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Salió del dormitorio y se puso un par de sandalias que sacó de debajo de la mesita de café.

– ¿Te ha gustado? -preguntó.

– Sí. Supongo que no hace falta que te lo diga. Tienes un cuerpo precioso.

Ella pasó por delante de Pierce hasta la cocina americana. Abrió un armario de encima del fregadero y sacó un bolsito negro.

– Vamos. Te quedan treinta y cinco minutos. -Caminó hasta la puerta del apartamento, la abrió y salió al pasillo.

Pierce la siguió.

– ¿Quieres tu batido?

Estaba en la barra de la cocina.

– No, aborrezco los batidos. Engordan. Mi vicio es la pizza. La próxima vez tráeme pizza.

– Entonces ¿por qué has pedido un batido?

– Sólo era una forma de ponerte a prueba, de ver qué harías por mí.

«Y de establecer control», pensó Pierce, pero no lo dijo. Un control que no siempre duraba mucho una vez que el dinero había cambiado de manos y la chica se había quitado la ropa.

Pierce salió al pasillo y volvió a mirar el lugar donde Robin trabajaba. Sintió desazón, tristeza incluso. Pensó en la página Web. ¿Qué era una relación de novia absolutamente positiva y cómo podía surgir de un lugar semejante?

Cerró la puerta, se aseguró de que quedaba trabada y luego siguió a Robin al ascensor.

13

Pierce conducía y Robín le guiaba. El trayecto entre Marina Executive Towers y Speedway, en Venice, era corto. Pierce trató de aprovechar al máximo su tiempo en el camino, pese a que Robin se mostraba reticente a hablar.

– Así que no eres independiente, ¿no?

– ¿De qué estás hablando?

– Trabajas para Wentz, el tío que lleva el sitio Web. Supongo que podríamos llamarlo un macarra virtual. Os pone el apartamento y controla la Web. ¿Cuánto se lleva? He visto en el sitio que cobra cuatrocientos al mes por la foto, pero tengo la impresión de que se lleva mucho más. Un tipo así… probablemente es el dueño del edificio de apartamentos y de la tienda de batidos.

Robin no dijo nada.

– Se lleva una parte de esos primeros cuatrocientos que te he dado, ¿no?

– Mira, no voy a hablar de él contigo. Conseguirás que me maten también. Cuando lleguemos a su apartamento se acabó. Hemos terminado. Cogeré un taxi.

– ¿También?

Robin se quedó en silencio.

– ¿Qué sabes de lo que le pasó a Lilly?

– Nada.

– Entonces ¿por qué has dicho «también»?

– Mira, tío, si supieras lo que te conviene «también» tú dejarías este asunto. Vuelve al mundo donde todo es bonito y seguro. No conoces a esta gente ni lo que pueden llegar a hacer.

– Me hago una idea.

– ¿Sí? ¿Cómo coño vas a hacerte una idea?

– Tenía una hermana…

– ¿Y?

– Y se podría decir que estaba en tu línea de trabajo.

Apartó la vista de la avenida para mirar a Robin. Ella seguía mirando al frente.

– Una mañana el conductor de un autobús escolar vio su cuerpo al otro lado de la barrera de seguridad, en Mulholland. En esa época yo estaba en Stanford. -Pierce volvió a mirar a la avenida-. Es una cosa curiosa de esta ciudad -continuó después de un momento-. Ella estaba tirada al descubierto, desnuda… y la policía dijo que podían afirmar por las… pruebas que llevaba al menos un par de días allí. Y siempre me he preguntado cuánta gente la vio. Cuánta gente la vio y no hizo nada, no llamó a nadie. Esta ciudad puede ser muy fría a veces.

– Todas las ciudades.

Pierce miró a Robin. Vio la angustia en sus ojos, como si estuviera mirando un capítulo de su propia vida. Un posible último capítulo.

– ¿Encontraron al que lo hizo? -preguntó.

– Al final, pero no antes de que matara a cuatro más.

Robin sacudió la cabeza.

– ¿Qué estás haciendo aquí, Henry? Esa historia no tiene nada que ver con nada de esto.

– No sé qué estoy haciendo. Estoy… buscando algo.

– Buena manera de que te hagan daño.

– Mira, nadie va a saber que has hablado conmigo. Dime, ¿qué has oído decir sobre Lilly?

Silencio.

– Quería dejarlo, ¿verdad? Había ganado suficiente dinero, iba a ir a la universidad. Quería cambiar de vida.

– Todo el mundo quiere cambiar de vida. ¿Te crees que nos gusta esto?

Pierce se sintió avergonzado por la forma en que la estaba presionando. La forma en que la estaba usando no era muy distinta a la del resto de los clientes.

– Lo siento -dijo.

– No, no lo sientes. Eres como los demás. Quieres algo y estás desesperado por conseguirlo. Sólo que para mí es mucho más fácil darte lo otro que darte lo que tú me pides.

Pierce se mantuvo en silencio.

– Gira a la izquierda aquí y sigue hasta el final. Sólo hay una plaza de aparcamiento para su apartamento. Solía dejarla libre para su cliente.

Pierce siguió la indicación de Robin y se vio en un callejón con pequeñas construcciones a ambos lados. Parecían edificios de cuatro o seis apartamentos con pasillos de un metro entre uno y otro. No había espacio sin edificar. Era la clase de barrio donde un perro ladrando podía poner de los nervios a todo el mundo.

Cuando llegó al último edificio, Robin dijo:

– Alguien lo ha alquilado. -Señaló a un coche estacionado debajo de una escalera que conducía a la puerta del apartamento-. Es allí.

– ¿Ése es su coche?

– No, ella tiene un Lexus.

Bien. Recordó lo que había dicho Wainwright. El coche estacionado era un monovolumen Volvo. Pierce retrocedió y encajó su BMW entre dos filas de cubos de basura. Estaba prohibido aparcar ahí, pero los coches todavía podían pasar por el callejón y no pensaba quedarse mucho rato.

– Vas a tener que salir por este lado.

– Genial. Gracias.

Pierce sostuvo la puerta abierta mientras Robín trepaba por encima de los asientos. En cuanto estuvo fuera del coche empezó a caminar hacia Speedway.

– Espera -dijo Pierce.

– No, he terminado. Vuelvo a la avenida y cogeré un taxi.

Pierce podría haber discutido con ella, pero lo dejó estar.

– Oye, gracias por tu ayuda. Si la encuentro te lo haré saber.

– ¿A quién? ¿A Lilly o a tu hermana?

Eso le dio que pensar por un momento. A veces la lucidez llegaba de quien menos uno la esperaba.

– ¿Necesitas algo? -gritó Pierce tras ella.

Robin se detuvo de repente, se volvió y caminó a paso rápido hasta él, con la ira destellando de nuevo en sus ojos.

– Oye, no finjas que te preocupas por mí, ¿de acuerdo? Esta mierda tuya es más asquerosa que los tíos que quieren correrse en mi cara. Al menos ellos son honestos.

Robin se volvió y se alejó por el callejón. Pierce la observó unos segundos para ver si ella lo miraba por encima del hombro. Pero no lo hizo, se limitó a continuar caminando, al tiempo que sacaba del bolso un teléfono móvil para pedir un taxi.

Pierce rodeó el Volvo y se fijó en que en la parte de atrás había dos cajas de cartón y otros objetos voluminosos tapados por mantas. Subió las escaleras que conducían al apartamento de Lilly. Al llegar allí vio que la puerta estaba entornada. Se inclinó por encima de la barandilla y miró al callejón, pero Robin estaba casi en Speedway, demasiado lejos para llamarla.

Se volvió de nuevo y pegó la cabeza a la jamba, pero no oyó nada. Empujó la puerta con un dedo y se quedó en el porche cuando ésta giró hacia adentro. A medida que se abría fue viendo una sala de estar con pocos muebles y una escalera que subía por la pared del fondo hasta un loft. Debajo del loft había una pequeña cocina con una ventanilla de servir que comunicaba con la sala. A través de la ventanilla Pierce vio el torso de un hombre, que estaba poniendo botellas de licor en una caja situada sobre la barra.

Pierce se asomó y miró al interior del apartamento sin llegar a entrar en él. Vio tres cajas de cartón en el suelo de la sala, pero no parecía haber nadie más en el apartamento salvo el hombre de la cocina. Daba la sensación de que éste estaba vaciando la casa y llevándose las cosas en cajas.

25
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