– ¿Y cuál es tu comisión?
– Es muy, muy pequeña -dijo Ivan, poniendo una boquita muy pequeña y juntando mucho los dedos como para pellizcar.
– Entonces te deseo buena suerte con tus grandes obras de caridad para la comunidad de granjeras. Yo me voy abajo a esperar a mi hombre de verdad y a buscarme una copa. -Ludmila se levantó de la silla del ordenador.
– ¡Has perdido la razón! -gritó Ivan-. Estás quemando divisas fuertes, dólares, que ahora van a ir a pagar aumentos de labios o arreglos de nariz para alguna chica extranjera gorda y estúpida que no será ni de lejos tan guapa como tú.
– ¡Oh cielos! -dijo Oksana-. De verdad que es una oportunidad de oro… lo he visto funcionar una y otra vez.
– Pues yo no lo he visto funcionar -dijo Ludmila-. Tú trae al hombre y ya veremos todos juntos si funciona.
– Pero la ropa, el salón de belleza… -dijo Ivan.
– Pero ¿tú ves que esté desnuda? Y mi pelo… ¿qué tiene de malo? Me cuelga de la cabeza, que es lo que hace el pelo.
– Y el fotógrafo…
– Ya traigo yo mi fotografía. Luego, cuando venga ese blandengue, cansado de su mujer de labios pequeños, que te pague él tu comisión. Así funcionan los negocios serios. Debes de haberte creído que yo soy esa extranjera perezosa para creerme tus cuentos de hadas. -Ludmila se levantó de delante de la pantalla y se dirigió con elegancia a la puerta.
Ivan se echó hacia atrás, abrió la mandíbula dejando colgar los carrillos y soltó una risotada hacia el techo. Le dio una palmada en el pescuezo a Oksana.
– Mira que las hay cabezotas, Dios del cielo, mira que las hay. Supongo que le habrás explicado los términos de su alojamiento.
– ¡Oh cielos! Bueno, no creí que hiciera falta. Nunca he visto a una chica tan equivocada.
– ¿Y ahora qué pasa? -gritó Ludmila desde las escaleras.
– Solamente decirte… que bueno, como probablemente hayas adivinado ya -Oksana batió las pestañas con gesto pegajoso-, la habitación de mi tío está reservada solamente para las chicas que participan en la asociación.
Ludmila se levantó a la mañana siguiente con la boca sabiéndole a hojalata, a lo cual se le sumaba la luz ácida que entraba a través de la cortina. Se encontró a sí misma en la cama de Oksana, enredada con ella. Las dos iban completamente vestidas salvo por un zapato de tacón de aguja y un par de botas que estaban tiradas por los rincones del apartamento. El segundo zapato colgaba del pie de Oksana, que se encontraba tumbada boca abajo en la cama.
Ludmila se desenredó de ella con una mueca de asco en la boca, se puso de pie y se frotó la cara para espabilarse. Luego le quitó el zapato del pie a Oksana de una patada y lo mandó repiqueteando por el suelo de piedra pulimentada para despertarla.
– ¿Cómo calientas el agua para el té? -preguntó Ludmila.
Oksana gruñó y se hundió más bajo sus mantas.
Ludmila chasqueó la lengua y dejó a la chica durmiendo. Se alisó la ropa, se echó un poco de la colonia de Oksana en el cuello y salió del apartamento para comer algo y tomar una taza de té, aunque no al Kaustik ni tampoco al Leprikonsi.
Luego, después de un café y un bollo, echó a andar, arrebujándose bien en su ropa, en dirección al extremo de la calle que le parecía más bullicioso, decidida a encontrar un trabajo que no tuviera nada que ver con municiones. Estaba claro que Misha se había retrasado. Vendría, tal como había prometido, y ella estaría allí esperándolo. Mandaría a casa el dinero del tractor, decidió, aquel mismo día si le era posible, tanto para aliviar la presión de la culpa como para alegrar los corazones de los suyos y restregarles en las narices el cagarro que había sido su decisión de mandarla lejos de casa mientras su hermano, el pulidor de hélices con más talento que había visto la región en muchos años, poseedor de secretos para pulir que había inventado él mismo, se dedicaba a dar vueltas por la nieve.
Se puso a la tarea, con un fruncimiento de ceño más pronunciado que de costumbre, localizando los edificios más altos y razonando que aquéllos eran los que necesitaban más secretarias y administrativos. Aquel día preguntó en nueve edificios, y esperó tanto como hizo falta para hablar con alguien situado en un puesto más alto del que ella quería para sí misma. Cuando llegó al noveno edificio, los brazos ya le colgaban sin fuerzas.
Al pie del último edificio que visitó, cuando la luz del sol ya teñía la nieve de color rosa, una anciana oronda que empujaba un carrito lleno de cartas oyó lo que ella le estaba preguntando al portero.
Cuando Ludmila ya se estaba dando la vuelta para marcharse, la mujer se le acercó con andares de pato, resollando por culpa de su peso y de la distribución del mismo en forma de campana.
– Querida -tosió y empujó un poco más el carrito para apoyarse en el mismo-, acepta el consejo de una anciana y vuélvete a tu casa, que es donde te necesitan.
– Soy piloto de aviones -dijo Ludmila, poniendo la espalda recta. Aun mientras lo estaba diciendo se preguntó por qué lo hacía-. Solamente busco trabajo para ocupar unas cuantas horas que me quedan en tierra.
La mujer se quedó boquiabierta y recorrió la cara de Ludmila con los ojos.
– Acepta el consejo de una anciana. Mira, mira aquí. -Señaló al otro lado de la boca abierta que era el recibidor del edificio. Bordeada de luz de sol dorada, había una joven con un bebé sentada, mendigando en un portal de la acera de enfrente.
– Bueno, perdóneme por decirlo -dijo Ludmila, contemplando el chal y el pañuelo de la mendiga-, pero es una gnezvarik.
– Es una chica -dijo la anciana-. Una piloto de aviones, con unas cuantas horas que ocupar en tierra. Con sueños y con una cabaña llena de gente hambrienta lejos de aquí, gente que no tiene ni idea de dónde está ella, pero que cada minuto de sus vidas espera a que regrese triunfal en un coche grande y reluciente. Y donde va a acabar es en un coche grande y negro, tumbada cuán larga es. ¿Y sabes cómo estoy tan segura? Porque es la única mendiga de Kuzhnisk. ¿Te lo imaginas? Un alma que ha cometido el trágico error de venir a un pueblo demasiado pobre hasta para mantener a una mendiga.
– Pero yo tengo estudios -dijo Ludmila.
– Ya lo sé. -La mujer chasqueó la lengua-. Eres piloto de aviones.
– Solamente necesito mandar un poco de dinero a casa, para regalos de cumpleaños. Eso es todo, unos cuantos rublos extra.
– Bueno, pues buena suerte. Pero no mandes nada por correo, ése es mi consejo, no a Novosibirsk.
– Yo le hablo de Ublilsk.
– Ni a Novosibirsk ni a ninguna parte, ése es mi consejo, querida. Si quieres que el dinero llegue a los Distritos Administrativos tiene que enviarlo con el tren del pan, el guardia lo aceptará.
– Pero nuestro almacén es peor aún que el correo.
– No si lo mandas en el tren. Conozco ese tren, el guardia no volvería a llevar pan a un almacén que robara los envíos que lleva. Pero tienes que pagarle. Cien rublos. O mejor aún, sigue mi consejo y súbete tú al tren, mientras todavía puedas ver con claridad. Acepta el consejo de una anciana de Kuzhnisk.