– ¿Quiere decir usted que estas marcas rojas son el número del bicho? -preguntó Clint.
– Sí.
– ¿Como…, bueno, como una matrícula de coche?
– Más o menos -dijo Manfred-. No hemos cogido todavía un fragmento del material rojo para analizarlo, pero sospechamos que resultará ser una materia cerámica pintada en el caparazón mediante un procedimiento u otro, por ejemplo rociándolo.
– En algún lugar hay numerosas cosas de éstas excavando laboriosamente para buscar diamantes, diamantes rojos, y cada una lleva un número codificado de serie que identifica a quienquiera que las creara y las pusiera a trabajar -explicó Gavenall.
Durante un momento, Bobby forcejeó con aquel concepto intentando encontrar algún modo de verlo como una parte del mundo en que vivía, pero no lo halló.
– Vale, doctor Gavenall, usted mismo es capaz de concebir criaturas construidas así…
– Yo no puedo haber concebido esto -replicó, inconmovible, Gavenall-. Jamás se me habría ocurrido. Sólo puedo reconocerlo como lo que es, como lo que debe ser.
– Está bien. No obstante, usted lo reconoce como lo que debe de ser, es decir, algo que ni Clint ni yo podríamos haber hecho. Así que ahora dígame: ¿quién podría hacer algo como esta maldita cosa?
Manfred y Gavenall cambiaron una mirada significativa y guardaron silencio durante un rato como si conocieran la respuesta a esa pregunta pero no quisieran divulgarla. Por fin, bajando la voz de presentador de concursos hasta darle un tono más melifluo, Gavenall dijo:
– El conocimiento sobre ingeniería genética requerido para producir esta cosa es todavía inexistente. Distamos aún mucho de poder…, poder…, distamos mucho.
– ¿Cuánto tiempo habrá de pasar para que el avance de la ciencia haga posible esta cosa? -dijo Bobby.
– No hay forma de dar una respuesta concreta -contestó Manfred.
– Conjetúrenlo.
– ¿Décadas? -sugirió Gavenall-. ¿Un siglo? ¡Quién sabe!
– Aguarde un minuto -saltó Clint-. ¿Qué está usted diciéndonos? ¿Que esta cosa proviene del futuro? ¿Que mediante alguna…, alguna deformación del tiempo ha llegado del próximo siglo?
– Eso, o bien… que no proviene en absoluto de este mundo -dijo Gavenall.
Aturdido, Bobby miró el bicho con no menos repugnancia, pero mostrando bastante más asombro y respeto que antes.
– ¿Creen ustedes de verdad que esto podría ser una máquina biológica creada por la gente de otro mundo? ¿Un artefacto alienígena?
Manfred movió los labios pero no emitió ningún sonido, como si pensar sobre lo que iba a decir le hubiese dejado sin habla.
– Sí -asintió Gavenall-, un artefacto alienígena. Eso me parece más probable que la posibilidad de que nos llegara dando tumbos atravesando algún agujero en el tiempo.
Mientras Gavenall hablaba, Dyson Manfred continuó moviendo la boca en un intento vano de romper el silencio que le atenazaba; sus agitadas mandíbulas le dieron el aspecto de una mantis religiosa masticando un horripilante almuerzo. Cuando las palabras le brotaron al fin, llegaron en avalancha:
– Quede bien entendido que no les devolveremos éste espécimen. Como científicos seríamos verdaderos insensatos si permitiésemos que esta cosa increíble permaneciera en manos de profanos; debemos protegerla y preservarla, y así será aunque hayamos de hacerlo por la fuerza.
La actitud desafiante enrojeció el rostro pálido y angular del entomólogo dándole un aspecto saludable por primera vez desde que Bobby lo había conocido.
– Incluso por la fuerza -repitió.
Bobby tuvo la certeza de que él y Clint podrían zurrar a aquel palillo humano y a su rotundo colega. Pero no había ninguna razón para hacerlo. No le importaba que ellos guardaran la cosa en la bandeja de laboratorio…, siempre y cuando se atuvieran a unas simples reglas básicas sobre la forma y fecha de hacer público aquel asunto.
Todo cuanto quería hacer de momento era abandonar aquel insectario y salir al sol y al aire fresco. El siseo proveniente de los cajones de especimenes, aun siendo imaginario, se hizo cada vez más sonoro y frenético. Su entomofobia terminaría arrebatándole la poca razón que le quedaba y le haría lanzar alaridos por toda la habitación. Se preguntó si su ansiedad sería visible o si tenía el suficiente dominio de sí mismo para disimularla. Una gota de sudor resbalándole por la sien izquierda le dio la respuesta.
– Seamos absolutamente francos -dijo Gavenall-. Nuestra obligación con la ciencia no es lo único que nos exige la conservación de este espécimen. La revelación del hallazgo nos procurará prosperidad, tanto académica como económica. Ninguno de nosotros dos es una mediocridad en su campo, pero esto nos proyectará a las alturas, a la cima, y por tanto estamos dispuestos a hacer cuanto sea necesario para proteger aquí nuestros intereses. -Sus ojos azules se contrajeron y su boca abierta de irlandés se cerró como una trampa-. No estoy diciendo que mataré para conservar ese espécimen…, pero tampoco digo que no sea capaz de hacerlo.
Bobby suspiró:
– Yo he hecho numerosas investigaciones para la universidad sobre los antecedentes de aspirantes a la facultad, y por eso sé que el mundo académico puede ser tan competitivo, maligno y sucio como el político o el comercial. E incluso más. No pienso luchar por esto, pero necesitamos llegar a un acuerdo sobre el momento de hacerlo público por parte de ustedes. No quiero verles hacer nada que atraiga la atención de la prensa hacia mi cliente mientras no hayamos resuelto su caso y estemos seguros de que él se encuentra…, fuera de peligro.
– ¿Y cuándo será eso? -preguntó Manfred.
Bobby se encogió de hombros.
– Dentro de un día o dos. Tal vez una semana. Dudo que se prolongue mucho más.
El entomólogo y el genetista se miraron radiantes. Evidentemente, la noticia les encantaba.
– Eso no será problema -dijo Manfred-. Nosotros necesitaremos mucho más tiempo para acabar de estudiar el espécimen, preparar nuestro primer informe para su publicación y concebir una estrategia a fin de tratar con la comunidad científica y los medios de comunicación.
Bobby imaginó haber oído cómo uno de los cajones planos del archivador a sus espaldas se abría impulsado por el torrente vil de bullentes cucarachas de Madagascar.
– Pero me llevaré esos tres diamantes -dijo-. Son muy valiosos y pertenecen a mi cliente.
Manfred y Gavenall vacilaron, intentaron formular una protesta pero se avinieron sin tardanza. Clint cogió las piedras y las envolvió de nuevo en el pañuelo. La rápida capitulación de los científicos convenció a Bobby de que éstos habían encontrado en el bicho más de tres diamantes, tal vez cinco, lo cual les dejaría con dos piedras para sustentar su tesis respecto a los orígenes y la finalidad del bichejo.
– Necesitaremos conocer a su cliente, entrevistarle -dijo Gavenall.
– Eso depende de él -respondió Bobby.
– Es esencial. Debemos entrevistarle.
– La decisión será suya -dijo Bobby-. Ustedes han conseguido casi todo lo que buscaban. Si él accede, lo habrán conseguido todo. Pero ahora no le presionen.
El hombre robusto asintió.
– Me parece justo. Sin embargo, dígame: ¿dónde encontró él esta cosa?
– No lo recuerda. Sufre amnesia. -Ahora el cajón a sus espaldas se abrió. Pudo oír los caparazones de las inmensas cucarachas entrechocando unos con otros mientras los animales surgían de su encierro y descendían por el archivador para bullir alrededor de sus pies-. Debemos irnos -dijo-. No podemos perder ni un minuto más. -Y abandonó presuroso el despacho esforzándose por que no pareciera que luchaba por su vida.
Clint le siguió, y también lo hicieron los dos científicos. En la puerta principal Manfred dijo:
– Quizá les dé la impresión de que deseo escribir crónicas para algún periódico sensacionalista, pero si lo que llegó a poder de su cliente es un artefacto alienígena, ¿creen ustedes que lo consiguió dentro de…, bueno, de una nave espacial?