– Te acompaño en el sentimiento, Alex -le dijo una mujer vestida de negro a la que no reconoció.
– Era un buen chico -dijo Alex-. Ni él ni sus amigos tomaban drogas, ¿verdad que no?
Buscó sus cigarrillos. Entre la multitud vio a Sandy que se dirigía hacia ella, su cabello era un revoltijo de mechones de pelo negro apenas sujeto, por lo que parecían unas agujas de hacer punto. Instintivamente retrocedió; las emociones teatrales de Sandy eran más de lo que ella podría soportar en aquellos momentos. Vio el rostro de ave de presa de Otto que la miraba, totalmente cubierto de moretones, escayolas y vendajes.
– Muchas gracias por venir, Otto -le agradeció.
Otto asintió con la cabeza y le dedicó una débil sonrisa que acabó en una mueca cruel.
– Fabián me pidió que lo hiciera -dijo.
Alex lo miró, pero Otto se giró de espaldas y volvió a su anterior conversación.
Cerró la puerta detrás del último de sus visitantes, dio otra profunda chupada a su cigarrillo y tomó un trago largo de su copa de champán. Empezaba a sentirse mejor, por el efecto de la bebida, por las pruebas de afecto de la familia y los amigos que habían acudido a compartir su dolor y que ya se habían marchado. Sólo David seguía allí, en la entrada de la cocina, apoyado en la pared, con la copa en la mano.
– ¿Quieres que me quede? -preguntó.
– No, David.
– No creo que debas quedarte sola esta noche.
– La verdad es que prefiero estar sola. Por favor, tengo que superarlo por mí misma, a mi manera.
– ¿Por qué no te vienes conmigo a Lewes?
– Estoy bien aquí, gracias.
David se estremeció.
– Supongo que me echas la culpa.
– ¿La culpa?
– Por haberle regalado el automóvil.
– No. Los accidentes ocurren. No creo que tenga importancia con qué coche.
– Si hubiera ido más despacio…
Alex sonrió y movió la cabeza.
David tomó una botella y fue a llenar su copa, pero sólo salió un pequeño chorrito. Miró la etiqueta.
– Veuve Clicquot.
– El preferido de Fabián. Siempre pensó que era un champán muy refinado.
– La viuda de Clicquot. -Hizo una pausa, miró casi asustado a Alex y se sonrojó-. Hubiera podido dejarlo envejecer un poco más en la botella.
– Lo siento -dijo Alex-. Quizá si se lo hubieras pedido, tu hijo hubiese esperado un par de años más antes de matarse.
Pasó por delante de él, entró en la cocina y encendió la cafetera eléctrica. David la siguió y le pasó el brazo por la cintura.
– ¿Sabes una cosa? Parece increíble que ambos soñáramos con Fabián, el mismo sueño y a la misma hora. He estado pensando en eso.
– Debió de ser en el momento en que moría -comentó Alex.
– Una coincidencia muy extraña.
Alex abrió el bote de Nescafé y echó unas cucharadas en dos tazas.
– ¿Sigues tomando azúcar?
– Una cucharada.
Alex se lo quedó mirando.
– ¿Crees que fue una coincidencia? -preguntó intrigada.
David levantó la copa a la luz y examinó el color del vino.
– Sabes, antes solían envejecer en cavas este champán durante cinco años, ahora deben de haber reducido el tiempo… o lo mezclan con otro vino más joven.
Alex insistió:
– ¿Crees que fue una coincidencia?
– ¿Coincidencia? -preguntó desconcertado-. Ah, sí… Desde luego. -Captó la mirada de los ojos de su esposa-. Vamos, Alex, ¿no estarás pensando que pudo ser otra cosa?
Ella se estremeció.
– Fue tan extraño. Tan real.
– Supongo que debemos escribir a Cambridge, para hacérselo saber -dijo David cambiando de tema.
– Otto puede avisarlos, seguro.
– Lo supongo, pero sería correcto por nuestra parte el escribirles.
– ¿Lo harás?
Se sentaron uno frente a otro y bebieron sus cafés.
– ¿Cómo va tu Chardonnay? -preguntó Alex.
– Un paso adelante y dos atrás; no puedo conseguir que se estabilice. Y a ti, ¿cómo te va la agencia?
– Mucho trabajo.
– ¿Has recibido algún best-seller?
– Una antología de los cantos de guerra urdúes.
– Algo que el mundo esperaba con ansiedad…
– Lo dudo.
David alzó las cejas.
– Estoy pensando en ponerme a escribir un libro sobre vinos.
– Un buen tema. Este año sólo he tenido sobre mi mesa sesenta y cuatro originales sobre vino.
David se levantó.
– Ya sabes lo que se dice: el número sesenta y cinco trae suerte.
Alex sonrió.
– Llámame por teléfono cuando llegues a casa.
– ¿Quieres que lo haga?
– Quiero saber que llegaste bien a tu casa. -Le dio un beso y cerró la puerta tras él. De repente se sintió muy sola.
El recibidor estaba oscuro, con sus baldosas blancas y negras y su alto techo. Alex encendió la luz. Entró en el salón que conservaba el ambiente cargado de humo y perfume y la acidez vinosa del champán. Abrió las cortinas de encaje del redondo ventanal que daba a la calle; los colores habían desaparecido del cielo claro, transformándolo en una acuarela oscura. Volvió a pensar en las extrañas palabras de Otto: «Fabián me pidió que lo hiciera.»
De improviso, algo se movió detrás de ella. Percibió el movimiento y tuvo miedo, un miedo mucho más fuerte que cualquiera que sintiera anteriormente; se quedó helada, con la piel de gallina, como atravesada por agujas heladas. Tuvo la sensación de que la habitación iba a derrumbarse sobre ella y sintió deseos de correr a la ventana, golpear los cristales y gritar pidiendo socorro, pero estaba paralizada. Por el rabillo del ojo vio una sombra que se movía en un rincón levantándose de una silla, tras ella.
– Perdóname, querida, debo haberme quedado dormida -dijo la sombra.
La miró con fijeza, paralizada, y de repente se dio cuenta de que era Sandy.
– Me venció la emoción de todo lo ocurrido… estoy tomando tranquilizantes, ¿sabes?, y no van bien con la bebida. -Bostezó y se desperezó-. ¿Se han marchado ya todos?
– Sí -respondió Alex con voz débil. Encendió una lámpara de mesa y se sintió reconfortada por la cálida luminosidad cuando el color volvió a la habitación-. Me has dado un buen susto.
– Lo siento, querida. -Sandy parpadeó, se alisó con los dedos unos mechones y se afianzó un par de las agujas de hacer punto que sujetaban sus cabellos.
– ¿Quieres un café? -preguntó Alex, aliviada por la compañía pese a que, pensó, fuese la de Sandy.
– Me gustaría. ¿Qué vas a hacer esta noche?
– Nada.
– ¡Cómo! ¿Te vas a quedar aquí sola?
Alex afirmó con la cabeza.
– Quiero estar sola.
– No puedes hacerlo, querida, esta noche no.
– He pasado sola muchas otras noches; no me importa.
Se dirigieron a la cocina, Alex, de pronto, apreció con intensidad todos los objetos de la casa, como si hubiera entrado en un museo. Vio el sombrío retrato del abuelo de David con su uniforme de caballería. «Fabián tiene sus mismos ojos», acostumbraba a jactarse David, orgullosamente. Ella siempre había asentido, no había razón alguna para desilusionarlo, para privarle del placer de creer en su propia presunción. Sólo que ella sabía que Fabián no había heredado nada de David, ni un simple gene. Aquél era su secreto, un secreto celosamente guardado durante veintidós años.
– Espantoso -dijo Sandy-. Todo este asunto. Iba con ellos otro chico que también…
Alex afirmó con la cabeza.
– Sí. Charles Heathfield. Sus padres viven en Hong Kong.
– Espantoso. ¡Qué cosa tan horrible! Un camión en dirección contraria en la autopista, ¿no fue eso?
– Un coche -la corrigió Alex.
Sandy frunció las cejas.
– Estaba segura de que los periódicos hablaban de un camión.
– Así fue. La noticia estaba equivocada.
– Un francés que quiso suicidarse, ¿fue eso?
Alex asintió.
– ¡Qué forma más extraña de suicidarse! ¿Por qué no estrelló su coche contra un muro de cemento o algo así?
Sonó el silbido de la cafetera eléctrica.
– ¿Sabes algo de él, querida?