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– Papá dormía en este lado de la cama, mamá en aquel lado -le explicaba el niño a la canguro, Amanda Merton-. La ventana estaba abierta -siguió diciendo Graham-. Papá la había dejado abierta, y yo tenía frío. Bajé de la cama…

Entonces el pequeño se interrumpió. ¿Dónde estaba su cama? Puesto que Allan no estaba, Ruth no había pedido a los empleados del hotel que colocaran una cama plegable para Graham, ya que en la gran cama había espacio más que suficiente para su hijo

– ¿Dónde está mi cama? -preguntó el niño.

– Puedes dormir conmigo, cariño -le dijo Ruth

– O puedes dormir en mi habitación, conmigo -le ofreció Amanda, servicial, deseosa de evitar a Graham el recuerdo de la muerte de su padre

– Sí, bueno -dijo Graham, en el tono de voz que empleaba cuando algo no iba bien-. Pero ¿dónde está papá ahora?

Las lágrimas le afloraban a los ojos. Hacía seis meses, tal vez más, que no había formulado esa pregunta

"¡Qué estúpida he sido al traerle aquí!", se dijo Ruth, y abrazó al niño que lloraba

Ruth estaba todavía en la bañera cuando Hannah entró en la suite con un montón de regalos para Graham, unos objetos inadecuados para llevarlos en avión a Europa. Un pueblo entero de bloques de construcción y no un solo peluche, sino toda una familia de monos. Tendrían que pedir a los empleados del Stanhope que les guardaran el pueblo y los monos, lo cual sería un gran inconveniente si decidían cambiar de hotel

Pero Graham parecía haber superado por completo el momento en que el hotel le había evocado el recuerdo de la muerte de Allan. Los niños eran así, de repente se mostraban desconsolados y con la misma rapidez se recuperaban, mientras que Ruth estaba ahora resignada a los recuerdos que el Stanhope evocaba en ella. Dio las buenas noches a su hijo con un beso. El niño ya hablaba con Amanda sobre el menú del servicio de habitaciones cuando Ruth y Hannah salieron hacia el local donde tendría lugar la lectura

– Espero que leas la parte buena -le dijo Hannah

Para Hannah la "parte buena" era la escena sexual, profundamente turbadora, con el novio holandés en la habitación de la prostituta. Ruth no tenía intención de leer jamás esa escena.

– ¿Crees que volverás a verle? -le preguntó Hannah, camino de la YMHA-. Quiero decir que él leerá el libro y…

– ¿Si volveré a ver a quién? -inquirió Ruth, aunque sabía muy bien a quién se refería Hannah

– Al muchacho holandés, quienquiera que sea -replicó Hannah-. ¡Y no me digas que no hubo un muchacho holandés!

– Jamás he hecho el amor con un muchacho holandés, Hannah, créeme

– Apuesto a que leerá el libro -siguió diciendo Hannah. Cuando llegaron al cruce de la Calle 92 con la Avenida Lexington, Ruth casi ansiaba que comenzara la presentación de Eddie O'Hare; así no tendría que seguir escuchando a Hannah. Por supuesto, Ruth había considerado la posibilidad de que Wim Jongbloed leyera Mi último novio granuja, y estaba dispuesta a mostrarse tan fría con él como fuese necesario. Si la abordaba… Pero lo que sorprendió a Ruth-y, aunque no dejaba de ser decepcionante, suponía un alivio para ella- era lo que Maarten le contó de la captura del asesino de Rooie en Zurich. ¡Resultó que, poco después de su detención, el criminal murió! Maarten y Sylvia lo mencionaron de una manera bastante fortuita

– Por cierto, no encontraron al asesino de la prostituta, ¿verdad? -les preguntó con fingida indiferencia

Se lo había planteado, junto con las preguntas habituales referentes al itinerario de su próximo viaje, en el transcurso de una reciente conversación telefónica que sostuvieron un fin de semana. Maarten y Sylvia le explicaron que se habían perdido la noticia porque, cuando capturaron al asesino, ellos estaban ausentes de Amsterdam. Se enteraron de oídas, y cuando conocieron los detalles, no recordaron que Ruth se había interesado por el caso

– ¿En Zurich? -les preguntó Ruth. De modo que por eso el hombre topo tenía acento alemán. ¡Era suizo!

– Creo que fue en Zurich, sí -replicó Maarten-. Y el tipo había matado a otras prostitutas en toda Europa

– Pero sólo una en Amsterdam -terció Sylvia

"¡Sólo una!", se dijo Ruth. Se había esforzado para lograr que su interés por el caso pareciera espontáneo

– Me gustaría saber cómo dieron con él -dijo en tono meditativo

Pero ni Sylvia ni Maarten recordaban con precisión los detalles. Habían detenido al asesino, y éste había muerto, varios años atrás

– ¡Varios años atrás! -repitió Ruth. -Creo que hubo una testigo -dijo Sylvia

– Me parece que también había huellas dactilares Maarten-. Y el tipo estaba muy enfermo

– ¿Era asma? -inquirió Ruth. De repente, no le importaba delatarse.

– Creo que tenía un enfisema -dijo Sylvia.

"¡Claro, eso podía haber sido!", pensó Ruth, pero lo que realmente importaba era que habían capturado al hombre topo. ¡Éste había muerto! Y su muerte hacía soportable para Ruth una nueva visita a Amsterdam, el escenario del crimen. Porque era su crimen, tal como ella lo recordaba

Eddie O'Hare no sólo llegó a tiempo para la lectura de Ruth, sino que se presentó tan temprano que pasó más de una hora sentado a solas en el camerino. Estaba muy preocupado por los acontecimientos de las últimas semanas. Sus padres habían fallecido, ella a consecuencia de un cáncer que, por suerte, tuvo un desarrollo y un desenlace rápidos, mientras que la muerte del padre, tras sufrir el cuarto ataque de apoplejía en los últimos tres años, no fue tan repentina

El tercer ataque del pobre Minty le dejó casi ciego, y al leer, según decía, veía la página reducida "al mundo visto por un telescopio cuando uno mira por el extremo equivocado". Dot O'Hare le había leído en voz alta antes de que el cáncer se la llevara. Luego fue Eddie quien leía a su padre, quien se quejaba de que la dicción de su hijo era peor que la de su difunta esposa

No había tenido necesidad de seleccionar personalmente los textos que leía en voz alta a Minty, porque los libros de éste estaban debidamente señalados, los pasajes pertinentes subrayados en rojo, y el viejo profesor estaba tan familiarizado con aquellas obras que no era preciso resumirle los argumentos. Eddie se limitaba a pasar las páginas y sólo leía los pasajes subrayados. (Al final, el hijo no había podido librarse del soporífero método que su padre empleaba en clase.)

Eddie siempre había pensado que el largo párrafo inicial de Retrato de una dama, en el que Henry James describe "la ceremonia conocida como té de la tarde", era demasiado ceremoniosa para su propio bien. No obstante, Minty afirmaba que el pasaje merecía innumerables relecturas, y Eddie las realizaba con la misma actitud de aislamiento, como recluyéndose en una zona especial del cerebro, que había utilizado para evadirse mientras le hacían la primera sigmoidoscopia

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