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– ¿Cuánto vale? -preguntó Clint.

– Imposible decirlo hasta que lo talle. Por lo pronto, millones.

– ¿Millones? -exclamó, dubitativo, Bobby-. Es grande pero no tanto.

Al fin Van Corvaire consiguió apartar su mirada de la piedra y contempló a Bobby.

– Usted no lo entiende. Hasta ahora, ha habido sólo siete diamantes rojos conocidos en el mundo. Éste es el octavo. Y cuando lo talle será uno de los dos mayores. No hay nada que se acerque tanto a lo inestimable como esto.

Fuera de la pequeña tienda de Archer van Corvaire, donde la densa circulación rugía por la autopista Costa del Pacífico con relampagueos frenéticos de la luz solar reflejándose en el cromo y el cristal, resultó difícil creer que la quietud de Newport Harbor, con su carga de hermosos yates, estaba poco más allá de los edificios al otro lado de la concurrida vía. En un momento de inspiración súbita, Bobby vislumbró que su vida entera (y quizá la de cada cual) era como aquella calle en aquel instante preciso del tiempo: todo barullo y estruendo, fulgor y movimiento, un esfuerzo desesperado por salirse del rebaño, por alcanzar algo y trascender el remolino frenético del comercio, alcanzando así un respiro para la reflexión y una inyección de serenidad…, cuando la serenidad estaba sólo a pocos pasos de allí, al otro lado de la calle pero fuera de la vista.

Aquel atisbo contribuyó a reforzar la impresión, hasta entonces sutil, de que el caso Pollard era una trampa; o para exponerlo con más exactitud, una jaula de ardillas que giraba cada vez más aprisa, aunque él luchara frenéticamente por asentarse sobre su suelo giratorio. Durante unos segundos, Bobby permaneció inmóvil ante la puerta abierta del coche sintiéndose atrapado, enjaulado. En aquel instante no supo explicarse por qué, y a despecho de los evidentes peligros, había mostrado tanta ansiedad por asumir los problemas de Frank y arriesgar todo cuanto él quería. Ahora supo que las razones enumeradas a Julie…, simpatía por Frank, curiosidad y la emoción inherente a un tipo de trabajo diferente y disparatado…, eran meras justificaciones, no razones, y que su verdadera motivación significaba algo todavía incomprensible para él.

Desanimado y desconcertado, subió al coche mientras Clint ponía en marcha el motor.

– Escucha, Bobby, ¿cuántos diamantes dirías que hay en el tarro? ¿Un centenar?

– Más. Dos centenares.

– Que valdrán cientos de millones, ¿no?

– Tal vez mil millones, o más.

Durante un rato se miraron sin hablar. Y no porque las palabras no fueran propias de la situación, sino más bien porque había demasiado que decir y no resultaba fácil determinar cuál debía ser el comienzo.

Por fin, Bobby dijo:

– Pero las piedras no se pueden convertir en metálico, por lo menos no muy de prisa. Es preciso introducirlas en el mercado con cuentagotas durante muchos años, no sólo para impedir una mengua súbita de su rareza y valor, sino también para evitar el sensacionalismo, atraer una atención no solicitada y haber de responder a algunas preguntas sin respuesta posible.

– Después de haber explotado las minas de diamantes durante centenares de años en el mundo entero sin encontrar más que siete diamantes rojos…, ¿dónde diablos encontró Frank un tarro lleno?

Bobby sacudió la cabeza y no respondió.

Clint echó mano al bolsillo de los pantalones y sacó un diamante más pequeño que el que Bobby había llevado a tasar a Archer van Corvaire.

– Me llevé éste a casa para enseñárselo a Felina. Cuando llegué a la oficina quise devolverlo al tarro, pero tú me diste prisa y dejé escapar la oportunidad. Ahora que conozco su valor no quiero tenerlo en mi poder ni un minuto más.

Bobby cogió la piedra y la guardó en el bolsillo junto con el diamante mayor.

– Gracias, Clint.

El despacho del doctor Dyson Manfred en su casa de Turtle Rock era el lugar más incómodo que Bobby había visto jamás. Se había sentido más feliz la semana pasada, aplastado contra el suelo de la furgoneta para evitar ser hecho añicos por el fuego de armas automáticas, que entre los bichejos repulsivos y exóticos del doctor Manfred, con sus múltiples patas y caparazones, antenas y mandíbulas.

Bobby vio repetidas veces de reojo algo moviéndose en una de las muchas cajas cubiertas de cristal y adosadas a la pared, pero cada vez que se volvía para comprobar cuál de las aborrecibles criaturas intentaba escapar del marco, su temor resultaba infundado. Todos los horripilantes especimenes estaban atravesados por un alfiler e inmóviles, alineados uno junto a otro sin que faltara ninguno. Hubiera jurado también que oía cosas agitándose y deslizándose dentro de los cajones planos que, según tenía entendido, contenían más insectos, pero supuso que aquellos sonidos eran tan imaginarios como el movimiento fantasmal observado por el rabillo del ojo.

Aun sabiendo que Clint era un estoico de nacimiento, Bobby quedó impresionado por la impavidez aparente con que soportaba aquella decoración crispante. Era un empleado que debía conservar a toda costa. Y decidió sobre la marcha conceder a Clint un significativo aumento de sueldo antes de que terminara el día.

Bobby encontró al doctor Manfred casi tan inquietante como su colección. El larguirucho entomólogo parecía ser el retoño de un jugador profesional de baloncesto y uno de aquellos raros insectos africanos que se ven en las películas sobre la Naturaleza y que se espera no encontrar jamás en la vida real.

Manfred se mantuvo de pie detrás de su mesa, apartando la butaca a un lado, y ellos se le encararon sin perder de vista la bandeja de laboratorio, esmaltada de blanco, que ocupaba el centro de la mesa y sobre la cual había una pequeña toalla blanca extendida.

– No he pegado ojo desde que el señor Karaghiosis me trajo esto anoche -dijo Manfred-, y tampoco dormiré mucho esta noche cavilando sobre todas las preguntas pendientes en mi cabeza. Esta disección ha sido la más fascinante de mi carrera y dudo mucho que vuelva a experimentar algo parecido en mi vida.

Bobby sintió que se le revolvía el estómago al percibir el apasionamiento con que se expresaba Manfred y al oírle decir que no había nada tan satisfactorio como el desmembramiento de un insecto, ya fuera una comida exquisita o hacer el amor a una hermosa mujer, un bello ocaso o catar un buen vino.

Echó una ojeada al cuarto ocupante de la habitación aunque sólo fuera para distraer momentáneamente la atención de su entomófilo anfitrión. Era un tipo de casi cincuenta años, tan rechoncho como Manfred era angular, tan sonrosado como Manfred pálido, con pelo leonado, ojos azules y pecas. Ocupaba una butaca en el rincón, tensando las costuras de su traje gris, con las manos formando puños sobre los macizos muslos; parecía un buen irlandés de Boston que intentara abrirse camino como luchador de sumo. El entomólogo no había hecho las presentaciones ni se había referido siquiera al musculoso observador. Bobby se figuró que lo haría cuando estuviese dispuesto. Decidió no suscitar la cuestión…, aunque sólo fuera porque el robusto y silencioso individuo les miraba con una mezcla de asombro y recelo, miedo e intensa curiosidad, lo cual le indujo a creer que no quedarían muy complacidos cuando el hombre empezase a hablar, suponiendo que lo hiciera.

Con manos sarmentosas (que Bobby habría rociado de Raid si lo hubiese tenido a mano), Dyson Manfred retiró la toalla de la bandeja blanca esmaltada, revelando los despojos del insecto de Frank. La cabeza, dos patas, una de las pinzas sumamente articuladas y otras partes no identificables, habían sido seccionadas y puestas aparte. Cada horripilante pieza descansaba sobre una almohadilla que parecía ser de algodón, casi como si un joyero presentara una hermosa gema sobre terciopelo a un comprador potencial. Bobby miró pasmado la cabeza tan grande como una ciruela con su diminuto ojo entre rojizo y azul, luego los dos ojos mayores, amarillentos, demasiado similares por el color a los de Dyson Manfred. Se estremeció. La mayor parte del bicho estaba en el centro de la bandeja, sobre el dorso. La cara inferior, al aire, había sido rajada y los tejidos exteriores estaban plegados dejando a la vista el interior.

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