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Capítulo 22

Jeremy deambuló por el comedor, arriba y abajo, con el pulso acelerado. Necesitaba reflexionar, pensar en las opciones, para estar seguro de lo que debía hacer.

Se pasó la mano por el pelo antes de sacudir la cabeza. No había tiempo para vacilaciones; no ahora, sabiendo lo que sabía. Tenía que volver. Se subiría al primer avión que pudiera e iría a verla. Hablaría con ella, intentaría convencerla de que jamás había estado más seguro de algo como cuando le había declarado que la quería. Le diría que no podía imaginar la vida sin ella. Le diría que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de estar juntos.

Antes de que Doris hubiera tenido tiempo de parar un taxi en la puerta de su edificio, él ya estaba llamando por teléfono al aeropuerto.

Lo dejaron en espera durante un rato que le pareció eterno; cada segundo que pasaba, podía notar cómo se acrecentaba la ira y la crispación que sentía, hasta que finalmente lo atendió una operadora.

El último vuelo a Raleigh partía al cabo de noventa minutos. Con buen tiempo, el trayecto en taxi hasta el aeropuerto podía realizarse más o menos en tres cuartos de hora, pero con mal tiempo… Sin embargo, la alternativa no le parecía convincente: o se arriesgaba, o tendría que esperar hasta el día siguiente.

Necesitaba actuar con la máxima celeridad. Agarró una bolsa de mano del armario y lanzó un par de vaqueros, un par de camisas, calcetines y calzoncillos dentro. Luego se puso la chaqueta y se guardó el móvil en el bolsillo. Cogió el cargador, que estaba encima de la mesa. ¿Y el portátil? No, no lo necesitaría. ¿Qué más?

Ah, sí, claro. Se dirigió rápidamente al lavabo y revisó el contenido de su neceser. Faltaban la maquinilla de afeitar y el cepillo de dientes; los agarró atropelladamente y los guardó en el neceser. Apagó las luces, el ordenador, y asió el billetero. Echó un rápido vistazo a su interior y se cercioró de que disponía de suficiente dinero en efectivo para pagar el taxi que lo llevaría hasta el aeropuerto -por el momento eso era todo lo que necesitaba-. Con el rabillo del ojo vio el diario de Owen Gherkin medio enterrado entre una pila de papeles. Lo cogió y lo echó dentro de la bolsa de mano, a continuación hizo un rápido repaso mental por si necesitaba algo más, y se dijo que no. No había tiempo que perder. Agarró las llaves de la consola del recibidor, echó un último vistazo a su alrededor, y cerró la puerta con llave antes de volar escaleras abajo.

Tomó un taxi, le indicó al taxista que tenía muchísima prisa, y se desplomó en el asiento al tiempo que lanzaba un suspiro y entornaba los ojos, con la esperanza de llegar a tiempo. Doris tenía razón: a causa de la nieve, el tráfico era infernal. Cuando se pararon ante una señal de stop en el puente que cruzaba el East River, no pudo contenerse y soltó un bufido y una maldición en voz baja.

Para ganar tiempo en la zona de control de seguridad del aeropuerto, se quitó el cinturón con la trabilla metálica y lo guardó en la bolsa de mano, junto con las llaves. El taxista lo observó a través del retrovisor. Mostraba una expresión aburrida, y aunque conducía rápido, no lo hacía con una sensación de premura. Jeremy se mordió la lengua, consciente de que si intentaba acuciar al pobre hombre para que pisara fuerte el acelerador, no conseguiría nada más que irritarlo.

Los minutos pasaban. Las ráfagas de nieve, que habían desaparecido momentáneamente, volvieron a hacer acto de presencia, reduciendo todavía más la visibilidad. Quedaban cuarenta y cinco minutos para que despegara el avión.

El tráfico volvía a moverse con lentitud, y Jeremy lanzó otro bufido mientras echaba una mirada desesperada al reloj por enésima vez. Quedaban treinta y cinco minutos para que el avión despegara. Diez minutos más tarde llegaban al aeropuerto. Al fin.

El taxi se detuvo delante de la terminal, y Jeremy abrió la puerta apresuradamente y lanzó dos billetes de veinte dólares al taxista. Ya en la terminal, sólo dudó un instante antes de clavar la vista en el panel electrónico para averiguar la puerta que buscaba. Hizo cola para obtener su billete electrónico y luego enfiló a toda prisa hacia la zona de seguridad. Al divisar las largas filas que se abrían delante de sus ojos, notó cómo se le encogía el corazón, pero la espera se redujo cuando abrieron una nueva línea. La gente que llevaba rato esperando empezó a dirigirse hacia allí, y Jeremy, sin dudarlo ni un segundo, corrió y adelantó a tres pasajeros.

El tiempo para embarcar se agotaba. Le quedaban menos de diez minutos, y una vez hubo superado la zona de seguridad, se echó a la carrera como un loco, apartando bruscamente a la gente que encontraba a su paso. Buscó su carné de conducir y empezó a contar las puertas.

Respiraba con dificultad cuando alcanzó la puerta, e incluso podía notar cómo le caía el sudor por la espalda.

– ¿Todavía estoy a tiempo para embarcar? -preguntó a la mujer que había detrás del mostrador.

– Ha tenido suerte. El avión lleva un leve retraso y todavía no ha despegado -respondió la mujer mientras tecleaba en el ordenador. La azafata situada al lado de la puerta lo miró con aire recriminatorio.

Después de aceptar su billete, la azafata cerró la puerta mientras Jeremy empezaba a descender por la rampa. Aún estaba intentando recuperar el aliento cuando llegó al avión.

– Vamos a cerrar las puertas. Usted es el último pasajero, así que puede sentarse en cualquier asiento libre que quede -le indicó otra azafata al tiempo que se apartaba para dejar pasar a Jeremy.

– Muchas gracias.

Avanzó por el pasillo, sorprendido de que lo hubiera logrado, y distinguió un asiento libre al lado de una ventana. Estaba guardando su bolsa de mano en el compartimento superior cuando divisó a Doris, tres filas por detrás de él.

Ella también lo miró, pero no dijo nada; simplemente sonrió.

El avión aterrizó en Raleigh a las tres y media, y Jeremy anduvo con Doris por la terminal. Cuando ya estaban próximos a las puertas de salida, él señaló por encima del hombro.

– Será mejor que vaya a alquilar un coche.

– De ningún modo. Estaré más que encantada de llevarte -comentó ella-. Después de todo, vamos al mismo sitio, ¿no?

Cuando Doris vio que Jeremy vacilaba, sonrió.

– Vamos, te dejaré conducir -agregó.

Durante todo el camino, Jeremy no permitió que la aguja del velocímetro marcara menos de ochenta, y tardó cuarenta y cinco minutos menos en realizar un trayecto que duraba casi tres horas. Empezaba a anochecer cuando se aproximó a los confines del pueblo. Con imágenes aleatorias de Lexie flotando en su cabeza, se dio cuenta de que el tiempo se le había pasado velozmente. Intentó ensayar lo que quería decirle a Lexie, o anticipar cómo respondería ella, pero pensó que no tenía ni idea de lo que iba a suceder a continuación. No importaba. Aunque actuaba guiándose por el instinto, no podía imaginar hacer otra cosa distinta.

Las calles de Boone Creek estaban silenciosas cuando el coche se deslizó por la zona comercial. Doris se dio media vuelta y lo miró.

– ¿Te importaría dejarme en casa?

Él también la observó, y en ese momento se dio cuenta de que apenas habían conversado desde que habían salido del aeropuerto. Se había pasado todo el rato pensando en Lexie, sin prestar atención a Doris, sin fijarse en su presencia.

– ¿No necesitas el coche?

– No lo necesitaré hasta mañana. Además, hace demasiado frío para salir a dar una vuelta.

Jeremy siguió las instrucciones de Doris hasta que se detuvo delante de un pequeño bungaló blanco. La luna creciente asomaba justo por encima del ala del tejado, y bajo la tenue luz, él se observó a sí mismo en el espejo retrovisor. Sabía que en tan sólo unos minutos iba a ver a Lexie, e instintivamente se pasó la mano por el pelo en un intento de acicalarse.

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