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– ¿Desde cuándo está aquí? -preguntó Bobby, mientras avanzaba hacia Frank.

Julie le agarró del brazo y lo retuvo.

– ¡No lo hagas!

– Llegó poco antes de las siete -respondió Fogarty.

Así que Frank había viajado durante casi otra hora y media después de dejar a Bobby en la oficina.

– Lleva aquí más de tres horas y no sé qué diablos puedo hacer con él -dijo Fogarty-. Vuelve en sí a ratos, mira cuando se le habla, e incluso responde más o menos a lo que se le dice. A veces, se muestra realmente locuaz, habla y habla, no contesta a las preguntas pero, sin duda, quiere hablar a alguien, y no podrías hacerle callar aunque le taparas la boca. Por ejemplo, me ha contado muchas cosas de usted, más de las que yo quisiera saber. -Frunció el ceño diciendo esto y sacudió la cabeza-. Es posible que ustedes dos estén lo bastante locos para dejarse arrastrar por esta pesadilla, pero yo no, y me duele verme envuelto en esto.

A primera vista, el doctor Lawrence Fogarty daba la impresión de ser un abuelo afable que en su día había sido el tipo de médico devoto y desinteresado a quien reverenciaba su vecindario, conocido y adorado por todos. Llevaba todavía las zapatillas, el pantalón gris, la camisa blanca y el cardigan azul con que Bobby lo había visto por primera vez, y aquella imagen se completaba con unas gafas de lectura por encima de las cuales les escudriñaba. Con su abundante pelo blanco, sus ojos azules y sus facciones redondeadas, podría haber pasado por un perfecto Santa Claus si hubiese pesado veinte o veinticinco kilos más.

Pero, al mirarlo con más detenimiento, sus ojos azules eran acerados, no afectuosos. Sus facciones redondeadas eran demasiado blandas y no revelaban tanto gentileza como debilidad de carácter, pareciendo haber sido adquiridas a lo largo de toda una vida de epicureismo. Su ancha boca procuraba una atrayente sonrisa al benigno «doc» Fogarty, pero sus generosas dimensiones servían, igualmente, para dar aspecto de depredador al verdadero «doc» Fogarty.

– Así, que Frank le habló de nosotros -dijo Bobby-. Pero nosotros no sabemos nada de usted, y creo que necesitamos saberlo.

Fogarty frunció el ceño.

– Será mejor que no sepan ustedes nada de mí. Será mejor para mí. Sólo llévenselo de aquí, llévenselo a donde les plazca.

– Si quiere que le libremos de Frank -dijo, con frialdad, Julie-, tendrá que contarnos quién es usted, cómo encaja en todo esto y qué sabe de este asunto.

Cruzando su mirada con Julie y luego con Bobby, el anciano dijo:

– Él no había estado aquí desde hacía cinco años. Hoy, cuando vino con usted, Dakota, quedé estupefacto, pues pensaba haber terminado con él para siempre. Y, cuando ha vuelto esta noche…

Frank seguía con la mirada perdida pero ladeó la cabeza. Su boca continuaba entreabierta, como la puerta de una habitación de la que su ocupante huye precipitadamente.

Mirando con gesto agrio a Frank, Fogarty prosiguió:

– No le había visto jamás así. No querría tenerlo a mi cargo en su estado normal, y no digamos cuando parece casi un vegetal. Está bien, está bien, hablaremos. Pero cuando hayamos hablado, él quedará bajo su responsabilidad.

Fogarty se colocó detrás de la mesa de caoba y ocupó una butaca tapizada con el mismo cuero marrón oscuro que el del sillón de orejas en donde estaba derrumbado Frank.

Aunque su anfitrión no les había ofrecido asiento, Bobby se encaminó hacia el sofá. Julie le siguió y, en el último momento se deslizó por delante de él para sentarse en el extremo del sofá más cercano a Frank. Luego, dirigió a Bobby una mirada que pareció querer decirle: eres demasiado impulsivo, y si él gime, o suspira o escupe saliva, le tocarás para consolarle y, entonces, desaparecerás al instante camino del infierno, de modo que mantente a distancia.

Quitándose las gafas de leer y poniéndolas sobre el papel secante, Fogarty entornó los ojos y se pellizcó la nariz con el pulgar y el índice como si quisiera combatir una jaqueca, ordenar sus pensamientos o ambas cosas. Luego, abrió los ojos, los miró parpadeando por encima de la mesa y empezó a hablar:

– Soy el médico que asistió a Roselle Pollard cuando ésta nació hace cuarenta y seis años, en febrero de 1946. Soy también el médico que asistió a cada uno de sus hijos… Frank y James… o Candy, como prefiere llamarse ahora. Con el tiempo, traté a Frank para curarle las enfermedades usuales de la niñez y la adolescencia, y por esa razón él cree poder recurrir a mí ahora, cada vez que se encuentra en un aprieto. Pues bien, se equivoca. Yo no soy un maldito doctor de televisión que aspira a ser el confidente de todo el mundo. Yo los traté, ellos me pagaron, y eso debiera ser el fin de todo. El hecho es… que traté sólo a Frank y a su madre, porque ni las chicas ni James estuvieron jamás enfermos, a menos que hablemos de enfermedades mentales, en cuyo caso los tres estuvieron enfermos desde su nacimiento y nunca se recobraron.

Como Frank tenía la cabeza ladeada, un hilo plateado de saliva escapó de la comisura derecha de su boca y le resbaló por la barbilla.

Julie dijo:

– Entonces, usted conoce, evidentemente, los poderes que tienen los hijos de…

– A decir verdad no lo supe hasta hace siete años, el día en que Frank la mató. Entonces, yo ya estaba jubilado, pero él vino a mí, me contó más de lo que yo hubiera querido saber y me arrastró a esta pesadilla pidiéndome que le ayudara. ¿Cómo podía ayudarle yo? ¿Cómo puedo ayudar a nadie? Sea como sea, esto no es asunto mío.

– Pero, ¿por qué tienen ellos semejantes poderes? -preguntó Julie-. ¿Conoce usted alguna explicación, alguna teoría?

Fogarty rió. Fue una carcajada seca y agria que habría frustrado todas las ilusiones que Bobby se había hecho acerca de él si esas ilusiones no se hubieran disipado ya dos minutos después de haberle conocido.

– ¡Ah, sí! Tengo teorías, y también mucha información para sustentarlas, parte de ella un material que ustedes desearán no haber conocido jamás. No seré yo quien se deje envolver en este enredo, no puedo ayudarles ahora y luego pensar sobre ello. ¿Quién podría? Es un enredo enfermizo, retorcido y fascinante. Mi teoría es que eso comienza con el padre de Roselle. Se suponía que su padre había sido un jornalero ambulante que dejó embarazada a la madre, pero yo siempre supe que eso era un embuste. Su padre fue Yarnell Pollard, hermano de su madre. Así que Roselle fue el fruto de la violación y el incesto.

Una sombra de angustia debió de nublar el rostro de Bobby o Julie, pues Fogarty soltó otro ladrido hiriente, a todas luces divertido por su reacción solidaria.

El viejo médico exclamó:

– ¡Oh, eso no es nada! Eso es lo menos importante del asunto.

El Manx rabicorto llamado Zitha montaba guardia escondido entre las azaleas, cerca de la puerta principal.

La antigua casa española tenía antepechos en las ventanas. El segundo gato, negro como la noche y llamado Darkle, saltó por ellos buscando la habitación en donde el anciano se había reunido con la joven pareja. Darkle apretó el hocico contra el cristal. Las persianas interiores impedían el fisgoneo, pero los anchos listones, sólo entornados, permitieron a Darkle ver la habitación a trozos, alzando o bajando la cabeza.

Al oír pronunciar el nombre de Frank, el gato se puso rígido pues Violet había hecho lo mismo en su cama de Pacific Hill.

El anciano estaba allí, entre los libros, y la pareja también. Cuando todos se sentaron, Darkle tuvo que bajar la cabeza para atisbar entre otros dos listones entornados. Entonces, vio que Frank no sólo era el tema de la conversación sino que además estaba presente, sentado en un sillón de alto respaldo que formaba ángulo con la ventana, de modo que se le veía parte de la cara y una mano desmadejada sobre el ancho brazo forrado de cuero marrón.

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