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Capítulo 5

Quince minutos más tarde, después de conducir por una carretera asfaltada que dio paso a un camino de gravilla -por lo visto, a los del pueblo les encantaban los caminos de gravilla-, Jeremy aparcó el coche en medio de una ciénaga, justo delante de un cartel pintado a mano que anunciaba los búngalos de alquiler de Greenleaf Cottages. En esos momentos recordó que jamás debía fiarse de las promesas de las Cámaras de Comercio locales.

Definitivamente, el lugar no tenía nada de moderno. Quizá se podría haber considerado moderno treinta años atrás. En total divisó seis pequeños búngalos en fila dispuestos a lo largo del margen del río. Con la pintura ajada, las paredes erigidas con tablones de madera y el techo de hojalata, las casitas estaban conectadas entre sí a través de unos pequeños senderos descuidados que confluían en un camino más ancho que conducía a un búngalo central, el cual debía de albergar la oficina de recepción, pensó Jeremy. Tenía que admitir que el paisaje era bucólico, pero de rústico sólo debía de tener lo referente a los mosquitos y a los caimanes, y ninguno de esos dos bichos despertaba en él tanto interés como para querer pasar unos cuantos días allí encerrado.

Mientras se preguntaba si valía la pena entrar y confirmar su reserva -había pasado por delante de una cadena de hoteles en Washington, a unos cuarenta minutos de Boone Creek-, oyó el ruido del motor de un coche que se acercaba por la carretera y vio un Cadillac de color granate que se dirigía hacia el lugar donde estaba él, brincando sobre los numerosos baches. El automóvil se detuvo justo detrás de su coche, con un frenazo tan brusco que levantó una enorme nube de polvo y de gravilla.

Un tipo orondo y medio calvo salió disparado por la puerta, con semblante nervioso. Iba ataviado con unos pantalones verdes de poliéster y un jersey de cuello alto de color azul, por lo que parecía como si hubiera elegido la ropa a ciegas.

– ¿Señor Marsh?

Jeremy lo miró sorprendido.

– ¿Sí?

El individuo bordeó el coche y se le acercó. Todo lo referente a ese sujeto parecía estar en una moción acelerada.

– ¡Qué suerte que le haya encontrado! ¡Qué ganas tenía de verle! ¡No se puede ni imaginar lo contentos que estamos con su visita!

Parecía visiblemente alterado. Extendió el brazo y le propinó un vigoroso apretón de manos.

– ¿Nos conocemos? -inquirió Jeremy.

– No, no, por supuesto que no -dijo riendo el individuo-. Soy Tom Gherkin, el alcalde de Boone Creek. Pero por favor, llámeme Tom. -Volvió a reír-. Sólo quería darle personalmente la bienvenida a nuestra ilustre localidad. Perdón por mi apariencia, pero es que vengo directamente del campo de golf. Tan pronto como me he enterado de que usted estaba aquí, me he dicho: «Tom, no hay ni un minuto que perder». Aunque de haber sabido que tenía la intención de pasar por Boone Creek, lo habría organizado todo para recibirlo con todos los honores en mi despacho consistorial.

Jeremy lo observó con detenimiento, todavía aturdido. Por lo menos eso explicaba el modo en que iba vestido.

– ¿Usted es el alcalde?

– Sí, señor. Desde 1994. Es una tradición familiar. Mi padre, Owen Gherkin, fue alcalde durante veinticuatro años. Mi querido padre siempre mostró un interés especial por el pueblo. Lo sabía todo sobre esta localidad. Pero claro, el trabajo de alcalde es sólo de media jornada; es más bien una posición honoraria. Yo en realidad me dedico más a mis negocios, si quiere que le diga la verdad. Soy el dueño del bazar y de la emisora de radio del pueblo, ya sabe, con los viejos temas de siempre. ¿Le gusta esa clase de música?

– Sí, claro -respondió Jeremy.

– Bien, bien; me lo figuraba. Desde el primer momento en que le he visto, me he dicho: «Aquí tenemos a un hombre que aprecia la buena música». No soporto ese ruido espantoso al que algunos se empecinan en llamar «música» estos días. Me provoca dolor de cabeza. La música debería aplacar el alma. ¿Verdad que me entiende?

– Sí, claro -repitió Jeremy, haciendo un enorme esfuerzo para no perder el hilo.

Gherkin se echó a reír.

– Sabía que me comprendería. Bueno, como le decía, no se imagina lo contentos que estamos de que haya decidido venir para escribir un artículo sobre nuestro querido pueblo. Eso es precisamente lo que necesitamos. Quiero decir, ¿a quién no le gusta una buena historia sobre fantasmas, eh? El tema nos tiene a todos excitadísimos, se lo aseguro. Primero fueron esos muchachos de la Universidad de Duke, luego la prensa local. ¡Y ahora un periodista de la gran ciudad! La historia empieza a ser conocida, y eso es bueno. Mire, justo la semana pasada recibimos una llamada de un grupo de Alabama que quería pasar unos días en el pueblo para realizar la «Visita guiada por las casas históricas» este fin de semana.

Jeremy asintió con la cabeza lentamente al tiempo que pensaba qué podía hacer para apaciguar a ese individuo tan acelerado.

– ¿Cómo se ha enterado de que estaba aquí?

Gherkin depositó la mano sobre su hombro con un aire cordial, y antes de que Jeremy se diera cuenta, lo estaba conduciendo hacia la oficina de recepción de los búngalos.

– Ah, señor Marsh, las noticias en el pueblo corren como la pólvora. Siempre ha sido así; forma parte del atractivo de este lugar. Eso y la belleza natural. Tenemos algunos de los mejores parajes para pescar y cazar patos de todo el estado, ¿lo sabía? La gente viene de todas partes. ¡Incluso gente famosa! La mayoría se aloja en Greenleaf. Es como una estancia en el paraíso, sí señor. El estar a solas en un búngalo tranquilo, rodeado por la naturaleza… Imagínese, toda la noche oirá el delicioso canto de los pájaros y los grillos. Seguro que a partir de ahora pensará que todas esas cadenas hoteleras de Nueva York no son más que unos lugares insulsos.

– Es cierto -admitió Jeremy. Sin lugar a dudas, ese tipo era un político nato.

– Ah, y no se preocupe por las serpientes.

Jeremy abrió los ojos como un par de naranjas.

– ¿Serpientes?

– Seguro que habrá oído ya la historia, pero ha de pensar que todo lo que pasó el año pasado fue fruto de unos desafortunados malentendidos. Algunos tipos no saben comportarse como Dios manda. Pero como ya le he dicho, no se preocupe por los serpientes. Normalmente no aparecen hasta el verano. De tollos modos, será mejor que no se meta entre los arbustos para buscarlas. La mordedura de una serpiente boca de algodón puede ser muy seria.

– Ah -respondió Jeremy, buscando la respuesta apropiada mientras intentaba no pensar en esos desagradables reptiles. Odiaba a las serpientes incluso más que a los mosquitos y a los caimanes-. La verdad es que estaba pensando en…

El alcalde soltó un bufido lo suficientemente potente como para interrumpir a su interlocutor, y luego miró a su alrededor, como si quisiera asegurarse de que Jeremy veía lo satisfecho que estaba de poder disfrutar de ese entorno tan privilegiado.

– Así que dime, Jeremy… Supongo que no te importará si! te tuteo…

– No.

– Muchas gracias. Eres muy amable. Así que… Jeremy, me preguntaba si los de la tele podrían estar interesados en nuestra historia.

– No tengo ni idea.

– Es que si estuvieran interesados, los trataríamos a cuerpo de rey. Les mostraríamos la genuina hospitalidad sureña. Incluso les daríamos alojamiento en el Greenleaf gratis y, por supuesto, tendrían una primicia que contar. Mucho mejor que lo que tú hiciste en Primetime. Nuestra historia sí que tiene gancho.

– ¿Se da cuenta de que básicamente soy sólo un columnista? Normalmente no tengo ninguna relación con la televisión…

– No, claro que no. -Gherkin le guiñó el ojo; obviamente no le creía-. Bueno, haz lo que tengas que hacer, y luego ya veremos qué pasa.

– Hablo en serio -aseveró Jeremy. El alcalde volvió a guiñarle el ojo.

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