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Pierce se quedó mirando a Renner sin decir nada. Renner percibía todo lo que él había hecho o todo lo que le habían hecho desde un ángulo completamente distinto.

– Deje que le cuente una historia muy corta -dijo Renner-. Yo trabajaba en el valle de San Fernando y una vez hubo un caso de una chica desaparecida. Tenía doce años, de buena casa, y sabíamos que no se había fugado. Algunas veces simplemente lo sabes. De manera que organizamos a los vecinos y voluntarios en una partida de búsqueda en las colinas de Encino. ¡Y quién lo iba a decir!, uno de los vecinos la encontró. Violada y estrangulada y metida en una alcantarilla. Era un caso feo. Y ¿sabe?, resultó que el chico que la había encontrado era el culpable. Nos costó bastante rodearle, pero lo hicimos y confesó. Lo llaman el complejo del buen samaritano. El que primero lo huele… Ocurre constantemente. Al culpable le gusta estar cerca de los polis, le gusta ayudar, le hace sentir mejor que ellos y mejor respecto a lo que ha hecho.

Pierce tenía dificultades incluso para calibrar cómo todo se había vuelto contra él.

– Se equivoca -dijo con tranquilidad, con voz trémula-. Yo no lo hice.

– ¿Sí? ¿Me equivoco? Bueno, deje que le diga lo que tengo. Tengo una mujer desaparecida y sangre en una cama. Tengo un montón de sus mentiras y un montón de sus huellas dactilares en las dos casas de la mujer.

Pierce cerró los ojos. Pensó en el apartamento de al lado de Speedway y en la casa de Altair. Sabía que lo había tocado todo. Había puesto las manos en todo. En su perfume, en sus armarios, en su correo.

– No…

Fue todo lo que se le ocurrió.

– No, ¿qué?

– Es todo un error. Lo único que hice… O sea… Me dieron su número. Sólo quería ver… Quería ayudarla… Verá, fue culpa mía… y creí que si…

No terminó. El pasado y el presente estaban demasiado juntos. Se estaban fundiendo en una sola cosa. Uno se movía enfrente del otro como en un eclipse. Abrió los ojos y miró a Renner.

– ¿Qué creía? -preguntó el detective.

– ¿Qué?

– Acabe la frase. ¿Qué creía?

– No lo sé. No quiero hablar de eso.

– Vamos, chico. Ha dado el primer paso. Termine el viaje. Es bueno descargarse. Es bueno para el alma. Es culpa suya la muerte de Lilly. ¿A qué se refiere? ¿Fue un accidente? Cuénteme cómo pasó. Quizá pueda entenderlo y podamos ir juntos al fiscal, y solucionarlo.

Pierce sintió que el miedo y el peligro inundaban su mente. Casi podía oler cómo transpiraba por su piel, como si fueran sustancias químicas -elementos compuestos que comparten moléculas- subiendo a la superficie para escapar.

– ¿De qué está hablando? ¿Lilly? Eso no es culpa mía. Ni siquiera la conocía. Yo traté de ayudarla.

– ¿ Estrangulándola? ¿ Cortándole la garganta? ¿ O hizo con ella el número de Jack el Destripador Creo que decían que el Destripador era un científico. Un doctor o algo. ¿Usted es el nuevo Destripador, Pierce? ¿Ése es su fardo?

– Salga de aquí. Está loco.

– No creo que sea yo el loco. ¿Por qué fue su culpa?

– ¿Qué?

– Ha dicho que fue todo culpa suya. ¿Por qué? ¿Qué hizo ella? ¿Insultó su masculinidad? ¿Tiene un pajarito pequeño, Pierce? ¿Es eso?

Pierce negó con la cabeza enfáticamente, sacudiéndose un amago de mareo. Cerró los ojos.

– Yo no he dicho eso. No fue culpa mía.

– Lo ha dicho. Yo lo he oído.

– No. Está poniendo palabras en mi boca. No es culpa mía. No tengo nada que ver en eso.

Abrió los ojos y vio que Renner hurgaba en el bolsillo y sacaba una grabadora. La luz roja estaba encendida.

Pierce se dio cuenta de que era una grabadora distinta de la que antes había estado en la bandeja de la comida y que luego había apagado. El detective había grabado toda la conversación.

Renner pulsó el botón de rebobinado durante unos segundos y después trasteó con la grabación hasta que encontró lo que quería y volvió a reproducir lo que Pierce había dicho momentos antes.

«Es todo un error. Lo único que hice… O sea… Me dieron su número. Sólo quería ver… Quería ayudarla… Verá, fue culpa mía… y creí que si…»

El detective apagó la grabadora y miró a Pierce con una sonrisa petulante. Renner lo había acorralado. Le había tendido una trampa. Todos sus instintos legales, por limitados que fueran, le decían que no dijera ni una palabra más. Pero Pierce no podía parar.

– No -dijo-. No estaba hablando de Lilly Quinlan. Estaba hablando de mi hermana. Fue…

– Estábamos hablando de Lilly Quinlan y dijo «fue culpa mía». Eso es un reconocimiento, amigo.

– No, le dije que yo…

– Sé lo que me dijo. Fue una bonita historia.

– No es una historia.

– Bueno, ¿sabe qué? Supongo que en cuanto encuentre el cadáver tendré la historia real contada. Le tendré en el saco, victoria asegurada.

Renner se inclinó sobre la cama hasta que su rostro quedó a sólo unos centímetros del de Pierce.

– ¿Dónde está, Pierce? Sabe que es inevitable. Vamos a encontrarla. Así que terminemos con esto. Dígame lo que hizo con ella.

Las miradas de ambos conectaron. Pierce oyó el clic de la grabadora que volvía a encenderse.

– Salga.

– Será mejor que hable conmigo. Se está quedando sin tiempo. Cuando consiga esto y llegue a los abogados, no podré ayudarle más. Hable, Henry. Vamos. Descárguese.

– Le he dicho que salga. Quiero un abogado.

Renner se incorporó y esbozó una sonrisa de complicidad. De manera exagerada levantó la grabadora y la apagó.

– Por supuesto que quiere un abogado -dijo-. Y va a necesitarlo. Voy a ir al fiscal, Pierce. Sé que para empezar le tengo por allanamiento de morada y por obstrucción a la justicia. Le tendré congelado con eso, pero en el fondo no son más que minucias. Quiero el premio gordo.

Brindó con la grabadora como si las palabras que había captado allí fueran el Santo Grial.

– En cuanto aparezca el cuerpo, se terminó el juego.

Pierce ya no estaba escuchando. Volvió el rostro a Renner y empezó a mirar al espacio, pensando en lo que iba a suceder. De repente cayó en la cuenta de que lo perdería todo. La empresa… todo. En una fracción de segundo las fichas de dominó cayeron en su imaginación, la última era Goddard echándose atrás y llevando su inversión a otro sitio, a Bronson Tech o a Midas Molecular o a cualquier otro de sus competidores. Goddard se iría y nadie querría participar. No bajo el escrutinio de una investigación criminal y un posible juicio. Se terminaría. Quedaría fuera de la carrera para siempre.

Volvió a mirar a Renner.

– He dicho que no voy a volver a hablar con usted. Quiero que se vaya. Quiero un abogado.

Renner asintió.

– Le aconsejo que se busque uno bueno.

Estiró el brazo hacia una mesita donde estaban los medicamentos y cogió un sombrero que Pierce no había visto antes. Era un porkpie con el ala hacia abajo. Pierce pensaba que ya nadie llevaba sombreros como ése en Los Ángeles. Nadie. Renner salió de la habitación sin decir ni una palabra más.

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