¿Qué le importaba a la señora Benton que las razones de Ruth Cole para evitar la firma de ejemplares en público estuvieran bien fundadas? Ruth detestaba lo vulnerable que se sentía ante una multitud que deseaba su autógrafo. Siempre había alguien que se quedaba mirándola fijamente, al margen de la cola, en general sin un libro en la mano
Ruth había dicho públicamente que cuando estuviera en Helsinki, por ejemplo, firmaría ejemplares de la traducción finlandesa, porque no hablaba el finés. En Finlandia, y en muchos otros países extranjeros, no podía hacer más que firmar ejemplares, pero en su propio país prefería leer al público o simplemente hablar con sus lectores, cualquier cosa menos firmar ejemplares. No obstante, en realidad tampoco le gustaba hablar con sus lectores, como había sido penosamente evidente para quienes observaron su agitación durante el desastroso coloquio en la sala de la YMHA. Ruth Cole temía a sus lectores
Le habían seguido los pasos no pocas veces. En general, quienes acechaban a Ruth eran jóvenes de aspecto inquietante. A veces se trataba de mujeres deseosas de que Ruth escribiera sus vidas. Creían que su sitio estaba en las páginas de una novela de Ruth Cole
Ruth deseaba ante todo intimidad. Viajaba con frecuencia, no tenía dificultades para escribir en los hoteles o en una variedad de casas y pisos alquilados, rodeada por las fotografías, el mobiliario y las ropas de otras personas, y ni siquiera le incomodaban los animales domésticos ajenos. Ella no tenía más que una sola vivienda, una vieja casa de campo en Vermont, que estaba restaurando sin demasiado entusiasmo. Había comprado la casa sólo porque necesitaba un domicilio fijo al que regresar una y otra vez, y porque casi podía decirse que, junto con la propiedad, iba incluido quien se ocuparía de su mantenimiento. Un hombre infatigable, su mujer y sus hijos vivían en una granja vecina. La pareja parecía tener innumerables hijos. Ruth procuraba tenerlos ocupados con diversas chapuzas y con la tarea más importante: "restaurar" su casa de campo…, una habitación cada vez, y siempre cuando ella estaba de viaje
Durante los cuatro años pasados en Middlebury Ruth y Hannah se habían quejado del aislamiento de Vermont, por no mencionar los inviernos, porque ninguna de las dos esquiaba. Ahora a Ruth le encantaba Vermont, incluso en invierno, y le satisfacía tener una casa en el campo. Pero también le gustaba marcharse. Su afición viajera era la respuesta más sencilla que daba a la pregunta de por qué no se había casado y no había querido tener hijos
Allan Albright era demasiado listo para aceptar la respuesta más sencilla. Habían hablado largo y tendido sobre las razones más complejas de Ruth para rechazar el matrimonio y los hijos. Con excepción de Hannah, Ruth nunca había discutido con nadie sus razones más complejas. En particular, lamentaba no haber hablado nunca de ellas con su padre
Cuando Eddie regresó al camerino, Ruth le agradeció su presentación y su oportuna intervención para librarla de la señora Benton
– Parece ser que me las arreglo bien con las señoras de su edad -admitió Eddie, y Ruth observó que lo decía sin asomo de ironía. (También reparó en que Eddie había vuelto con la bolsa de libros de la señora Benton.)
Incluso Allan le felicitó con no poca brusquedad, mostrando su aprobación, a la manera demasiado viril que le caracterizaba, por la determinación con que Eddie se había ocupado de la implacable cazadora de autógrafos
– ¡Bien hecho, O'Hare! -exclamó cordialmente
Era uno de esos hombres francotes que llamaban a los demás hombres por sus apellidos. (Hannah habría dicho de ese hábito que era distintivo de la "generación" de Allan.)
Por fin había dejado de llover. Cuando salieron por la puerta de acceso al escenario, Ruth mostró su agradecimiento a Allan y a Eddie
– Sé que habéis hecho lo posible para salvarme de mí misma.
– No necesitas que te salven de ti misma, sino de los gilipollas -replicó Allan
Aunque Ruth no estaba de acuerdo con él en este punto, le sonrió y apretó el brazo. El silencioso Eddie pensaba que era necesario salvarla de sí misma, de los gilipollas y, probablemente, de Allan Albright
Hablando de gilipollas, había uno esperando a Ruth en la Segunda Avenida, entre la Calle 84 y la 85. Debía de haber conjeturado a qué restaurante irían a cenar, o bien había tenido la astucia de seguir a Karl y Melissa hasta allí. Era el impúdico joven que se había sentado al fondo de la sala de conciertos, el que formuló a la escritora aquellas preguntas hostiles.
– Quiero pedirle disculpas -le dijo a Ruth-. No tenía intención de enojarla
Por su tono, parecía realmente muy contrito
– No me he enojado con usted -respondió Ruth, sin decirle del todo la verdad-. Me enfado conmigo misma cada vez que hablo en público. No debería hacerlo
– Pero ¿por qué? -inquirió el joven
– Ya le has hecho bastantes preguntas, tío -intervino Allan. Cuando le llamaba a alguien "tío" es que estaba dispuesto a enzarzarse en una pelea
– Me enfado conmigo misma al descubrirme ante el público -dijo Ruth. Algo cruzó entonces por su mente y añadió de improviso-: Dios mío, usted es periodista, ¿verdad?
– No le gustan los periodistas, ¿eh? -inquirió el periodista.
Ruth le dejó en la puerta del restaurante, donde el joven siguió discutiendo con Allan durante un rato que pareció interminable. Eddie se quedó sólo un momento con ellos, antes de entrar en el restaurante y reunirse con Ruth, que se había sentado junto a Karl y Melissa
– No llegarán a las manos -aseguró a Ruth-. Si fuesen a pelearse, ya lo habrían hecho
Resultó que el periodista había solicitado una entrevista con Ruth al día siguiente, y se la habían denegado. Al parecer, el departamento de prensa de Random House no le había considerado lo bastante importante, y Ruth siempre ponía un límite a las entrevistas que concedía
– No estás obligada a conceder ninguna -le había dicho Allan, pero ella cedía a la insistencia de los del departamento de prensa
Allan tenía mala fama en Random House porque socavaba los esfuerzos del departamento de prensa. Consideraba que un novelista, incluso una autora de novelas de gran éxito como Ruth Cole, debía quedarse en casa y escribir. Lo que los autores con quienes Allan Albrigth trabajaba apreciaban de él era que no los abrumaba con todas las demás expectativas que tienen los de prensa. Se entregaba a sus autores, en ocasiones se desvelaba por sus obras más que ellos mismos. Ruth no tenía la menor duda de que le gustaba ese aspecto concreto de Allan, pero que no temiera criticarla, que no temiera nada, era otro aspecto de Allan que no le satisfacía demasiado
Mientras Allan estaba todavía en la acera, discutiendo con el joven y agresivo periodista, Ruth se apresuró a firmar los libros que contenía la bolsa de la compra de la señora Benton, incluido el que había "estropeado" y en el que añadió "¡perdón!" entre paréntesis. Entonces Eddie escondió la bolsa bajo la mesa, porque Ruth le dijo que Allan se sentiría decepcionado con ella por haber dedicado los ejemplares de la arrogante abuela. A juzgar por el tono en que lo dijo, Eddie supuso que Allan tenía un interés más que profesional por su renombrada autora