Литмир - Электронная Библиотека

No. Agitó la linterna. Nada. Volvió a sacudirla. Nada. Manipuló el interruptor y tampoco obtuvo resultado alguno. Volvió a moverla violentamente sin conseguir nada.

– Por favor, por favor -suplicó, gimiendo.

La agitó de nuevo y oyó un débil tintineo de cristales en el interior de la lente. Cerró los ojos y volvió a abrirlos. No había la menor diferencia. Contuvo la respiración y escuchó el silencio. Nunca había oído un silencio semejante.

Plop. Plang.

Otra vez el silencio.

Empujó la puerta y la abrió. Luz. Una luz tan brillante que la sorprendió. Admirada, levantó los ojos para contemplar el techo de cristal en forma de cúpula. Sus gruesos paneles de cristal, cubiertos con una ligera capa de limo y algunas ramas inmóviles, exactamente igual como lo recordaba. Los paneles eran tan brillantes como si tuvieran luces escondidas detrás de ellos; tuvo la sensación de que podría atravesar aquella cúpula de vidrio hasta tocar el cielo.

Por un momento se quedó intrigada por la brillante luminosidad, demasiado asombrada para ver nada en aquella luz verdosa que se filtraba y llenaba la estancia.

Hasta que el mal olor la golpeó. Un olor terrible, nauseabundo que penetró por su nariz y la garganta hasta invadir su estómago. Un olor fuerte, penetrante y repulsivo como jamás había conocido en toda su vida.

Se apretó fuertemente la nariz con los dedos, sintió un horrible peso en el estómago. Algo la golpeó en la espalda, tuvo un sobresalto y seguidamente se sintió como una estúpida. Era la pared hasta la que había retrocedido de modo inconsciente.

De nuevo la golpeó el apestoso olor; unió sus manos formando una copa, se protegió con ellas la nariz y respiró profundamente por la boca.

Y en esos momentos vio en el suelo a la persona que la miraba desde el otro extremo de la estancia.

Se quedó helada.

Poco a poco sintió que se le doblaban las piernas. Trató de retroceder para salir de la sala, notó el golpe discordante sobre la pared dura y delgada. Apretó las manos contra ella buscando su camino. ¿Dónde había quedado el paisaje de entrada? ¿Dónde? ¿Dónde?

Alguien había cerrado la puerta.

¡No! ¡No!

Se giró en redondo y vio la pared detrás de ella. La puerta seguía abierta a la oscuridad del corredor de entrada, sólo a unos pasos a su derecha.

Miró por encima de su hombro. La persona, en el suelo, se reía de ella, en silencio, inmóvil. El mal olor invadió de nuevo su nariz y sintió náuseas.

«Me dejarán fuera hoy.»

«No lo deje, señora Hightower.»

«No escuche al pequeño bastardo.»

«Quiero salir de aquí. Por favor, Dios mío, quiero salir.» Se dio la vuelta y miró por el túnel y de nuevo por encima del hombro. «¿Quién eres? ¿Qué deseas?»

Plop. Plang.

«¿Vas a venir por mí aquí? ¿O en la oscuridad del túnel?» Apretó la linterna fuertemente. La verdad era que sabía quién era. Y sabía que no haría nada contra ella. Ni contra ella, ni contra nadie.

Oyó un grito; un gemido único, débil. Suyo. Su eco resonó en la sala y volvió de nuevo a ella.

– Lo siento -dijo-. Lo siento.

Se apartó de la seguridad de la pared y se decidió a cruzar la estancia. Una sombra pasó junto a ella, que se dio la vuelta. Nada. La sombra se movió de nuevo; levantó los ojos y vio la oscura silueta de un pez mordisqueando entre el ramaje, al otro lado de la cúpula de vidrio.

Dio un paso hacia adelante, y otro.

«Muévete. Por favor, muévete. Di algo, por favor.»

El mal olor se hacía cada vez más desagradable. Después su grito remitió hasta hacerse un gemido y vio una fuente rota en dos pedazos, junto a sus pies.

Avanzó un paso más hasta estar lo suficientemente cerca. Temblando de horror se quedó mirando el rostro de la muchacha, arrugado, como cuero seco. Fijó sus ojos, con la mirada perdida y sin esperanzas, en la puerta por la que había entrado casi demasiado tarde. De nuevo vio aquella boca torcida, contraída como en una risa espantosa.

– No -gimió Alex-. No.

Vio la cadena que rodeaba el cuello de la chica y cuyo otro extremo debía concluir sujeto a un garfio, en cualquier lugar perdido en la penumbra.

– ¡No!

«Últimamente vino por aquí con frecuencia. -La voz de David resonó en su cerebro-. Más o menos desde la Navidad. Verdaderamente parecía interesado por este lugar. Yo solía verlo sentado en la orilla de la isla, pescando, durante horas y horas. Me preguntaba en qué estaría pensando.»

Retrocedió lenta, desesperadamente. Despacio, abriéndose camino con dificultad, como si tuviera que luchar contra una fuerza gigantesca dispuesta a cerrarle el paso. Trató de desviar la mirada, de fijarla en las paredes, en el techo, pero atraída como por un imán, la bajó de nuevo hasta el rostro de la muchacha.

«Hola, mamá: éste es un lugar realmente tranquilo, me han ocurrido muchas cosas y he conocido a gente muy interesante. Te volveré a escribir pronto.»

«Lo siento, lo siento. -Las palabras estaban en su boca pero no salió el menor sonido-. Lo siento, lo siento; estoy tan desesperada…»

Oyó un ruido inmediatamente detrás de ella.

Se quedó helada. Sintió que el terror la invadía. Bajó la vista al suelo, incapaz de darse la vuelta, después volvió a fijarla en el rostro como cuero seco.

Se movió una sombra; la sombra de una persona que estaba de pie, detrás de ella.

Alex agitó la cabeza. Por favor, no.

El roce de un pie.

– Por favor, no.

El roce de un abrigo.

«¡No!»

Se dio la vuelta.

Nada.

Nada salvo la negra entrada del túnel.

Oyó un ruido detrás de ella, de la chica.

«¡Oh, no, Dios mío, no!»

Se dio la vuelta lentamente, asustada.

La muchacha se reía. Se reía de ella, de su miedo.

«No, por favor no lo hagas. No lo hagas.»

– ¿Admirando el trabajo de su hijo, señora Hightower?

La voz penetró en ella como una corriente eléctrica; perdió el equilibrio y casi cayó sobre la chica sentada en el suelo. Cerró los ojos, sintió náuseas y por un momento su mirada se desenfocó. Otto. Tuvo la palabra en los labios, pero no salió el menor sonido. Otto.

Otto estaba de pie, en el quicio de la puerta, con el abrigo sobre los hombros.

Alex comenzó a temblar violentamente. Había algo horrible en la expresión de Otto. Trató de gritar, pero de su garganta no salió el menor sonido. Se puso la mano delante de la boca, mirándole a los ojos, dos ojos diferentes y burlones. Y comprendió. Lo comprendió todo. Aquellos ojos: la misma expresión en los ojos. Fabián en su triciclo. El retrato en la pared. Bosley. Otto.

Retrocedió, tropezó en algo que crujió bajo su pie y dio un salto asustada. Se giró y vio que la chica parecía moverse. Trató de gritar. Nada. «¡Oh, Dios mío, ayúdame!» Se giró. «Muévete, muévete. Di algo.» Tembló violentamente; hacía mucho frío allí en esos momentos. Al respirar le dolieron los pulmones y el aire expulsado se concentró delante de ella como una nube de vapor.

– ¿Qué es lo que quieres? -pronunció las palabras con voz seca, rota, débil como si estuviera muy lejos de allí.

Otto sonrió.

«Di algo, por amor de Dios, di algo.»

Otto continuó sonriendo.

Se estaba quedando sin aire, cada vez le resultaba más difícil respirar; abrió y cerró la boca, como el pez que trata de respirar fuera del agua y miró a su alrededor inquieta.

El pánico se apoderó de ella.

– Quiero irme… ahora… ahora -dijo Alex, que empezó a andar hacia donde estaba Otto, luchando contra la enorme fuerza que la empujaba hacia atrás.

– Estará aquí en un minuto, señora Hightower; ¿es que no piensa esperarlo?

– Déjame pasar, Otto, por favor. -De pronto su voz era tranquila, firme, normal.

Sin dejar de sonreír, Otto se apartó de su camino. Alex tardó lo que a ella le pareció toda una eternidad en llegar hasta la puerta. Se quedó allí de pie, mirando asustada a Otto, esperando que él se moviera, esperando que la sujetara; pero el joven no hizo nada y se limitó a continuar sonriendo, su expresión inmutable.

69
{"b":"107979","o":1}