– Muy bien -respondió afirmando con la cabeza y después se preguntó por qué había dicho eso.
– Me alegro. -Dejó descansar el peso de su cuerpo de una pierna a otra y miró el trozo de Lego que llevaba en una mano; se preguntó si estaba a punto de arrojarlo al aire, como un malabarista-. Me alegro -repitió.
– ¿Sería posible que intercambiáramos unas palabras?
– Desde luego, pase.
Lo siguió por el estrecho pasillo de entrada. La sala de estar estaba cubierta de piezas de Lego, con una construcción que parecía una especie de grúa en el centro.
El sacerdote sonrió disculpándose.
– Es terrible este juego, casi demasiado complicado para mí. Se lo regalé a mi hijo en su cumpleaños. ¿Nunca jugó a construir algo?
Alex negó con la cabeza.
– Me parece que va muy bien.
– Me temo que es obra de mi hijo y no mía.
Pasaron a un pequeño estudio en la parte posterior de la casa y el sacerdote la invitó a sentarse en el único sillón. Ella lo hizo mientras observaba a su alrededor. La habitación estaba amueblada suavemente, casi con delicadeza, y en contraste con el despacho de trabajo de Philip, estaba inmaculadamente limpia y ordenada. Había una pequeña librería de fabricación casera, llena de libros religiosos que causaban la impresión de que se les quitaba el polvo a diario. Y algunos fósiles y fragmentos de cerámica en la repisa sobre una estufa eléctrica.
– ¿Es ése su hobby, la arqueología? -preguntó Alex.
– Sí. -Su rostro se animó-. Esas piezas proceden de excavaciones en las que participé.
– Muy interesante -aprobó ella, confiando en que su voz reflejara en cierta medida el entusiasmo del sacerdote.
– Y usted, ¿cómo sigue? Hace unos diez días que fui a visitarla, ¿no es así?
Ella afirmó con la cabeza.
– La verdad es que no me encuentro muy bien.
– Son días difíciles. Era hijo único, ¿verdad?
– Sí.
– Y según creo tiene también dificultades matrimoniales, ¿no es así?
– Sí.
– En ocasiones este tipo de desgracias puede unir más a las personas -dijo el cura amablemente.
Alex movió la cabeza y sonrió con tristeza.
– Nosotros mantenemos buenas relaciones amistosas, pero me temo que nunca volveremos a vivir juntos -explicó amablemente.
De repente recordó que Allsop le había dicho que su esposa falleció recientemente y se ruborizó. No deseaba que se sintiera incómodo.
– Y usted, ¿cómo se las arregla para sacar adelante a su hijo?
– Todo va bien -respondió y vio que una expresión triste cruzaba su rostro-. La gente piensa que las cosas son más fáciles para gente como yo; pero nosotros tenemos los mismos sentimientos.
– Además de la fe.
El sacerdote sonrió de nuevo.
– A veces sometida a duras pruebas. En especial cuando mi hijo rechaza mis sermones.
Alex sonrió.
– ¿Cómo va su libro?
– ¡Ah, lo recuerda! Muy despacio, me temo.
– Eso es lo que siempre dicen mis clientes.
– Es difícil auto disciplinarse. Pero la estoy desviando del objeto de su visita. -La interrogó con la mirada.
– La verdad es que no sé por dónde empezar. -Juntó las manos y entrelazó los dedos-. Están ocurriendo cosas muy extrañas y estoy asustada.
Su ojo repitió el tic nervioso.
– ¿Qué cosas?
– No sé exactamente cómo describirlas. Cosas raras, malignas, cosas para las que realmente no hay explicación lógica.
– ¿Quiere usted decir que la mente le está causando alucinaciones?
– No, no son alucinaciones.
– La aflicción hace que la mente nos juegue todo tipo de trucos.
Alex negó con la cabeza.
– No son trucos. No, no lo son realmente. Yo no soy una persona nerviosa; no tengo una imaginación desbordada. -Lo miró y apretó aún más sus dedos-. En mi casa están ocurriendo cosas muy extrañas y yo no soy la única que lo cree así. -Miró al sacerdote y deseó que fuera más viejo; parecía demasiado joven, inmaduro, pensó-. Se me ha aconsejado… -hizo una pausa, sintiéndose como una chiflada bajo su mirada preocupada- que haga celebrar un exorcismo.
Los ojos del cura se abrieron y Alex se dio cuenta de que la miraba fijamente durante mucho tiempo.
– ¿Un exorcista?
– Debe usted pensar que estoy loca.
– No, no pienso nada de eso en absoluto, pero creo que deberemos hablar de esas cosas que la asustan, ver si encontramos una razón que las explique -hizo una pausa-, y quizá demos con una solución alternativa.
– ¿Cree usted posible que tengamos esa conversación en mi casa?
El la miró vacilante.
– Naturalmente, si lo cree mejor para usted. Veré mi diario.
– ¿No podría usted venir ahora?
Miró su reloj con aire preocupado.
– Tengo que ir a la escuela a recoger a mi hijo a las cuatro. -La volvió a mirar con la mayor seriedad reflejada en su rostro-. Bueno, está bien.
Alex descubrió un sitio libre donde aparcar no lejos de su casa y aminoró la marcha.
– Un coche muy bonito -dijo el párroco.
– Es muy antiguo -respondió Alex, que de inmediato se arrepintió del tono de excusa de su voz-. Tiene más de veinte años.
– La Iglesia no suele usar Mercedes.
Alex detectó una nota de envidia.
– La verdad es que no son nada prácticos. Demasiado caros si se los usa con frecuencia.
– Todos nosotros necesitamos nuestras compensaciones -dijo.
Alex lo observó; ¿cuáles eran sus compensaciones?, se preguntó. ¿Dios? ¿Los fósiles?
Mimsa se había marchado, dejándole una de sus notas apenas descifrables. Conectó la cafetera eléctrica y después regresó al recibidor. El sacerdote paseaba de un lado a otro por el salón, mirando el techo con el ceño fruncido.
– ¿Solo o con leche?
– Con leche, sin azúcar, por favor.
Alex sirvió el café.
– Tengo que ir al lavabo. Hay uno junto a la escalera, en caso de que necesite…
– ¡Ah…! -Movió la cabeza cortésmente.
Mientras subía la escalera se dio cuenta de que en la casa había un extraño calor espeso y húmedo, como si la calefacción hubiese estado encendida todo el día, continuamente. En el piso de arriba el calor era aún mayor.
Tocó el radiador del descansillo y vio que estaba frío como el mármol. Incómoda, miró a su alrededor, entró en su dormitorio y desde allí al cuarto de baño. La temperatura allí era como la de un secadero.
Mientras se lavaba las manos contempló su rostro en el espejo. Estaba empañado por la respiración. Se apretó la frente con la mano.
Estaba fría, casi helada, pensó al tiempo que se preguntaba si iría a enfermar de gripe.
Se secó la cara con la toalla, cuidando de que no se le corriera el maquillaje, cerró los ojos y se dio unos golpecitos en los párpados.
De repente se produjo una fuerte corriente de aire helado, como si se hubiera abierto la puerta de un gran congelador y advirtió la presencia de alguien detrás de ella, observándola. Abrió los ojos lentamente y miró el espejo.
Fabián estaba de pie, inmóvil, exactamente detrás de ella.
Alex tuvo consciencia de un terrible espasmo dentro del pecho, como si hubiera metido el dedo dentro de un enchufe eléctrico, y después sintió como si su cuerpo estuviera atravesado por cientos de agujas y alfileres que le causaban tanto daño que estuvo a punto de gritar de dolor.
Cuando se dio la vuelta para ver de frente a su hijo se dio cuenta de que no había aire en la habitación. No podía respirar.
Él estaba allí, con una camisa blanca y su grueso jersey favorito. Una imagen sólida, tan sólida que parecía como si pudiera tocarla.
Pero no había aire.
Su hijo le sonreía, una sonrisa irónica, desconocida en él, y una expresión de desdén en los ojos, como si se estuviera burlando de ella; algo que nunca viera en su hijo con anterioridad y que le hacía pensar en que algo terrible le estaba ocurriendo.
Comenzó a sentir pánico. El dolor del hormigueo y el calambre resultaba insoportable; temblaba, le dolían los pulmones y se sentía violentamente enferma.