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Incluso en plena noche -y las tres de la madrugada lo es- había una débil luz en el dormitorio de Eddie, y por lo menos los contornos del apretado mobiliario se veían en la semioscuridad. La lámpara con el pie en forma de S que estaba sobre la mesilla de noche arrojaba una leve sombra sobre la cabecera de la cama. Y la puerta del cuarto, que permanecía siempre entreabierta (de modo que Marion pudiera oír a Ruth si ésta la llamaba), estaba bordeada por una luminosidad gris oscuro. Aquélla era toda la luz que podía penetrar por la puerta, aunque sólo fuese la luz difusa procedente de la lámpara piloto del baño principal. Incluso esa luz llegaba al cuarto de Eddie, porque también la puerta del dormitorio de Ruth estaba siempre abierta.

Pero aquella noche alguien había cerrado las ventanas y las cortinas, y cuando Eddie abrió los ojos se encontró inmerso en una oscuridad absoluta y antinatural, porque alguien había cerrado la puerta de su dormitorio. Retuvo el aliento y percibió el rumor de una respiración.

Muchos jóvenes de la edad de Eddie sólo ven la persistencia de la oscuridad, y adondequiera que dirigen la mirada sólo ven penumbra. Eddie O'Hare, cuyas expectativas eran más esperanzadas, tendía a buscar la persistencia de la luz. En la oscuridad total de su dormitorio, lo primero que se le ocurrió a Eddie fue que Marion había vuelto a su lado.

– ¿Marion? -susurró el muchacho.

– Hombre, hay que reconocer que eres optimista-le dijo Ted Cole-. Creía que nunca ibas a despertarte.

Su voz, en la oscuridad circundante, procedía de todas partes y de ninguna en particular. Eddie se irguió en la cama y tanteó en busca de la lámpara sobre la mesilla de noche, pero no estaba acostumbrado a no verla y no daba con ella.

– Deja estar la luz, Eddie -le dijo Ted-. Esta historia es mejor en la oscuridad.

– ¿Qué historia? -inquirió Eddie.

– Sé que quieres escucharla -le dijo Ted-. Me dijiste que le habías pedido a Marion que te la contara, pero ella no podía hacerlo. Le basta con pensar en ella para quedarse inmóvil como una piedra. Supongo que recuerdas que la dejaste petrificada con sólo pedirle que te la contara, ¿no es cierto, Eddie?

– Sí, lo recuerdo -respondió el muchacho.

Así que ésa era la historia. Ted quería contarle el accidente. Eddie hubiera deseado que Marion le contara lo ocurrido. Pero ¿qué habría podido decir el muchacho? Desde luego, necesitaba oírlo, aunque fuese de labios de Ted.

– Bueno, cuéntame -le dijo, fingiendo la mayor indiferencia posible.

Eddie no podía ver dónde estaba Ted, ni si se hallaba de pie o sentado, pero no importaba, porque la voz de Ted, cuando narraba cualquiera de sus relatos, quedaba muy realzada por la atmósfera general de oscuridad.

Desde el punto de vista estilístico, la historia del accidente de Thomas y Timothy tenía mucho en común con El ratón que se arrastra entre las paredes y La puerta en el suelo, por no mencionar los numerosos borradores que Eddie había transcrito fielmente de Un ruido como el de alguien que no quiere hacer ruido. En otras palabras, era un relato con el sello inconfundible de Ted Cole, y a ese respecto la versión de Marion nunca podría haber igualado a la de Ted.

En primer lugar, y Eddie lo vio enseguida con claridad, Ted había trabajado el relato. A Marion le hubiera resultado insoportable prestar tanta atención a los detalles de las muertes de sus hijos como lo había hecho Ted. En segundo lugar, Marion habría contado lo sucedido sin recursos literarios, con la mayor sencillez posible. En cambio, el principal recurso que utilizaba Ted en la narración carecía de naturalidad, incluso era artificial, pero es posible que, sin él, Ted no hubiera sido capaz de contar la historia.

Como en la mayor parte de los relatos de Ted Cole, el recurso principal también era inteligente. Al relatar el accidente de Thomas y Timothy, Ted hablaba en tercera persona, lo cual le permitía distanciarse considerablemente de sí mismo y del relato. «Ted» no era más que un personaje de apoyo en un relato con personajes más importantes.

Si Marion hubiera contado la historia, habría estado tan cerca de ella que, al relatarla, habría caído en la locura final, una locura mucho mayor que la locura, cualquiera que fuese, que le había impulsado a abandonar a su único vástago vivo.

– Bueno, las cosas sucedieron así -empezó a contar Ted-. Thomas tenía permiso de conducir, pero Timothy no. Tommy tenía diecisiete años, y llevaba todo un año conduciendo. Timmy tenía quince, y hacía muy poco que su padre había empezado a darle lecciones de conducción. Ted opinaba que Timothy, que estaba aprendiendo, ya era un alumno más atento de lo que Thomas había sido jamás. No es que Thomas fuese un mal conductor. Estaba atento y tenía confianza, sus reflejos eran excelentes; y era lo bastante cínico como para prever lo que iban a hacer los malos conductores, aun antes de que esos mismos conductores supieran qué iban a hacer. Ted le había dicho que ésa era la clave, y Thomas lo creía: siempre has de suponer que todos los demás conductores son malos.

Había un aspecto especialmente importante de la conducción en el que Ted creía que su hijo menor, Timothy, superaba, aunque sólo fuese en potencia, a Thomas. Timothy siempre había sido más paciente que Thomas. Por ejemplo, Timmy tenía la paciencia de mirar siempre el espejo retrovisor, mientras que Tommy descuidaba hacerlo de la manera regular y automática con que Ted consideraba que debía hacerlo un conductor. Y con frecuencia en los giros a la izquierda se pone a prueba la paciencia de un conductor de una manera muy concreta, a saber, cuando te paras y esperas para girar a la izquierda en un carril con tráfico que viene hacia ti, jamás debes girar las ruedas a la izquierda antes del giro que te dispones a hacer. Nunca debes hacer eso…, ¡nunca!

En fin -siguió diciendo Ted-, Thomas era uno de esos jóvenes impacientes que a menudo giran las ruedas a la izquierda mientras aguardan para virar en esa dirección, aunque su padre, su madre y hasta su hermano menor le habían pedido repetidas veces que no moviera las ruedas hasta que realizara el giro. ¿Sabes por qué, Eddie?

– Para evitar que, si tienes detrás un vehículo, no te empuje al carril con tráfico que viene en tu dirección -respondió Eddie-. Si estás en tu propio carril, el que viene por detrás te hará avanzar simplemente adelante en línea recta.

– ¿Quién te ha enseñado a conducir, Eddie? -le preguntó Ted. -Mi padre.

– ¡Bien por él! Dile que ha hecho un buen trabajo. -De acuerdo -dijo Eddie en la oscuridad-. Sigue…

– Bien, ¿dónde estábamos? La verdad es que estábamos en el Oeste. Era una de esas vacaciones para esquiar que la gente del Este se toma en primavera, cuando en el Este no puedes tener ninguna confianza en la posibilidad de practicar eso que se llama esquí de primavera. Si quieres estar seguro de que habrá nieve en marzo o en abril, es mejor que vayas al Oeste. Así que allí estaban los habitantes del Este desplazados, que no se sentían a sus anchas en el Oeste. Y no eran tan sólo unas vacaciones primaverales de Exeter, sino la pausa primaveral de innumerables escuelas y universidades, por lo que había muchos visitantes de otros lugares que no estaban familiarizados ni con las montañas ni con las carreteras. Y muchos de esos esquiadores no conducían sus propios coches, sino coches alquilados, por ejemplo. La familia Cole había alquilado un coche.

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