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– Solamente en el caso de que tú pasaras por casa.

Ivan no movió un músculo de la cara ni cambió un ápice de su expresión. Mantuvo la boca ligeramente entreabierta después de su última palabra.

– Así que no infles tus tetas en la gran ciudad ni finjas que tienes tantas opciones como colores hay en el arco iris. Esta ciudad ya estaba comiendo chicas montañesas antes de que la primera de tu estirpe se agachara para cagar. -Ivan se apartó de la cara de Ludmila, sin desclavar de ella una mirada ceñuda. Luego, cuando ella cogió su vaso de la barra y se bebió su vodka de un trago, el ceño de él navegó más y más arriba hasta que sus rasgos brillaron con optimismo.

– He hecho millonarias a chicas más feas que tú -susurró él-. No miento, lo juro por mi propia tumba, y no me refiero a hacerlas ricas con actos impúdicos. Te lo aseguro, he cogido a chicas con la mitad del morbo que tienes tú en lunes por la tarde y el jueves por la mañana ya les estaba llevando haciendo de chófer para que se compraran coches, casas y joyas. ¿Y sabes qué? -Le dio un codazo e inclinó la cabeza hacia la oreja de ella-. ¡No se tuvieron que casar ni hacer nada de nada!

– Sí, me lo he creído en cuanto te he visto la cara -dijo Ludmila-. Se llama atraco a mano armada. En las montañas también vemos esas cosas, ya sabes, cuando no estamos hirviendo compresas para tus visitas.

– Mírame a los ojos, mujer. -Ivan le dio otro codazo-. Coge un arma y mátame si lo que digo no es cierto al ciento por ciento. Oksana te ha hecho el mayor favor de tu vida. Porque yo soy el propietario y director del más famoso servicio de presentación por internet del distrito, probablemente del país. Hombres del mundo entero traen sus dólares y sus euros para impresionar a chicas la mitad de guapas, y la mayoría no se casan nunca. ¿Estás oyendo todo lo que digo? Y no creas que cazo lejos para encontrarlas, no creas que me rasco la cabeza preguntándome dónde están: tengo un contacto americano, un hombre con tanto poder que puede autorizar visados para cualquier chica en el plazo de una hora.

La mirada de Ludmila se endureció. Archivó el tema de los visados para contárselo a Misha. Los ojos se le pusieron vidriosos al imaginarse a sí misma desvelándole aquella información, tal vez mientras tomaban café, o tal vez café y pastel.

Ivan chasqueó los dedos.

– ¡Ja! ¿Lo ves? Ya estás soñando con ello antes de que termine de contártelo. Increíble, te dices a ti misma. Una oportunidad increíble. ¡Pero es cierta! Aquí vienen hombres generosos de países donde las mujeres se han vuelto egoístas y decadentes, y vienen para probar aunque sea una pizca del verdadero espíritu de una mujer. Y puedes estar segura de que vienen forrados de dinero: éste no es un destino barato, vengas de donde vengas, no es como los puntos interconectados de sus países blandengues, donde vuelan aviones a cada minuto por el precio de un baño caliente. Para volar a Kuzhnisk primero hay que ir a Moscú, o a Tiblisi, o a Ereván, y luego coger un avión distinto, pagando más todavía, para llegar a Mineralnyye Vody, o a Stavropol. Y lo mismo para volver. Cuesta más de mil cuatrocientos dólares americanos llegar hasta aquí, incluso viniendo de Londres. ¿Y tú crees que esos hombres se gastan eso para venir aquí y viven como pobres?

– Bueno, no se lo gastarán para mirar medias de rejilla a través de una calle oscura.

– ¡Y tampoco se lo gastan para importunar a mis chicas! Lo más que consiguen es sentarse a una mesa para cenar con un intérprete y carabina, y oír cómo les cuentas lo mucho que te gustan las virtudes de un buen servicio doméstico ¿Te imaginas las oportunidades que hay con semejante combinación de riqueza y blandenguería?

– No es para mí engañar a los ciegos.

– ¿Qué quieres decir con eso de «ciegos»?

– Si les funcionaran los ojos, verían en un mapa que hay lugares más seguros para encontrar una historia romántica.

– Bueno, en primer lugar, no creas que tus distritos de Ublilsk llegan hasta aquí, en Kuzhnisk ya casi no tenemos francotiradores. Aquí, el último cohete de artillería cayó hace un año, y ni siquiera alcanzó las afueras de la población, explotó en un campo. Y tú no conoces la principal característica de esos hombres, y en cierta forma tengo que admitir que tienes razón, están ciegos… ¡ciegos de amor! No les importa la geografía y nosotros no los agobiamos con detalles. Cuando a un americano le hablas de Rusia, solamente piensa en Moscú.

– ¡Ja! ¿Vienen a Kuzhnisk y se creen que es Moscú?

– Bueno, no, pero tampoco les damos la sensación de que sea muy difícil: los recogen de un avión y los traen a un hotel de aquí. ¿Crees que les hacemos hacer autostop por la carretera? Además, mi socio americano es propietario de negocios aquí, o sea que si manda hombres, los hombres llegan sabiendo muy bien dónde están. A menudo son directivos de industrias, peces gordos: en lugar de bonificaciones les pagan con el regalo de una vida familiar llena de amor. ¿Te puedes imaginar una maravilla así, que te hagan el regalo de una vida familiar llena de amor?

Ludmila permaneció sentada sin decir nada. Ivan era un hombre repulsivo con un embalse de sudor en el hoyuelo de su barbilla. Cualquier visado que ella intentara obtener a través de él sería un último recurso, con la total complicidad de Misha. Con el rabillo del ojo vio que Oksana regresaba junto a la barra, contoneando las caderas con un golpeteo metálico exagerado, tal era la función de aquellos tacones increíblemente altos que llevaba.

Antes de que Oksana llegara a su taburete, la respiración de Ivan volvió a lamer la oreja de Ludmila.

– He esperado día y noche para volver a inhalar tu aliento y envolverme en tu abrazo viril -dijo él en tono sensual-. Pero mi abuela ha enfermado mortalmente y tengo que llevarla a Moscú en el trineo porque no tengo dinero para el autobús. -Hizo una pausa teatral-. Mi querido fortachón, ansío estar a tu lado, pero el Estado no me permite marcharme de la fábrica de bolsas de té íntimas a menos que pague los ochenta mil rublos que dicen que van a perder si malgasto otro turno intensificando mi loco amor por ti.

– ¡Oh cielos! -Oksana se volvió a sentar detrás de ellos.

Ludmila se volvió hacia Ivan y se lo quedó mirando un momento. Luego le lanzó un golpe de barbilla.

– ¡Ja! Y en mi culo puede que crezcan remolachas.

– ¡Olga Aleksandrovna! -chilló Lubov desde las profundidades de la cabaña-. Tu marido no se despierta.

– Ya te he dicho que estaba pachucho. Te he dicho que estaba pachucho y que tiene un sueño muy profundo, así que ahora que has demostrado que eres una gánster y una rufiana ya sabes lo que te toca hacer, Lubov Kaganovich. ¡Márchate antes de que mates al viejo Aleksandr y me dejes a merced de las lombrices del suelo!

– Mamá. -Maks se agachó bajo la ventana de la cocina-. Hay luces.

Irina se apartó de la ventana y echó un vistazo a la noche a través del marco de la misma. Unos faros de coche iluminaron la niebla a doscientos metros colina abajo. Atrajo a Kiska hacia sus faldas y le acarició la cabeza para calmarla. Las luces se apagaron y fueron reemplazadas por el haz bamboleante de una linterna.

– Bueno, si alguna vez te mereciste alguna clase de marido -gritó Lubov-, te diría que éste tendría que estar de camino a la clínica.

– ¡Shhh! -dijo Olga entre dientes, vigilando por la ventana de la cocina-. Ahora viene otro de tus gánsteres, en automóvil.

– ¿Cómo? -Lubov salió del dormitorio-. Gregor, encárgate.

El muchacho más grande cruzó la sala pesadamente hasta la ventana de la cocina. Se plantó cuan alto era delante de la misma y gritó volviendo la cabeza:

– Podría ser el inspector.

– ¡Lucifer! -Lubov salió correteando del dormitorio y cerró de un portazo detrás de sí.

Irina y Maks intercambiaron miradas afiladas. Las miradas acabaron golpeando a Olga, que se estremeció por su impacto.

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