con los de Nicole. Ella se estiró y le puso una mano en la mejilla.

– Tranquilo, Hewlett -dijo-. Te pondrás bien.

Pierce advirtió que era mucho más alto que ella. Eso era nuevo. Había un sonido metálico que parecía hacer eco en su cabeza. Entonces las puertas del ascensor se abrieron. El hombre y la mujer se colocaron uno a cada lado de él y lo sacaron. Sólo que él no caminaba y finalmente se dio cuenta de lo que significaba «ir en vertical».

Una vez que estuvieron fuera lo colocaron en horizontal y lo sacaron en una camilla con ruedas. Muchas caras lo observaron a su paso. El portero cuyo nombre él no conocía lo miró con gravedad mientras lo sacaban por la puerta. Lo metieron en una ambulancia. Pierce no sentía ningún dolor, pero le costaba respirar, suponía un trabajo mucho más arduo de lo habitual.

Al cabo de un rato, advirtió que Nicole estaba sentada a su lado. Le pareció ver que estaba llorando.

Pierce se dio cuenta de que en posición horizontal podía moverse un poco. Trató de hablar, pero su voz sonó como un eco ahogado. La mujer del equipo médico entró en su campo de visión y lo miró.

– No hable -dijo-. Lleva una mascarilla.

«Eso es verdad -pensó-. Todo el mundo lleva una máscara.» Lo intentó otra vez, en este caso hablando lo más alto posible. De nuevo sonó ahogado.

La enfermera se inclinó de nuevo y le levantó la mascarilla de oxígeno.

– Deprisa. ¿ Qué pasa? No puede quitarse esto.

Miró más allá del brazo de la mujer hacia Nicole.

– Lucy. Dile 'e está en peligro.

La enfermera volvió a colocarle la máscara. Nicole se acercó a Pierce y le dijo:

– ¿Lucy? ¿Quién es Lucy?

– 'iero de…

Le levantaron la mascarilla.

– Robin. Avísala.

Nicole asintió. Lo había entendido. Volvieron a colocarle la mascarilla sobre la nariz y la boca.

– De acuerdo, lo haré -dijo Nicole-. En cuanto lleguemos al hospital. Llevo aquí el número.

– ¡No, ahora! -gritó a través de la mascarilla.

Observó mientras Nicole abría el bolso y sacaba el teléfono móvil y una libretita de espiral. Ella marcó el número que leyó del cuaderno y esperó con el teléfono pegado a la oreja. A continuación le puso el teléfono en la oreja a Pierce y éste oyó la voz de Lucy. Era el buzón de voz. Gimió y trató de negar con la cabeza, pero no pudo.

– Despacio -dijo la enfermera-, ahora despacio.

Cuando lleguemos a urgencias, quitaremos las correas.

Pierce cerró los ojos. Quería volver a la calidez y la oscuridad. El discernimiento. Donde nadie le preguntara por qué. Especialmente él mismo.

Enseguida estuvo allí.

La claridad vino y se fue durante las siguientes dos horas. En ese lapso lo llevaron a Urgencias, y un doctor lo examinó, lo trató y lo admitió en el hospital. Al final su cabeza se aclaró y despertó en una sala de hospital blanca, sobresaltado del sueño por la tos rítmica de alguien situado al otro lado de la cortina de plástico que se utilizaba para dividir la habitación. Miró a su alrededor y vio a Nicole sentada en una silla con el móvil en la oreja. Se había soltado el pelo, que le caía por los hombros. La antena del teléfono asomaba a través de la suavidad sedosa de su melena. Pierce la observó hasta que ella cerró el teléfono sin decir palabra.

– Ni'i -dijo con voz áspera-. Era…

Seguía siendo difícil pronunciar el sonido de la k sin dolor. Nicole se levantó y se puso a su lado.

– Henry. Tú…

La tos sonó desde el otro lado de la cortina.

– Están tratando de conseguirte una habitación privada -susurró-. Tu seguro médico la cubre.

– ¿Dónde estoy?

– En el St. John's. Henry, ¿qué ha pasado? La policía llegó a tu casa antes que yo. Dijeron que toda esa gente de la playa llamó desde los móviles para decir que había dos tipos colgando a alguien del balcón. A ti, Henry. Hay sangre en la pared de la fachada.

Pierce miró a Nicole a través de sus ojos tumefactos. La hinchazón del puente de la nariz y la gasa de la herida le partían la visión en dos. Recordó lo que Wentz le había dicho justo antes de irse.

– No me a'uerdo. ¿'E más dijeron?

– Nada más. Empezaron a llamar a las puertas del edificio y cuando llegaron a la tuya estaba abierta de par en par. Tú estabas en el dormitorio. Yo llegué cuando te estaban sacando. Había un detective allí. Quiere hablar contigo.

– No re'uerdo nada.

Pierce lo dijo con la máxima fuerza posible. Le empezaba a costar menos hablar. Era cuestión de práctica.

– Henry, ¿en qué lío estás metido?

– No sé.

– ¿Quién es Robin? ¿Y Lucy? ¿Quiénes son?

De repente recordó que tenía que avisarla.

– ¿'uánto tiempo llevo a'í?

– Un par de horas.

– Déjame tu teléfono. He de llamarla.

– He estado llamando a ese número cada diez minutos. Estaba llamando cuando te has despertado. Siempre sale el buzón de voz.

Pierce cerró los ojos. Se preguntaba si Lucy habría recibido su mensaje y habría huido de Wentz.

– Déjame el teléfono de todos modos.

– Deja que lo haga yo. Creo que no deberías moverte demasiado. ¿A quién quieres llamar?

Le dio el número de su buzón de voz y luego el número secreto. Ella no pareció darle ninguna importancia a la clave.

– Tienes ocho mensajes.

– Los 'e sean para Lilly, bórralos. No los es'uches.

Todos eran para Lilly, menos uno que Nicole le dijo que debería escuchar. Levantó el teléfono y se lo colocó en la oreja para que pudiera escucharlo cuando lo volvía a pasar. Era la voz de Cody Zeller.

«Eh, Einstein, tengo algo para ti de eso que me pediste. Dame un toque y hablamos. Hasta luego, colega.»

Pierce borró el mensaje y volvió a pasarle el teléfono a Nicole.

– ¿Era Cody? -preguntó ella.

– Sí.

– Me lo había parecido. ¿Por qué sigue llamándote así? Es tan de instituto.

– De la fa'ultad.

Le dolió decir facultad, pero no tanto como esperaba.

– ¿De qué estaba hablando?

– De nada. Estaba haciendo unas bús'edas en la Red para mí.

Estuvo a punto de empezar a contarle a Nicole eso y todo lo demás. Pero antes de que pudiera reunir las palabras entró un hombre con bata de laboratorio. Llevaba una tablilla con sujetapapeles. Estaba cerca de los sesenta, tenía pelo y barba plateados.

– Es el doctor Hansen -dijo Nicole.

– ¿Cómo está? -preguntó el doctor.

Se inclinó sobre la cama y puso la mano en la mandíbula de Pierce para girarle levemente la cara.

– Sólo me duele 'uando respiro. O al hablar. O'uando alguien me hace esto.

Hansen le soltó la mandíbula y utilizó una linterna de boli para examinarle las pupilas.

– Bueno, tiene algunas heridas bastante sustanciales. Ha sufrido una conmoción de grado dos y le hemos puesto seis puntos en el cuero cabelludo.

Pierce ni siquiera se acordaba de esa herida. Se la habría producido al golpear la pared exterior del edificio.

– La conmoción es la causa de la debilidad que siente y del dolor de cabeza. Veamos, ¿qué más? Tiene una contusión pulmonar, una profunda contusión en el hombro; tiene dos costillas fracturadas y, por supuesto, la nariz rota. Las laceraciones en la nariz y alrededor del ojo van a requerir cirugía plástica para que cicatricen adecuadamente sin dejar cicatriz permanente. Puedo conseguir que venga alguien esta noche, depende de la hinchazón, o si tiene un cirujano personal, puede contactar con él.

Pierce negó con la cabeza. Sabía que había mucha gente en la ciudad que llevaba encima el teléfono de su cirujano plástico, pero él no era una de esas personas.

– El 'e pueda 'onseguir…

– Henry -dijo Nicole-. Estamos hablando de tu cara. Creo que deberías buscarte al mejor cirujano que puedas.

– Creo que puedo conseguirle uno muy bueno -dijo Hansen-. Déjeme hacer algunas llamadas y volvemos a hablar.

– Gracias, doctor.

Dijo la palabra con mucha claridad. Al parecer su capacidad de habla se estaba adaptando con rapidez a las nuevas circunstancias físicas de su boca y orificios nasales.

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