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– Es sólo una porción extra de material genético -repuso Bobby.

– Exacto. Si Candy actúa como un vampiro, mordiendo a la gente en la garganta, eso es sólo la manifestación de una enfermedad psicológica -dijo Julie.

Bobby recordó claramente al gigante rubio que arremetió contra él y Frank en la playa negra de Punaluu. Aquel individuo era tan formidable como una locomotora. Si Bobby tuviera como única alternativa enfrentarse con Candy Pollard o Drácula, tal vez optara por el sempiterno conde. Nada tan sencillo como un diente de ajo, un crucifijo o una estaca bien colocada arredraría al hermano de Frank.

– Otra similitud -siguió Lee-. En aquellos casos en que las víctimas no habían dejado abiertas puertas o ventanas, no hubo nada que demostrara cómo había podido entrar el asesino. Y en muchos casos la Policía encontró puertas y ventanas cerradas por dentro a conciencia, como si el asesino hubiese escapado por la chimenea después de la carnicería.

– Setenta y ocho -murmuró Julie. Y se estremeció.

Lee dejó caer el papel sobre la mesa.

– La Policía cree que hay más, tal vez muchos más, porque algunas veces ese individuo ha intentado borrar su rastro, las mordeduras, mediante la mutilación o incluso la incineración de los cuerpos. Aunque los polis no se dejaran engañar en esos casos, cabe concebir que los engañaran en otros. Así que el total podría superar los setenta y ocho, y eso sólo durante los últimos nueve años.

– Buen trabajo, Lee -aprobó Julie. Y Bobby le secundó.

– Aún no he terminado -repuso Lee-. Primero pediré una pizza y luego seguiré indagando.

– Hoy has estado aquí más de diez horas -dijo Bobby-. Has sobrepasado la llamada del deber. Tómate algún descanso, Lee.

– Si crees, como yo, que el tiempo es subjetivo, entonces tendrás una reserva infinita. Más tarde, en casa, me estiraré unas cuantas horas hasta hacer de ellas dos o tres semanas, y mañana volveré renovado.

Hal Yamataka sacudió la cabeza y suspiró.

– Me duele reconocerlo, Lee, pero eres endiabladamente bueno para esos misteriosos disparates orientales.

Lee sonrió, enigmático.

– Gracias.

Después de que Bobby y Julie marcharan a casa y prepararan allí una maleta para el viaje a Santa Bárbara y después de que Lee regresara a la sala de ordenadores, Hal se instaló en el sofá del despacho de los jefes, se quitó los zapatos y puso los pies sobre el velador. Tenía todavía consigo el ejemplar en rústica de The Last One Left que había leído dos veces y que había empezado a releer la noche anterior en el hospital. Si Bobby hubiera acertado al decir que quizá no volviesen a ver a Frank, él tendría una velada tranquila y probablemente, podría leer la mitad del libro.

Tal vez su felicidad en Dakota amp; Dakota no estuviese relacionada con la perspectiva de las emociones con la remota posibilidad de ser un héroe, evitando un trabajo. Tal vez lo que más afectase a su decisión sobre la profesión a seguir, fuera el reconocer que no podía segar hierba o podar un seto y leer un libro al mismo tiempo.

Derek se sentó en su butaca. Apuntó el mando a distancia hacia el televisor y lo encendió.

– No quieres ver las noticias, ¿verdad? -preguntó.

– No -contestó Thomas. Estaba echado en su cama e incorporado sobre las almohadas mirando cómo se oscurecía la noche más allá de la ventana.

– Bien. Yo tampoco. -Derek pulsó botones en el mando. Una nueva imagen apareció en la pantalla-. ¿No quieres ver un juego?

– No. -Lo que quería hacer Thomas era vigilar a. la «cosa malévola».

– Está bien. -Derek tocó otro botón y los rayos invisibles hicieron que la pantalla mostrara una nueva imagen-. ¿No quieres ver cómo los tres comparsas se hacen los graciosos?

– No.

– ¿Qué quieres ver?

– No importa. Lo que tú quieras.

– ¿De verdad?

– Lo que tú quieras -repitió Thomas.

– ¡Caramba, eso es estupendo! -Derek hizo pasar muchas imágenes por la pantalla hasta encontrar una película sobre el espacio en donde los astronautas con trajes espaciales fisgaban en un lugar fantasmal. Derek dio un suspiro de satisfacción y dijo-: Esta es buena. Me gustan sus sombreros.

– Cascos -le corrigió Thomas-. Cascos espaciales.

– Me gustaría tener un sombrero como ése.

Cuando alcanzó otra vez la gran oscuridad, Thomas decidió no proyectar un cordón mental hacia la «cosa malévola». En su lugar, compuso un dispositivo de mando a distancia, disparando algunos rayos invisibles. ¡Chico, eso funcionaba mejor! ¡Zas! En un instante estuvo con la «cosa malévola», y también la sintió con más fuerza, tanto que se asustó y cerró el dispositivo y regresó todo entero a su habitación.

– Tienen teléfonos, en los sombreros -explicó Derek-. Mira, están hablando a través de sus sombreros.

En el televisor, los astronautas visitaban ahora un lugar todavía más fantasmal, fisgándolo todo, que era lo que más hacían los astronautas, aunque a veces les pasaran cosas feas y desagradables en aquellos lugares fantasmales. Los astronautas no aprendían nunca la lección.

Thomas apartó la vista de la pantalla.

La volvió hacia la ventana.

La oscuridad.

Bobby estaba asustado por Julie. Bobby sabía cosas que Thomas ignoraba. Si Bobby se asustaba por Julie, Thomas tenía que ser valiente y hacer lo justo.

La idea del mando de rayos funcionó tan bien que le asustó, pero supuso que sería verdaderamente bueno porque así podría espiar mejor a la «cosa malévola». Podía llegar más aprisa a la «cosa malévola» y también escapar de ella más aprisa, de modo que le sería posible espiarla con más frecuencia sin necesidad de asustarse porque ella agarrara el cordón mental y se guiara por él para llegar al Hogar. Agarrar el rayo invisible resultaba más difícil para una cosa tan rápida, lista e infame como la «cosa malévola».

Así que empezó a pulsar botones en el dispositivo del mando a distancia, y una parte de él marchó a través de la oscuridad y, ¡zas!, hasta la «cosa malévola». Pudo notar cómo se enfurecía la «cosa malévola», más que nunca, además con pensamientos de sangre que casi le hicieron enfermar. Thomas quiso volver sin tardanza al Hogar. La «cosa malévola» le había sentido, podía notarlo. No le gustó que la «cosa malévola» le sintiera, supiera que él estaba allí pero se quedó durante dos o tres tictac de reloj, intentando descubrir algún pensamiento sobre Julie entre todos aquellos pensamientos acerca de la sangre. Si la «cosa malévola» tuviera pensamientos sobre Julie, Thomas televisaría sin tardanza un aviso a Bobby. Se alegró de no encontrar a Julie en la mente de la «cosa malévola» y regresó al Hogar.

– ¿Dónde crees que puedo encontrar un sombrero como ése? -preguntó Derek.

– Casco.

– Incluso tiene una luz. ¿La ves?

Thomas se incorporó un poco en sus almohadas y preguntó:

– ¿Sabes qué clase de historia es ésa?

Derek negó con la cabeza.

– ¿Qué clase de historia?

– La de que en cualquier segundo salta algo feo y desagradable y absorbe la cara de un astronauta, o se le mete por la boca hasta el vientre y hace un nido allí.

– ¡Córcholis! No me gusta ese tipo de historias -se asqueó.

– Lo sé -dijo Thomas-. Por eso te lo he advertido.

Mientras Derek hacía que muchas imágenes diferentes aparecieran en la pantalla, sucediéndose aprisa unas a otras, para alejarse del astronauta cuyo rostro iba a ser absorbido, Thomas intentó pensar cuánto tiempo debería esperar antes de espiar otra vez a la «cosa malévola». Bobby estaba preocupado de verdad, se notaba aunque él intentara ocultarlo, y Bobby no era una persona «tonta», así que sería una buena idea vigilar con mucha regularidad a la «cosa malévola» por si se le ocurría de repente pensar en Julie, y se iba a por ella.

– ¿Quieres ver esto? -preguntó Derek.

En la pantalla se vio la imagen de un tipo con una máscara, que empuñaba un cuchillo y atravesaba sigilosamente una habitación donde una joven dormía en su cama.

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