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Pierce había descubierto junto con Larraby, su investigador experto en inmunología, una fórmula rudimentaria aunque de gran fiabilidad. Utilizando las propias células del huésped -en este caso, las de Pierce eran cultivadas y clonadas para investigación en una incubadora- los dos investigadores desarrollaron una combinación de proteínas que envolverían a la célula y obtendrían de ella un estímulo eléctrico. Este hecho significaba que la energía para conducir el nanodispositivo podía surgir de dentro y por tanto ser compatible con el sistema inmunitario humano.

La fórmula Proteus era simple y en esa simplicidad radicaba su belleza y valor. Pierce imaginaba que toda la posterior nanoinvestigación en ese campo estaría basada en ese único descubrimiento. La experimentación y otros descubrimientos e invenciones que llevarían a un uso práctico -que antes se veían en un horizonte de dos o más décadas- podrían situarse mucho más próximas a la realidad.

El descubrimiento, que Pierce había hecho sólo tres meses antes, cuando estaba en lo peor de sus dificultades con Nicole, había sido el momento más excitante de su vida.

– Nuestros edificios os parecerán sumamente pequeños -susurró Pierce mientras terminaba de revisar las patentes-, pero para nosotros, que no somos grandes, son maravillosamente amplios.

Las palabras del doctor Seuss.

Pierce estaba satisfecho con el paquete. Kaz, como de costumbre, había hecho un trabajo excelente mezclando jerga científica y legal en las primeras páginas de presentación de cada patente. No obstante, la sustancia de cada formulario lo constituía la información científica y la fórmula. Estas páginas las habían escrito Pierce y Larraby y ambos investigadores las habían revisado repetidamente.

El paquete de solicitudes estaba listo para seguir su curso, a juicio de Pierce. Estaba entusiasmado. Sabía que botar ese paquete de solicitudes al nanomundo traería consigo una riada de publicidad y el consecuente aumento en el interés de los inversores. El plan consistía en mostrar el descubrimiento en primer lugar a Maurice Goddard y cerrar su inversión, y después presentar las solicitudes. Si todo iba bien, Goddard comprendería que contaba con una corta ventaja -una pequeña ventana de oportunidad- y llevaría a cabo un ataque preventivo, firmando un contrato que lo convertiría en el principal inversor de la empresa.

Pierce y Charlie Condon lo habían coreografiado cuidadosamente. Le mostrarían el descubrimiento a Goddard. Le permitirían comprobarlo por sí mismo en el microscopio de efecto túnel. Entonces el inversor neoyorquino dispondría de veinticuatro horas para tomar una decisión. Pierce quería un mínimo de 18 millones de dólares para un periodo de tres años, lo suficiente para seguir adelante más deprisa y con más fuerza que ningún competidor. Y a cambio ofrecía un diez por ciento de la compañía.

Pierce escribió una nota de felicitación a Jacob Kaz en un Post-it amarillo y lo pegó en la cubierta del paquete de solicitudes de Proteus. Luego volvió a guardar todo en la caja fuerte. Por la mañana, un furgón de seguridad lo llevaría a la oficina de Kaz en Century City. Sin faxes ni mensajes de correo electrónico. Pierce incluso podría llevarlo él mismo.

Se echó hacia atrás en la silla, se metió otra Oreo en la boca y miró el reloj. Eran las dos en punto. Había pasado una hora desde que había llegado a la oficina, pero parecía que sólo hubieran transcurrido diez minutos. Le sentó bien tener otra vez esa sensación, la buena vibración. Decidió capitalizarla e ir al laboratorio a trabajar de verdad. Cogió el resto de las galletas y se levantó.

– Luces.

Pierce estaba en el pasillo, cerrando la puerta en la oficina ya a oscuras cuando sonó el teléfono. Era el característico bitono de su línea privada. Pierce volvió a abrir la puerta.

– Luces.

Había pocas personas que tuvieran el número directo de su oficina, pero una de ellas era Nicole. Pierce rodeó rápidamente el escritorio y miró la pantalla de identificación de llamada. Decía identidad oculta y supo que no era Nicole, porque ni su móvil ni la línea de su casa en Amalfi estaban protegidas. Pierce dudó un momento, pero entonces recordó que Cody Zeller tenía el número. Levantó el teléfono.

– ¿Señor Pierce?

No era Cody Zeller.

– ¿Sí?

– Soy Philip Glass. ¿Me llamó usted ayer?

El detective privado. Pierce se había olvidado.

– Ah, sí, sí. Gracias por llamar.

– No había recibido el mensaje hasta hoy. ¿Qué puedo hacer por usted?

– Quiero hablarle de Lilly Quinlan. Ha desaparecido. Su madre le contrató a usted hace unas semanas. Desde Florida.

– Sí, pero ya no me ocupo de eso.

Pierce continuaba sentado tras su escritorio. Puso una mano encima del monitor mientras habló.

– Lo entiendo, pero me preguntaba si podría hablar del asunto conmigo. Tengo el permiso de Vivian Quinlan. Puede llamarla si lo desea. ¿Todavía conserva su número?

Glass tardó en responder, tanto que Pierce pensó que tal vez había colgado silenciosamente.

– ¿Señor Glass?

– Sí, aquí estoy. Estaba pensando. ¿Puede decirme qué interés tiene en esto?

– Bueno, quiero encontrarla.

La respuesta fue recibida con más silencio y Pierce comenzó a entender que estaba tratando desde una posición de debilidad. Algo ocurría con Glass, y Pierce se hallaba en desventaja por el hecho de no saberlo. Decidió insistir. Quería esa entrevista.

– Soy un amigo de la familia -mintió-. Vivían me pidió que viera qué podía descubrir.

– ¿Ha hablado con el departamento de policía?

Pierce dudó. Instintivamente supo que la cooperación de Glass podía depender de su respuesta. Pensó en los acontecimientos de la noche anterior y se preguntó si Glass ya estaría al corriente de ellos. Renner había dicho que conocía a Glass y lo más probable era que planeara llamarlo. Era domingo por la tarde. Tal vez el detective de la policía estaba esperando hasta el lunes, puesto que aparentemente Glass se hallaba en la periferia del caso.

– No -mintió de nuevo Pierce-. Por lo que entendí de Vivian el Departamento de Policía de Los Ángeles no estaba interesado en el caso.

– ¿Quién es usted, señor Pierce?

– ¿ Qué? No entien…

– ¿Para quién trabaja?

– Para nadie. Para mí.

– ¿Es DP?

– ¿Qué es eso?

– Vamos.

– Quiero decir que no entien… Ah, detective privado. No, no soy DP. Como le he dicho soy un amigo.

– ¿En qué se gánala vida?

– Soy químico. No entiendo qué tiene que ver con…

– Puedo verle hoy, pero no en mi oficina. Hoy no iré a la oficina.

– De acuerdo, entonces, ¿dónde? ¿Cuándo?

– Dentro de una hora. ¿Conoce un lugar llamado Cathode Ray's, en Santa Monica?

– En la Dieciocho, ¿no? Allí estaré. ¿Cómo nos conoceremos?

– ¿Tiene un sombrero o algo distintivo que ponerse?

Pierce se inclinó y abrió un cajón del escritorio. Sacó una gorra de béisbol con letras azules bordadas en el ala.

– Llevaré una gorra de béisbol gris. Pone MOLES bordado en azul en el ala.

– ¿Como el guacamole?

Pierce casi rió.

– De moléculas. Las Moléculas Luchadoras era el nombre de nuestro equipo de softball. Cuando jugábamos. Mi empresa lo patrocinaba. Fue hace mucho tiempo.

– Le veré en el Cathode Ray's. Por favor, venga solo. Si me doy cuenta de que no está solo o parece una trampa no me verá.

– ¿Una trampa? ¿De qué está…?

Glass colgó y Pierce se quedó escuchando el vacío.

Colgó el teléfono y se puso la gorra. Consideró las extrañas preguntas que le había formulado el detective privado y pensó en lo que había dicho al final de la conversación y en cómo lo había dicho. Pierce se dio cuenta de que era como si tuviera miedo de algo.

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