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Pierce golpeó la puerta y llamó:

– ¿Lilly?

El hombre de la cocina se sobresaltó y casi se le cayó la botella de ginebra que sostenía. Entonces puso cuidadosamente la botella en la barra.

– Ya no está aquí-gritó desde la cocina-. Se ha mudado.

Pero se quedó en la cocina, inmóvil. Pierce pensó que el hombre actuaba de manera extraña, como si no quisiera que le vieran la cara.

– ¿Entonces quién es usted?

– Soy el casero y estoy ocupado. Tendrá que volver.

Pierce empezó a entenderlo. Entró en el apartamento y avanzó hacia la cocina. Cuando llegó al umbral vio a un individuo con una melena gris recogida en una cola de caballo. El hombre llevaba una camiseta blanca sucia y pantalones cortos blancos más sucios todavía. Estaba muy moreno.

– ¿Por qué he de volver si se ha mudado?

La pregunta sorprendió al hombre.

– Lo que quiero decir es que no puede entrar aquí. Ella se ha ido y yo estoy trabajando.

– ¿Cuál es su nombre?

– Mi nombre no importa. Haga el favor de marcharse.

– Usted es Wainwright, ¿no?

El hombre miró a Pierce con una expresión que era una respuesta afirmativa.

– ¿Quién es usted?

– Soy Pierce. He hablado con usted hoy. Yo fui el que le dijo que ella se había ido.

– Ah. Bueno, tiene razón, hace mucho que se ha ido.

– El dinero que le pagaba era por los dos sitios. Los cuatro mil. Eso no me lo dijo.

– No lo preguntó.

– ¿Es el dueño de este edificio, señor Wainwright?

– No voy a responder a sus preguntas, gracias.

– ¿O es de Billy Wentz y usted sólo lo administra para él?

De nuevo, el reconocimiento destelló en los ojos un instante antes de desaparecer.

– Muy bien, ahora márchese. Fuera de aquí.

Pierce negó con la cabeza.

– Todavía no voy a irme. Si quiere llamar a la policía, adelante. Veremos qué opinan de que se lleve sus cosas, aunque me ha dicho que ha pagado el mes. Tal vez también miremos debajo de las mantas en la parte de atrás del coche. Apuesto a que encontraríamos una televisión de plasma que estaba colgada en la pared de la casa que ella alquilaba en Altair. Probablemente ha estado antes allí, ¿no?

– Ella abandonó la casa -dijo Wainwright con irritación-. Debería haber visto la cocina.

– Estoy seguro de que estaba horrible. Tan horrible, supongo, que decidió vaciar la casa y quizá cobrar dos veces el alquiler, ¿eh? Los alquileres en Venice escasean. ¿Ya tiene otro inquilino preparado? A ver si lo adivino, ¿otra chica de L. A. Darlings?

– Mire, no trate de darme lecciones en mi trabajo.

– Ni lo sueño.

– ¿Qué quiere?

– Echar un vistazo. Mirar las cosas que se lleva.

– Entonces dese prisa, porque en cuanto termine me voy. Y cerraré la puerta con llave, tanto si está usted fuera como si no.

Pierce dio un paso hacia él, entrando en la cocina y posando la mirada en la caja que había sobre la barra. Estaba llena de botellas de licor y cristalería vieja, nada importante. Levantó una de las botellas marrones y vio que era whisky escocés de dieciséis años. Del bueno. Volvió a dejar la botella en la caja.

– Eh, despacio -protestó Wainwright.

– ¿Entonces, Billy sabe que está vaciando el apartamento?

– No conozco a ningún Billy.

– Así que tenía la casa de Altair y ésta. ¿De qué otras propiedades se ocupa?

Wainwright cruzó los brazos y se recostó en la barra.

No estaba colaborando y Pierce de repente sintió el impulso de coger una de las botellas de la caja y rompérsela en la cabeza.

– ¿Y las Marina Executive Towers? ¿Son suyas?

Wainwright buscó en uno de los bolsillos delanteros del pantalón y sacó un paquete de Camel. Extrajo un cigarrillo y volvió a guardarse el paquete. Se volvió hacia uno de los quemadores de gas de la cocina y encendió el cigarrillo en la llama, luego metió la mano en la caja y rebuscó entre la cristalería hasta que encontró lo que estaba buscando. Sacó la mano con un cenicero de cristal que puso encima de la barra y dejó el cigarrillo en él.

Pierce se fijó en que había algo grabado en el cenicero. Se inclinó ligeramente para leerlo.

robado de nat's day of the locust bar hollywood, CA

Pierce había oído hablar del lugar. Era un antro tan cutre que era fino. Lo frecuentaban los noctámbulos de Hollywood con ropa de cuero negro. También estaba cerca de las oficinas de Entrepeneurial Concepts Unlimited. ¿Era una pista? No tenía ni idea.

– Ahora voy a echar ese vistazo -le dijo a Wainwright.

– Sí, hágalo y dese prisa.

Mientras escuchaba el sonido discordante de cristales y botellas que hacía Wainwright al llenar la caja, Pierce entró en la sala de estar y se agachó delante de las cajas que el casero ya había preparado. Una contenía vajilla y otros utensilios de cocina. Las otras dos contenían objetos del loft. Cosas del dormitorio. Había una cesta con preservativos surtidos y varios pares de zapatos de tacón alto. Había correas de cuero y fustas, una máscara completa con cremalleras en la boca y los ojos. En su página de L. A. Darlings, Lilly no anunciaba servicios sadomasoquistas. Pierce se preguntó si eso significaba que había otro sitio Web, algo más oscuro y con todo un nuevo conjunto de elementos a considerar en su desaparición.

La última caja estaba llena de sujetadores y ropa interior transparente y negligés y minifaldas en colgadores. Era ropa similar a la que Pierce había visto en uno de los armarios de la casa de Altair. Por un momento se preguntó qué planeaba hacer Wainwright con las cajas. ¿Venderlo todo en una singular venta de garaje? ¿O simplemente iba a guardarlo mientras realquilaba el apartamento y la casa?

Satisfecho con su inventario de las cajas, Pierce decidió revisar el loft. Al levantarse, sus ojos se clavaron en la puerta y reparó en el cerrojo. Era un cerrojo de doble llave. Era preciso utilizar la llave tanto para entrar como para salir. Entonces entendió la amenaza de Wainwright de dejarlo encerrado tanto si había terminado con su registro como si no. Si no tenías llave podías quedarte encerrado dentro. Pierce se preguntó qué sentido tenía. ¿Encerraba Lilly a los clientes en su apartamento con ella? Quizá era una forma de asegurarse el pago de los servicios ofrecidos. Tal vez no significaba nada en absoluto.

Pasó a la escalera y empezó a subir al loft. En el rellano de arriba había una ventanita desde la que se veía el tejado de la casa de enfrente y, más allá, el extremo de la playa y el Pacífico. Pierce miró al callejón y vio su coche. Su mirada vagó hasta la avenida, donde vislumbró a Robín debajo de una farola justo cuando la joven subía a un taxi verde y amarillo, cerraba la puerta y se alejaba.

Pierce se volvió de la ventana hacia el loft. El piso superior no tenía más de veinte metros cuadrados, incluido el espacio para un pequeño cuarto de baño con ducha. El aire olía a una desagradable mezcla de incienso y algo más que a Pierce le costaba situar. Era como el aire viciado de una nevera que se ha apagado. Estaba allí, pero quedaba enmascarado por el incienso que se aferraba a la habitación como un fantasma.

En el suelo había una cama grande sin cabezal que ocupaba casi todo el espacio disponible, dejando sitio tan sólo para una mesita de noche pequeña y una luz de lectura. En la mesa había un quemador de incienso: una escultura del Kama Sutra de un hombre gordo copulando desde atrás con una mujer delgada. La larga ceniza de una barrita de incienso consumida lamía el cuenco de la escultura y manchaba la mesa. A Pierce le sorprendió que Wainwright no se hubiera llevado la pieza, porque al parecer se estaba llevando todo lo demás.

La colcha era azul claro y la alfombra beige. Pierce se acercó a un armarito y abrió la puerta corredera. Estaba vacío, porque su contenido se hallaba en una de las cajas de abajo.

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