Al levantarse, se sintió momentáneamente mareada. La sensación de vómito se prolongó más tiempo. Bajó la escalera con aquellos conatos de náuseas, cruzó el comedor y se encaminó a la terraza a oscuras. El aire nocturno la reanimó al instante. Pensó que el veranillo de San Martín había terminado, y sumergió los dedos de un pie en la piscina. El agua, suave como la seda, estaba más cálida que el aire
Más tarde se daría un chapuzón, pero de momento no quería estar desnuda. Encontró su viejo equipo de squash en la plataforma, cerca de la ducha al aire libre. Las prendas estaban húmedas de sudor frío y rocío, y el contacto de la camiseta le hizo estremecerse. No se tomó la molestia de ponerse las bragas, el sostén ni los calcetines. Bastaría con la camiseta, el pantalón corto y las zapatillas. Estiró el dolorido hombro derecho. También el hombro, aunque le doliera, bastaría
La raqueta de Scott Saunders estaba apoyada, con el mango hacia arriba y la cabeza abajo, en el plato de la ducha. Era una raqueta demasiado pesada para ella, el mango más grueso de lo conveniente para abarcarlo con su mano. Pero de todos modos no se proponía jugar a squash con ella. Mientras regresaba al interior de la casa, se dijo que aquella raqueta le serviría
Encontró a Scott en el lavadero. No se había molestado en ponerse el suspensorio. Se había puesto el pantalón corto, guardándose el suspensorio en el bolsillo derecho, mientras metía los calcetines en el izquierdo. Se había calzado, pero sin atarse los cordones. Se estaba poniendo la camiseta cuando Ruth le alcanzó con un golpe de revés bajo que le aplastó la rodilla derecha. Scott logró sacar la cabeza por el cuello de la camiseta, tal vez medio segundo antes de que Ruth le golpeara en plena cara con un drive ascendente. Él se cubrió la cara con las manos, pero Ruth, con la raqueta ladeada, le golpeó en los codos… un revés, un drive, en ambos codos. El hombre tenía los brazos insensibles y no podía alzarlos para protegerse la cara. Le sangraba una ceja. Ella golpeó con un smatch en cada clavícula. Rompió varias cuerdas de la raqueta con el primer golpe, y con el segundo separó por completo la cabeza del mango
El mango seguía siendo un arma bastante eficaz. Siguió atizando a Scott, golpeándole en todas sus partes descubiertas. Él intentó salir a gatas del lavadero, pero la rodilla derecha no aguantaba su peso y tenía rota la clavícula izquierda, por lo que no podía arrastrarse. Mientras le golpeaba, Ruth repetía las puntuaciones de sus juegos de squash, una letanía bastante humillante. "¡Quince a ocho, quince a seis, quince a nueve, quince a cinco, quince a uno!"
Cuando Scott yacía en una postura orante ladeada, ocultándose el rostro con las manos, Ruth dejó de golpearle. Aunque no le ayudó, dejó que se pusiera en pie. A causa de la rodilla derecha lesionada, cojeaba a saltitos, lo cual sin duda le producía un dolor considerable en la clavícula izquierda rota. El corte en la ceja sangraba mucho. Ruth le siguió hasta su coche a una distancia prudencial, todavía con el mango de la raqueta en la mano. Ahora que había desaparecido la cabeza, el peso del mango parecía el apropiado para ella
Le preocupaba un poco el estado de la rodilla derecha de Scott, pero sólo por si eso le impedía conducir. Entonces reparó en que el cambio de marchas de su coche era automático; de ser necesario, podría accionar el acelerador y el freno con el pie izquierdo. Le resultaba deprimente que sintiera casi tanto desprecio por un hombre que conducía un coche con cambio de marchas automático que por uno que golpeaba a las mujeres. "¡Mírame, Dios! -se dijo Ruth-. ¡Soy hija de mi padre!"
Después de que Scott se marchara, Ruth encontró la cabeza de la raqueta en el lavadero y la tiró a la basura junto con lo que quedaba del mango. Entonces se dispuso a lavar algo de ropa: sólo su equipo de squash, unas prendas interiores y las toallas que ella y Scott habían usado. Lo hizo más que nada para oír el zumbido de la lavadora, porque la tranquilizaba. La gran casa, sin nadie más que ella, estaba demasiado silenciosa
Se bebió casi un litro de agua y, desnuda de nuevo, se dirigió con una toalla limpia y dos compresas de hielo a la piscina. Se dio una prolongada ducha caliente, enjabonándose dos veces, y entonces se sentó en el último escalón de la piscina. No había querido mirarse en el espejo pero, a juzgar por lo que notaba, tenía hinchados el pómulo y el ojo derechos. Tan sólo podía entreabrir el ojo. Por la mañana estaría totalmente cerrado
Después de la ducha caliente, al principio notó fría el agua de la piscina, pero era suave como la seda y mucho más cálida que el aire nocturno. La noche era clara y en el cielo debía de haber un millón de estrellas. Ruth confió en que la noche siguiente, cuando volara a Europa, fuese también clara, pero estaba demasiado fatigada para pensar más en su viaje. Dejó que el hielo la insensibilizara
Estaba tan inmóvil que una ranita saltó hacia ella, y Ruth la sostuvo en el hueco de la mano. Tendió la mano y dejó la rana en la plataforma; desde allí, el animalito se escabulló dando saltos. Al final el cloro hubiera acabado con ella. Entonces Ruth se restregó la mano bajo el agua hasta que desapareció la sensación viscosa dejada por la rana. La baba le había recordado sus experiencias recientes con la gelatina lubricante
Cuando oyó que la lavadora se detenía, salió de la piscina e introdujo la ropa húmeda en la secadora. Se acostó en su habitación y permaneció entre las sábanas limpias, escuchando el agradable y familiar golpeteo de algo que giraba en la secadora
Pero más tarde, cuando tuvo que bajar de la cama para ir al lavabo, sintió dolor al orinar, y pensó en el lugar desacostumbrado, tan profundo, en el que había hurgado Scott Saunders. Allí también le dolía, pero este último dolor no era agudo, sino una molestia, como el inicio de un calambre, sólo que no era el momento de tener calambres ni aquél un lugar donde antes hubiera sentido dolor
Por la mañana llamó a Allan antes de que él partiera hacia el trabajo
– ¿Me querrías menos si abandonara el squash? -le preguntó Ruth-. No creo que tenga muchas ganas de volver a jugar…, es decir, después de que derrote a mi padre
– Pues claro que no te querría menos por eso -le dijo Allan.
– Eres demasiado bueno para mí -le advirtió ella
– Te he dicho que te quiero
"¡Dios mío, debe de amarme de veras!", pensó Ruth, pero se limitó a decirle:
– Volveré a llamarte desde el aeropuerto
Ruth se había examinado las marcas dejadas por los dedos de Scott en los senos. También tenía en las caderas y en las nalgas, pero no podía vérselas todas sólo con el ojo izquierdo. Aún no quería mirarse la cara en el espejo; no tenía necesidad de verse para saber que debía seguir poniéndose hielo en el ojo derecho, y así lo hizo. Se notaba rígido y dolorido el hombro derecho, pero estaba cansada de aplicarse hielo. Además, tenía cosas que hacer. Acababa de cerrar el equipaje cuando llegó su padre a casa.
– Dios mío, Ruthie… ¿Quién te ha pegado?
– Ha sido jugando a squash -mintió ella.