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– Le ha dicho: "Sostén al crío, está mojado" -tradujo Harry a Ruth-. Y le ha preguntado: "¿Por qué querías que la conociera?"

Mientras la pareja con el bebé abandonaba el hotel, Wim dijo algo en tono quejumbroso a su airada esposa

– El marido ha dicho: "¡Yo salía en su libro!" -le tradujo Harry

Después de que Wim y su mujer se marcharan, Ruth quedó a solas con Harry en el vestíbulo…, con excepción de media docena de hombres de negocios japoneses que estaban ante el mostrador de recepción y se quedaron hipnotizados por el ejercicio de traducción que habían acertado a oír. No estaba claro qué era lo que habían entendido, pero miraban a Ruth y a Harry con temor reverencial, como si acabaran de presenciar un ejemplo de diferencias culturales que les resultaría difícil explicar al resto de Japón

– De modo que… todavía me sigue -le dijo Ruth lentamente al policía-. ¿Le importaría decirme qué he hecho?

– Creo que usted lo sabe, y no está demasiado mal -replicó Harry-. Vamos a pasear un poco

Ruth consultó su reloj

– Tengo una entrevista aquí dentro de tres cuartos de hora -objetó

– Estaremos de vuelta a tiempo -dijo Harry-. Será un paseo corto

– ¿Adónde vamos? -inquirió Ruth, aunque creía saberlo. Dejaron las bolsas deportivas en recepción, y cuando doblaron para entrar en el Stoofsteeg, Ruth tomó instintivamente el brazo de Harry. Aún era bastante temprano y las dos mujeres gordas procedentes de Ghana estaban trabajando

– Es ella, Harry -dijo una de ellas-. La has encontrado.

– Sí, es ella -convino la otra prostituta

– ¿Las recuerda? -preguntó Harry a Ruth. Seguía cogida de su brazo cuando cruzaron el canal y entraron en el Oudezijds Achterburgwal

– Sí -respondió ella en voz baja

En el gimnasio se había duchado y lavado la cabeza. Tenía el pelo un poco húmedo y no se le ocultaba que la camiseta de algodón no era una prenda adecuada para aquel clima. Se había limitado a vestirse para regresar al hotel desde el Rokin

Llegaron al Barndesteeg, donde la joven prostituta tailandesa de cara en forma de luna tiritaba en el umbral de su habitación, tan sólo vestida con una combinación de color naranja. Se había engordado desde la última vez que Ruth la vio, cinco años atrás

– ¿La recuerda? -preguntó Harry a la novelista.

– Sí -volvió a decir ella

– Ésta es la mujer -le dijo la tailandesa a Harry-. Lo único que quería era mirar

El travestido de Ecuador había abandonado el Gordijnensteeg y ahora tenía un escaparate en la Bloedstraat. Ruth recordó al instante la sensación de sus pechos, pequeños y duros como pelotas de béisbol. Pero esta vez tenía un aire tan claramente varonil que a Ruth le parecía mentira que alguna vez lo hubiera confundido con una mujer

– Te dije que tenía unos pechos bonitos -le recordó el travestido a Harry-. Has tardado mucho en encontrarla

– Dejé de buscarla hace unos años -replicó Harry.

– ¿Estoy detenida? -le susurró Ruth al policía

– ¡No, claro que no! Sólo estamos dando un pequeño paseo.

Caminaron con rapidez, tanto que Ruth dejó de tener frío. Harry era el primer hombre, entre todos sus conocidos, que andaba más rápido que ella, y casi tenía que trotar para mantenerse a su altura. Cuando llegaron a la Warmoesstraat, un hombre que estaba a la entrada de la comisaría llamó a Harry, y pronto los dos intercambiaron gritos en holandés. Ruth no tenía idea de si hablaban o no de ella. Supuso que no, porque Harry no disminuyó la rapidez de sus pasos durante la breve conversación

El hombre que estaba en la entrada de la comisaría era el viejo amigo de Harry, Nico Jansen. He aquí la conversación que habían tenido:

– ¡Eh, Harry! Ahora que estás jubilado, ¿piensas emplear tu tiempo paseando con tu novia por tu antiguo lugar de trabajo?

– No es mi novia, Nico. ¡Es mi testigo!

– ¡Joder! ¡La has encontrado! ¿Qué vas a hacer con ella?

– Tal vez casarme

Harry le tomó la mano cuando cruzaron el Damrak, y Ruth le cogió nuevamente del brazo, al cruzar el canal sobre el Singel. No estaban lejos de la Bergstraat cuando ella se atrevió a decirle algo

– Se ha olvidado de una. Hablé con otra mujer…, quiero decir ahí, en el distrito

– Sí, ya lo sé, en el Slapersteeg -replicó Harry-. Era jamaicana. Se metió en líos y ha vuelto a Jamaica

– Ah -dijo Ruth

En la Bergstraat, la cortina del escaparate de Rooie estaba corrida. Aunque sólo era media mañana, Anneke Smeets estaba con un cliente. Harry y Ruth esperaron en la calle

– ¿Cómo se hizo ese corte en el dedo? -quiso saber el policía-. ¿Con un trozo de cristal?

Ruth empezó a contarle cómo había sucedido, pero se interrumpió

– ¡La cicatriz es demasiado pequeña! ¿Cómo la ha visto?

Él le explicó que la cicatriz aparecía con mucha claridad en una huella dactilar, y que, aparte del tubo de revestimiento Polaroid, ella había tocado uno de los zapatos de Rooie, el pomo de la puerta y una botella de agua mineral en el gimnasio

– Ya -dijo Ruth, y siguió explicando cómo se hizo el corte. Fue cuando tenía cuatro años, en verano…

Le mostró el dedo índice con la minúscula cicatriz. Para poder verla, él tuvo que sujetarle la mano con las suyas. Ruth estaba temblando

Harry Hoekstra tenía los dedos pequeños y cuadrados, y no llevaba ningún anillo. Los dorsos de sus manos lisas y musculosas casi carecían de vello

– ¿No va a detenerme? -le preguntó Ruth de nuevo

– ¡De ninguna manera! -replicó Harry-. Tan sólo quería felicitarla. Ha sido una testigo muy buena

– Podría haberla salvado si hubiera hecho algo, pero fui incapaz de moverme -dijo Ruth-. Podría haber echado a correr, o intentado golpearle, quizá con la lámpara de pie. Pero no hice nada. Estaba paralizada, aterrada

– Hizo bien en no moverse -le aseguró Harry-. Aquel hombre las habría matado a las dos, o por lo menos lo habría intentado. Era un asesino, mató a ocho prostitutas, y no a todas ellas con la misma facilidad con que mató a Rooie. Si la hubiera matado a usted, no habríamos tenido un testigo

– No sé… -dijo Ruth

– Yo sí que lo sé. Hizo lo correcto, siguió viva, fue una testigo. Además, él casi la oyó…, dijo que hubo un momento en que oyó algo. Debió de moverse un poco

A Ruth se le erizó el vello de los brazos al recordar que el hombre topo había creído oírla, ¡que la había oído!

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