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A Ruth no se la podía convencer fácilmente de que las mujeres eran víctimas; al contrario, estaba convencida de que las mujeres eran tan a menudo víctimas de sí mismas como lo eran de los hombres. A juzgar por el comportamiento de las mujeres a las que mejor conocía, ella misma y Hannah, eso era del todo cierto. (No conocía a su madre, pero sospechaba que probablemente Marion sí era una víctima, una de las muchas víctimas de su padre.)

Además, Ruth se había vengado de Scott Saunders. ¿Por qué arrastrarle a él, o a un pelirrojo similar, a su novela? En No apto para menores, la novelista viuda, Jane Dash, tomaba la decisión correcta, la de no escribir sobre su adversaria Eleanor Holt. ¡Ruth ya había escrito sobre ese particular! ("Como novelista, la señora Dash despreciaba escribir acerca de personas reales, le parecía un fracaso de la imaginación, pues todo novelista digno de ese nombre debería ser capaz de inventar un personaje más interesante que cualquier persona de carne y hueso. Convertir a Eleanor Holt en personaje literario, aun cuando fuese con el propósito de burlarse de ella, sería una especie de halago.")

Ruth se dijo a sí misma que debería practicar lo que predicaba

Dada la insatisfactoria selección de alimentos en el comedor de los desayunos, y tras recordar que su única entrevista del día tendría lugar durante la comida, Ruth se tomó media taza de café tibio y un zumo de naranja cuya temperatura era no menos desagradable y salió en dirección al barrio chino. A las nueve de la mañana no era aconsejable pasear por el distrito con el estómago lleno

Cruzó la Warmoesstraat, donde había una comisaría de policía que a ella le pasó desapercibida. En lo primero que se fijó fue en una prostituta callejera joven y drogadicta que estaba en cuclillas en la esquina del Enge Kerksteeg. La joven tenía dificultades para mantener el equilibrio y, a fin de no caerse, sólo podía aplicar las palmas de ambas manos en el bordillo de la acera mientras orinaba en la calle

– Por cincuenta guilders puedo hacerte cualquier cosa que te haga un hombre -propuso la joven a Ruth, pero ésta no le hizo caso

A las nueve en punto sólo estaba abierto uno de los escaparates de prostitutas en la Oudekerksplein, al lado de la vieja iglesia. A primera vista, la prostituta podría ser una de las mujeres dominicanas o colombianas a las que Ruth había visto la noche anterior, pero aquella mujer tenía la piel mucho más oscura. Era muy negra y muy gorda, y permanecía de pie, con una confianza campechana, en el umbral de su habitación, como si por las calles de De Wallen avanzaran oleadas de hombres. Lo cierto era que las calles estaban prácticamente desiertas, con excepción de los barrenderos, que recogían los desperdicios acumulados durante el día anterior

En los cubículos desocupados de las prostitutas se afanaban numerosas mujeres de la limpieza, y el ruido de los aspiradores se imponía a las charlas que entablaban de vez en cuando. Incluso en el estrecho Trompetterssteeg, donde Ruth no pensaba aventurarse, el carrito de una mujer de la limpieza, que contenía el cubo, la fregona y las botellas de productos de limpieza, sobresalía de una estancia que daba al callejón. También había un saco de colada lleno de toallas sucias y una abultada bolsa de plástico, de esas que encajan en una papelera, sin duda llena de condones, toallitas y pañuelos de papel. Ruth pensó que sólo la nieve recién caída podría dar al distrito un aspecto de auténtica limpieza a la luz matinal, tal vez el día de Navidad por la mañana, cuando ni una sola prostituta estaría trabajando allí. ¿O sí estaría?

En el Stoofsteeg, donde predominaban las prostitutas tailandesas, sólo dos mujeres ofrecían sus servicios desde las puertas abiertas. Al igual que la mujer en cuclillas junto a la vieja iglesia, eran muy negras y muy gordas. Charlaban entre ellas en una lengua que no se parecía a ninguna de las que Ruth había oído jamás, y como se interrumpieron para saludarla cortésmente con una inclinación de cabeza, ella se atrevió a detenerse y preguntarles de dónde eran

– De Ghana -dijo una de ellas

– ¿Y tú de dónde eres? -le preguntó la otra a Ruth

– De Estados Unidos -replicó Ruth

Las mujeres africanas murmuraron apreciativamente y, restregándose los dedos, hicieron el gesto universal que significa dinero

– ¿Quieres algo que podamos darte? -preguntó Ruth

– ¿Quieres entrar? -inquirió la otra

Las dos se echaron a reír ruidosamente. No se percataron de que Ruth no tuviera verdadero interés en acostarse con ellas. Lo que sucedía, ni más ni menos, era que la famosa riqueza de Estados Unidos las llevaba a intentar atraer a Ruth con sus muchos ardides

– No, gracias -les dijo Ruth y, sin dejar de sonreír cortésmente, se alejó

Allí donde, la noche anterior, los hombres ecuatorianos exhibían el atractivo de su equívoco sexual, sólo había ahora mujeres de la limpieza. Y en el Molensteeg, donde antes había más dominicanos y colombianos, otra prostituta de aspecto africano, ésta muy esbelta, permanecía en un escaparate mientras una mujer de la limpieza trajinaba en otro cubículo

La escasez de gente en el distrito reforzaba el ambiente en el que Ruth siempre pensaba: el aspecto de abandono, que era el aspecto del sexo indeseado, era mejor que el incesante turismo sexual que invadía el distrito por la noche

Impulsada por su irresistible curiosidad, Ruth entró en una sex shop. Como en una tienda de video convencional, cada categoría tenía su propio pasillo. Estaba el pasillo de los azotes y los pasillos para el sexo oral y anal. Ruth no exploró el pasillo de la coprofilia, y la luz roja sobre la puerta de una "cabina de video" le hizo abandonar la tienda antes de que saliera el cliente del recinto privado donde veía las películas. Le bastaba con imaginar la expresión del hombre

Durante algún tiempo creyó que la seguían. Un hombre fornido, con tejanos azules y sucias zapatillas deportivas, caminaba siempre detrás de ella o en la acera de enfrente, a su altura, incluso después de que diera dos veces la vuelta a la misma manzana. Sus facciones eran toscas, tenía barba de dos o tres días y sus ojos traslucían irritación. Llevaba una cazadora holgada que tenía la forma de esas chaquetas que usan los jugadores de béisbol para calentarse. No daba la impresión de que pudiera permitirse ir con una prostituta, pero seguía a Ruth como si creyera que ella lo era. Finalmente lo perdió de vista, y ella dejó de preocuparse por él

Estuvo dos horas paseando por el distrito. Hacia las once, varias tailandesas regresaron al Stoofsteeg. Las africanas ya se habían ido y, alrededor de la Oudekerksplein, la media docena de negras gordas, posiblemente también procedentes de Ghana, fueron sustituidas por una docena o más de mujeres de piel morena: de nuevo las colombianas y dominicanas

Ruth se metió por error en un callejón sin salida frente al Oudezijds Voorburgwal. El Slapersteeg se estrechaba enseguida y al final había tres o cuatro escaparates de prostitutas con una sola puerta de acceso. En el vano de la puerta abierta, una puta corpulenta con un acento que parecía jamaicano tomó a Ruth del brazo. Una mujer de la limpieza todavía trabajaba en las habitaciones, y otras dos prostitutas se estaban arreglando ante un largo espejo de maquillaje

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