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– ¿Te encuentras bien? -preguntó Frank.

Bobby asintió.

Aquí había algo más que miedo. En un estrato más profundo que el intelecto o incluso el instinto, quizá tan profundo como el alma misma, Bobby se había ofendido por ese caos. Hasta ahora, él no había percibido lo mucho que necesitaba la estabilidad y el orden. Siempre se había visto a sí mismo como un espíritu libre que medraba con el cambio y lo imprevisto. Pero ahora veía que aquello tenía unos límites y que tras la actitud desenfadada que afectaba a veces, latía el corazón de un tradicionalista amante de la estabilidad. De pronto comprendió que su pasión por la música swing tenía unas raíces de las que no se había apercibido nunca: los elegantes y complejos ritmos y las melodías de las grandes orquestas de jazz atraían al buscador secreto del orden que anidaba en su corazón. No era extraño que le gustasen los dibujos animados de Disney en donde el pato Donald solía correr alocado y Mickey solía enzarzarse con Pluto pero, en última instancia, triunfaba el orden. No estaba hecho para él ese universo caótico de los Looney Tunes de Warner Brothers en donde la razón y la lógica tenían raras veces más de una victoria pasajera.

– Lo siento, Frank -dijo, al fin-. Concédeme un segundo. Seguramente éste no es el lugar indicado para eso, pero estoy teniendo una epifanía.

– Escúchame, Bobby, por favor, estoy diciéndote la verdad. Evidentemente, puedo recordar todo cuando viajo. El mismo hecho de viajar derriba el muro que bloquea mi memoria, pero apenas me detengo el muro se alza de nuevo. Eso es parte de la degeneración que estoy padeciendo, creo yo. O tal vez sea sólo la necesidad apremiante de olvidar lo que me ha sucedido en el pasado, lo que me está sucediendo ahora y lo que, tan cierto como que hay infierno, me sucederá en los días por venir.

Aunque no soplaba el menor viento, las rompientes se fueron haciendo más grandes y profundizaron en la playa. El agua rodeó las pantorrillas de Bobby y, al retroceder éste, los pies se le hundieron en la arena volcánica.

Esforzándose por explicarse, Frank dijo:

– Fíjate, viajar no resulta tan fácil para mí como lo es para Candy. Él puede controlar su marcha hacia el punto de destino y el momento adecuado. Él puede viajar con sólo decidir hacerlo, le basta el deseo de ir a algún sitio, como sugeriste que podría hacer yo. Pero no puedo. Mi talento para el «teletransporte» no tiene nada de talento, es más bien una maldición. -Su voz empezó a temblar-. Hace sólo siete años que me enteré de esa facultad mía, el día en que murió esa perra. Todos cuantos procedemos de su seno estamos malditos, no podemos escapar a ello. Pensé poder escapar de alguna manera matándola, pero eso no me liberó.

Tras los acontecimientos de aquella última hora, Bobby había creído que nada podría sorprenderle, pero la confesión de Frank le dejó atónito. Aquel hombre patético y rechoncho, de mirada triste y facciones cómicas parecía un matricida muy improbable.

– ¿Mataste a tu propia madre?

– No te preocupes por ella. No tenemos tiempo para ella. -Dicho esto, Frank miró hacia la maleza de donde había venido y luego a ambos lados de la playa, pero los dos siguieron solos bajo el aguacero-. Si la hubieses conocido, habrías sufrido bajo su mano -dijo, con voz temblorosa de cólera-. Si hubieses conocido las atrocidades de que ella era capaz, también habrías cogido un hacha y la habrías destruido.

– ¿Cogiste un hacha y le diste cuarenta golpes a tu madre?

Una vez más, Bobby emitió aquel sonido disparatado, aquella risa tan húmeda como la lluvia pero no tan cálida, y una vez más se asustó de sí mismo.

– Descubrí que podía «teletransportarme» cuando Candy me acorraló en una esquina y se dispuso a matarme por haberla matado. Sólo así puedo viajar… cuando se trata de la supervivencia.

– Nadie te estaba amenazando anoche, en el hospital.

– Bueno, fíjate, cuando empiezo a viajar mientras duermo, tal vez crea que intento escapar de Candy en una pesadilla, y eso activa el «teletransporte». Viajar siempre me despierta pero entonces no puedo detenerme, voy saltando de un lugar a otro, unas veces deteniéndome unos segundos, otras una hora o más, y eso queda al margen de mi control, voy saltando de acá para allá como si estuviera dentro de un maldito billar automático cósmico, lo cual me agota. Me está matando. Tú mismo puedes ver cómo me está matando.

La persistencia de Frank y el estruendo entumecedor e incesante de la lluvia aplacaron la furia de Bobby. Frank todavía le atemorizaba por representar un potencial para el caos, pero el enfado se le pasó.

– Hace años -continuó Frank-, los sueños empezaron a hacerme viajar quizás una vez al mes, pero la frecuencia aumentó de forma gradual, y en estas últimas semanas sucede casi cada vez que me echo a dormir. Y ahora, cuando reaparezcamos en tu oficina o dondequiera que el episodio culmine, tú recordarás hasta el último detalle de lo que nos ha ocurrido pero yo no. Y no sólo porque quiera olvidar sino también porque lo que sospechabas es cierto: no siempre me reconstituyo sin cometer errores.

– Tu confusión mental, la pérdida de facultades intelectuales y tu amnesia… son síntomas de esos errores.

– Exacto. Cada vez que viajo, estoy seguro, hay una reconstrucción defectuosa, nada dramático en ninguno de los viajes, pero los efectos van en aumento… acelerado. Tarde o temprano la situación será crítica y, una de dos, o moriré o experimentaré algún esotérico derretimiento biológico. El recurrir a ti fue inútil, por muy experto que seas en tu profesión, porque nadie puede ayudarme. ¡Nadie!

Bobby, que había llegado ya a aquella conclusión, sintió, no obstante, curiosidad.

– ¿Qué hay acerca de tu familia, Frank? Tu hermano tiene poder para desintegrar los coches, para hacer añicos las farolas y puede «teletransportarse». ¿Y qué es ese asunto de los gatos?

– Mis hermanas, las mellizas, tienen ese don con los animales.

– ¿Y cómo es que todos vosotros poseéis esas… facultades? ¿Quiénes fueron tu madre y tu padre?

– Ahora no tenemos tiempo para eso, Bobby. Más tarde. Intentaré explicártelo más tarde. -Frank le tendió la mano herida que había cesado de sangrar-. Puedo salir disparado de aquí en cualquier momento y, si es así, tú quedarás desamparado.

– No, gracias -dijo Bobby, rechazando la mano de su cliente-. Llámame carcamal cagón si quieres, pero prefiero un avión. -Se tanteó el bolsillo trasero del pantalón-. Llevo encima mi cartera, tarjetas de crédito. Mañana mismo puedo regresar a Orange County sin necesidad de exponerme a llegar allí con mi oreja izquierda ocupando el lugar de mi nariz.

– Pero, probablemente, Candy nos seguirá, Bobby. Si estás aquí cuando aparezca, te matará.

Bobby se volvió hacia la derecha y empezó a caminar hacia el distante restaurante.

– No temo a nadie llamado Candy.

– Pues deberías temerlo -dijo Frank, cogiendo su brazo para detenerlo.

Soltándose con violencia, como si el contacto con su cliente equivaliera a contraer la peste bubónica, Bobby preguntó:

– Y, en definitiva, ¿cómo podría seguirnos él?

Cuando Frank escrutó otra vez la playa, inquieto, Bobby pensó que tal vez a causa de la estruendosa lluvia y de los estampidos concomitantes de las rompientes, podían no haber oído los sonidos aflautados indicadores de la llegada inminente de Candy.

– Algunas veces -dijo Frank-, cuando él toca algo que tú has tocado poco antes, ve tu imagen en su pensamiento y algunas veces puede ver adonde has ido después de haber soltado el objeto, y entonces puede seguirte.

– Pero yo no he tocado nada de la casa.

– Has estado de pie sobre el césped del patio trasero.

– ¿Y qué?

– Si encuentra el lugar donde la hierba está pisoteada, si encuentra el lugar donde nos detuvimos, pondrá los dedos sobre la hierba y nos verá, verá este lugar y vendrá a por nosotros.

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