– ¿La tenías empalmada? -le preguntó Ruth a Wim una vez estuvieron a salvo en la calle
– Sí -confesó el muchacho
Ruth se preguntó qué podía haber estimulado al chico para que tuviera una erección. ¡Y el pequeño sátiro se había corrido dos veces la noche anterior! ¿Acaso todos los hombres eran insaciables? Pero entonces pensó que a su madre debía de haberle gustado la atención amorosa de Eddie O'Hare. El concepto de "sesenta veces" cobraba un nuevo significado
– Mitad de precio por ti y por tu madre -le dijo a Wim una de las prostitutas sudamericanas que estaban en el Gordijnensteeg
Por lo menos hablaba bien el inglés, mejor que el holandés, por lo que fue Ruth quien le respondió
– No soy su madre, y sólo queremos hablar contigo, nada más que hablar
– No importa lo que hagáis, cuesta lo mismo -replicó la prostituta
Llevaba un sarong con un sujetador a juego, cuyo estampado de flores pretendía representar la vegetación del trópico. Era alta y esbelta, la piel de color café con leche, y aunque la alta frente y los pómulos muy marcados daban a su rostro un aspecto exótico, había algo demasiado prominente en su osamenta facial
Condujo a Wim y Ruth escaleras arriba, a una habitación que formaba ángulo. Las cortinas eran diáfanas y la luz del exterior prestaba a la estancia escasamente amueblada una atmósfera campesina. Incluso la cama, con cabecera de pino y un edredón, tenía todo el aire de la habitación para invitados en una casa de campo. No obstante, en el centro de la cama de matrimonio estaba la ya familiar toalla. No había bidé ni lavabo, ni tampoco lugar alguno donde uno pudiera ocultarse
A un lado de la cama había dos sillas de madera de respaldo recto, el único lugar donde dejar la ropa. La exótica prostituta se quitó el sujetador, dejándolo en el respaldo de una silla, y luego el sarong. Al sentarse en la toalla no llevaba más que unas bragas negras. Dio unas palmadas a la cama, invitándoles a sentarse a su lado
– No es necesario que te desnudes -le dijo Ruth-. Sólo queremos hablar contigo
– Lo que tú digas -replicó la mujer exótica
Ruth tomó asiento en el borde de la cama, a su lado. Wim, que era menos cauto, se dejó caer más cerca de la prostituta de lo que Ruth hubiera deseado. ¡Probablemente ya la tenía empalmada!, se dijo. En ese instante vio con claridad lo que debía ocurrir en su relato
¿Y si la escritora tuviera la sensación de que no atraía en grado suficiente al hombre, mucho más joven que ella? ¿Y si la perspectiva de hacer el amor con ella parecía dejarle casi indiferente? Lo hacía con ella, por supuesto. Y ella tenía claro que el chico sería capaz de pasarse el día y la noche haciéndolo. No obstante, siempre la dejaba con la sensación de que no se excitaba demasiado. ¿Y si esa actitud del joven le provocaba tal inseguridad acerca de su atractivo sexual que nunca se atrevía del todo a mostrar su propia excitación (a fin de no parecer una necia)? El joven personaje de la novela sería muy distinto a Wim en ese aspecto, un muchacho totalmente superior. No sería tanto un esclavo del sexo, como le habría gustado a la escritora madura…
Pero cuando contemplan juntos a la prostituta, el joven, de una manera muy lenta e intencionada, hace saber a su acompañante que está excitado de veras. Y consigue que ella, a su vez, se excite tanto que apenas pueda mantenerse quieta en el reducido espacio del ropero, donde se ocultan; ella apenas puede esperar a que el cliente de la prostituta se haya ido, y cuando éste por fin se marcha, la mujer tiene que acostarse con el joven allí mismo, sobre la cama de la puta, mientras ésta la contempla con una especie de desdén y de hastío. La prostituta podría tocar la cara de la escritora, o los pies…, o incluso los pechos. Y la escritora está tan absorta en la pasión del momento que ha de limitarse a dejar que todo suceda
– Ya lo tengo -dijo Ruth en voz alta
Ni Wim ni la prostituta sabían de qué estaba hablando.
– ¿Qué es lo que tienes? -inquirió la prostituta. La desvergonzada mujer tenía la mano en el regazo de Wim-. Tócame las tetas. Anda, tócamelas -le dijo al muchacho
Wim miró a Ruth, inseguro, como un niño que busca el permiso materno. Entonces aplicó una mano titubeante a los senos pequeños y firmes de la mujer, y la retiró nada más establecer el contacto, como si la piel de aquellos senos estuviera fría o caliente de una manera antinatural. La prostituta se echó a reír. Su risa era como la de un hombre, áspera y profunda
– ¿Qué te ocurre? -preguntó Ruth a Wim.
– ¡Tócalos tú! -replicó el muchacho
La prostituta se volvió hacia Ruth con una expresión incitadora
– No, gracias -le dijo Ruth-. Los pechos no son ningún milagro para mí
– Éstos sí que lo son -replicó la mujer-. Anda, tócalos. Aunque la novelista ya conociera la línea argumental de su relato, la invitación de la furcia despertó por lo menos su curiosidad. Aplicó con cautela la mano al seno más próximo de la mujer. Estaba duro como un bíceps en tensión o como un puño. Daba la sensación de que la mujer tuviera una pelota de béisbol bajo la piel. (Sus senos no eran más grandes que pelotas de béisbol.)
Entonces la prostituta se dio unas palmaditas en la V de sus bragas
– ¿Queréis ver lo que tengo?
El desconcertado muchacho dirigió una mirada suplicante a Ruth, pero esta vez lo que quería no era su permiso para tocar a la prostituta
– ¿Nos vamos ya? -preguntó Wim a la escritora
Cuando bajaban a tientas por la escalera a oscuras, Ruth preguntó a la puta (o puto) de dónde era
– De Ecuador -les informó
Salieron a la Bloedstraat, donde había más ecuatorianos en los escaparates y umbrales, pero aquellos travestidos eran más corpulentos y tenían una virilidad más visible que el guapo con quien habían estado
– ¿Qué tal tu erección? -preguntó Ruth a Wim.
– Sigue ahí
Ruth tenía la sensación de que ya no necesitaba al muchacho. Ahora que sabía lo que quería que sucediera en la novela, su compañía la aburría. Además, no era el joven ideal para el relato que se proponía escribir. Sin embargo, aún tenía que resolver la cuestión del lugar donde la escritora y el joven se sentirían más cómodos para abordar a una prostituta. Tal vez no sería en el barrio chino…
La misma Ruth se había sentido más cómoda en la parte más próspera de la ciudad. No le haría ningún daño pasear con Wim por el Korsjespoortsteeg y la Bergstraat. (La idea de dejar que Rooie viese al guapo muchacho le parecía a Ruth una especie de provocación perversa.)
Tuvieron que pasar dos veces ante el escaparate de Rooie en la Bergstraat. La primera vez, la cortina de Rooie estaba corrida, lo cual significaba que debía de hallarse en plena faena con un cliente. Cuando recorrieron la calle por segunda vez, Rooie estaba en su escaparate. La prostituta no pareció reconocer a Ruth y se limitó a mirar fijamente a Wim. Ruth, por su parte, no hizo gesto alguno con la cabeza o la mano, ni siquiera sonrió. Lo único que hizo fue preguntarle a Wim con naturalidad, de pasada: