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La Schweizer Elektronik und Sicherheitssysteme había enviado a Urs Messerli a toda Europa, y el ingeniero había asesinado prostitutas en Francfort, Bruselas, Hamburgo, La Haya, Viena y Amberes. No siempre las había matado de manera tan eficiente ni había iluminado a sus víctimas con el mismo proyector que llevaba en el voluminoso maletín de cuero, pero siempre había dispuesto los cadáveres de sus chicas de la misma manera: tendidas de costado con los ojos cerrados, las rodillas alzadas hasta el pecho, en una postura recatada, de niña pequeña, razón por la que la esposa de Messerli y el abogado nunca sospecharon que las mujeres desnudas estaban muertas

– Tiene usted que felicitar a su testigo -le dijo Ernst Hecht a Harry

Ambos se dirigían al Universitátsspital para ver a Urs Messerli antes de que falleciera. El hombre ya había confesado.

– Sí, claro, le daré las gracias -replicó Harry-. Cuando la encuentre

El inglés de Urs Messerli era exactamente tal como lo había descrito la testigo misteriosa. El hombre hablaba un buen inglés, pero con acento alemán. Harry decidió hablarle en inglés, sobre todo porque Ernst Hecht también lo hablaba muy bien

– En la Bergstraat de Amsterdam… -empezó a decirle Harry-. Tenía el pelo castaño rojizo y buena figura para una mujer de su edad, pero los senos bastante pequeños…

– ¡Sí, sí, lo sé! -le interrumpió Urs Messerli

Una enfermera tuvo que quitarle la mascarilla de oxígeno para que pudiera hablar. Entonces el enfermo jadeó e hizo un sonido de succión, de modo que la enfermera volvió a cubrirle la boca y la nariz con la mascarilla

Su piel tenía una tonalidad mucho más gris que cuando Ruth Cole le vio y la imagen de un topo cruzó por su mente. Ahora la piel era cenicienta, las bolsas de aire agrandadas en los pulmones producían un sonido propio, independiente de la respiración irregular. Era como si se pudiera oír la rotura del tejido dañado que forraba las paredes de aquellas bolsas de aire

– En Amsterdam había una testigo -dijo Harry al asesino-. Supongo que la vio

Por una vez los ojillos vestigiales se abrieron del todo, como los de un topo que descubriera la visión. La enfermera volvió a retirarle la mascarilla de oxígeno

– Sí, sí…, ¡la oí! ¡Allí había alguien! -Se interrumpió para recuperar el aliento-. Hizo un pequeño ruido. Casi la oí. Entonces le sobrevino un ataque de tos. La enfermera volvió a cubrirle la boca y la nariz con la mascarilla

– Estaba en el ropero -informó Harry a Messerli-. Todos los zapatos habían sido colocados con las puntas hacia fuera. Es probable que, de haber mirado con más atención, hubiera visto los tobillos

Esta noticia entristeció indeciblemente a Urs Messerli, como si le hubiera gustado mucho conocer por lo menos a la testigo…, si no matarla

Todo esto sucedía en abril de 1991, seis meses después del asesinato de Rooie y un año después de que Harry Hoekstra hubiera estado a punto de viajar con ella a París. Aquella noche, en Zurich, Harry se dijo que ojalá hubiera ido a París con Rooie. No era necesario pasar la noche en Zurich y podría regresar en avión a Amsterdam al final de ese mismo día, mas por una vez quería hacer algo que había leído en un libro de viajes

Rechazó la invitación a cenar que le hizo Ernst Hecht, pues quería estar a solas. Cuando pensaba en Rooie, no estaba totalmente solo. Incluso eligió un hotel que a ella podría haberle gustado. Aunque no era el hotel más lujoso de Zurich, era demasiado caro para un policía, pero Harry había viajado tan poco que tenía ahorrada una buena cantidad de dinero. No esperaba que el Segundo Distrito le pagara la estancia en el hotel Zum Storchen, ni siquiera una sola noche, pero fue allí donde quiso alojarse. El hotel, a orillas del Limmat, tenía un encanto romántico. Thomas Mann había comido allí… y también James Joyce. De las paredes de sus dos comedores colgaban pinturas de Klee, Chagall, Matisse, Miró y Picasso. Eso a Rooie no le interesaría en absoluto, pero le habría gustado la Bündnerfleisch y el hígado de ternera picado con Rósti

Normalmente Harry no bebía nada más fuerte que cerveza, pero esa noche fue a la Kronenhalle y se tomó cuatro cervezas y una botella de vino tinto. Cuando regresó a la habitación del hotel estaba borracho. Se quedó dormido antes de haberse descalzado, y sólo la llamada telefónica de Nico Jansen le obligó a despertar y desvestirse para meterse en la cama

– Cuéntamelo -le dijo Jansen-. El asunto ha terminado, ¿no?

– Estoy bebido, Nico -replicó Harry-. Estaba dormido.

– Cuéntamelo de todos modos -insistió Nico Jansen-. El cabrón mató a ocho furcias, cada una en una ciudad distinta, ¿no es cierto?

– Así es. Dentro de un par de semanas habrá muerto. Me lo ha dicho su médico. Tiene una infección en los pulmones, padece enfisema desde hace quince años. Supongo que produce un sonido como el asma

– Pareces alegre -comentó Jansen.

– Estoy bebido -repitió Harry

– Deberías ser un borracho feliz, Harry -le dijo Nico-. Todo se ha resuelto, ¿no?

– Todo excepto dar con la testigo -dijo Harry Hoekstra.

– Tú y tu testigo. Déjala en paz. Ya no la necesitamos para nada

– Pero la vi -replicó Harry. No se percató hasta que lo hubo dicho, pero precisamente porque la había visto no podía quitársela de la cabeza. ¿Qué había estado haciendo allí aquella mujer? Harry pensó que había sido una testigo mejor de lo que con toda probabilidad ella creía, pero se limitó a decir-: Sólo quiero felicitarla

– ¡Dios mío, estás borracho de veras! -exclamó Jansen. Harry intentó leer en la cama, pero estaba demasiado bebido para entender lo que leía. La novela, que no había estado del todo mal como lectura en el avión, era un desafío demasiado grande bajo los vapores del alcohol. Se trataba de la nueva novela de Alice Somerset, la cuarta y última en la que aparecía la detective Margaret McDermid. Se titulaba McDermid, jubilada

A pesar de su desdén habitual por las novelas policíacas, Harry Hoekstra era un gran aficionado a la anciana autora canadiense. (Aunque Eddie O'Hare nunca habría considerado a una mujer de setenta y dos años una "anciana", ésa era la edad que Alice Somerset, también llamada Marion Cole, tenía en abril de 1991.)

A Harry le gustaban las novelas de misterio protagonizadas por Margaret McDermid porque creía que la detective del departamento de desaparecidos tenía un grado de melancolía que resultaba convincente en un agente policial. Además, las obras de Alice Somerset no eran verdaderas novelas de "misterio", sino investigaciones psicológicas que profundizaban en la mente de una policía solitaria. En opinión de Harry, las novelas demostraban de una manera creíble el efecto que las personas desaparecidas ejercían sobre la sargento McDermid…, es decir, aquellas personas desaparecidas cuya suerte la detective jamas llegaba a descubrir

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