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– ¡Vamos, Jeremy, presta atención! -dijo Nate al tiempo que lo zarandeaba por el brazo-. ¡Estás saliendo por la tele! ¿No quieres ver tu magistral intervención?

Jeremy dio la espalda a la pelirroja. Levantó la vista y la fijó en la pantalla, entonces se vio sentado delante de Diane Sawyer. Qué sensación tan extraña, como estar en dos lugares a la vez. Todavía no se lo acababa de creer. A pesar de llevar tantos años trabajando en los medios de comunicación, nada de lo que le había pasado en las tres últimas semanas parecía real.

En la pantalla, Diane lo estaba presentando a la audiencia como «el periodista científico más respetado de todo el país». La historia a la que había dedicado varios meses no sólo había colmado todas sus expectativas, sino que además Nate se había dedicado a halagar la labor periodística de Jeremy durante una entrevista con Primetime Live, y el programa televisivo Good Morning America había mostrado un inesperado interés por él. Aunque muchos periodistas consideraban que la televisión era un medio de comunicación no tan prestigioso como otras formas «más serias» de información, no por ello dejaban de ver la tele en secreto y de apreciarla por su importancia, al menos por los enormes beneficios económicos que reportaba. A pesar de las felicitaciones, se podía notar cierta envidia en la atmósfera cargada del local, una sensación tan desconocida para Jeremy como un viaje a la luna. Después de todo, los periodistas de su clase no gozaban de una espectacular popularidad…, al menos hasta entonces.

– ¿Ha dicho «respetado»? -soltó Alvin-. ¡Pero si tú sólo escribes sobre Bigfoot y la leyenda de la Atlántida!

– ¡Chis! -siseó Nate, alzando un dedo sin apartar los ojos de la televisión-. Estoy intentando escuchar la entrevista. Podría ser muy importante para el futuro laboral de Jeremy.

Como agente de Jeremy, Nate procuraba siempre promover eventos que «pudieran ser importantes para el futuro laboral de Jeremy», porque sabía que el trabajo por cuenta propia no resultaba nada lucrativo. Unos años antes, cuando Nate estaba empezando, Jeremy le había presentado una propuesta para editar un libro, y desde entonces habían continuado trabajando juntos, simplemente porque se habían convertido en buenos amigos.

– ¡Anda ya! -soltó Alvin, haciendo caso omiso de la amonestación.

Mientras tanto, en la pantalla situada justo detrás de Diane Sawyer y Jeremy se podían ver los momentos estelares de la actuación de Jeremy en el espectáculo televisivo en directo, en el que fingió ser un hombre desconsolado por la trágica muerte de su hermano cuando éste todavía era un chiquillo, un niño al que Clausen proclamó estar canalizando porque deseaba enviarle un mensaje desde el más allá.

– Está aquí, conmigo -anunció Clausen-. Te pide que le dejes marchar, Thad.

La cámara cambió de plano para capturar la mueca de angustia de Jeremy, con las facciones contorsionadas. Clausen asintió nuevamente, como si sintiera pena por el invitado o como si estuviera estreñido, dependiendo de la perspectiva.

– Su madre jamás cambió la habitación, esa habitación que los dos compartían. Ella insistió en mantenerla tal y como estaba, y usted tuvo que continuar durmiendo allí, solo -continuó Clausen.

– Sí -dijo Jeremy entre jadeos.

– Pero a usted le aterraba esa habitación, y en un momento de ira, cogió algo que pertenecía a su hermano, algo muy personal, y lo enterró en el jardín situado en la parte posterior de su casa.

– Sí -acertó a decir Jeremy de nuevo, como si estuviera tan emocionado que no pudiera pronunciar ninguna palabra más.

– ¡Sus retenedores dentales!

– ¡Ooohhhhhhh…! -Jeremy soltó un grito desgarrador y se cubrió la cara con las manos.

– Quiere que sepa que no le guarda rencor, y que él está bien, en paz. No, no está enfadado con usted…

– ¡Ooohhhhhhh…! -Jeremy volvió a rugir, contorsionando su rostro todavía más.

En el bar, Nate miraba las imágenes con fascinación, totalmente concentrado. Alvin, en cambio, no podía parar de reír mientras sorbía tragos de su jarra de cerveza.

– ¡Dadle un Oscar a este magnífico actor! -exclamó Alvin.

– No me dirás que no fui convincente -apuntó Jeremy entre risas.

– ¡Callaos de una vez! Lo digo en serio. No quiero volveros a avisar; guardaos vuestras ironías para cuando pongan los anuncios -los increpó Nate.

– ¡Anda ya! -volvió a decir Alvin. Era su expresión favorita.

En Primetime Live, la pantalla situada detrás de la presentadora se quedó de color negro y el cámara enfocó a Diane Sawyer y a Jeremy, que estaban sentados el uno frente al otro.

– ¿Así que nada de lo que Timothy Clausen dijo era verdad? -preguntó Diane.

– Nada. Ni una sola palabra -repuso Jeremy con firmeza-. Como ya le he contado, no me llamo Thad, y si bien tengo cinco hermanos, todos están vivos y gozan de muy buena salud.

Diane sostenía un bolígrafo sobre un trozo de papel, como si estuviera a punto de tomar notas.

– ¿Y cómo lo hizo Clausen?

– Bueno, Diane -empezó a decir Jeremy.

En el bar, Alvin enarcó la ceja en la que lucía un pirsin. Se inclinó hacia Jeremy y comentó:

– ¿Te dirigiste a ella como Diane? ¿Como si fuerais amigos de toda la vida?

– ¡Callad de una puñetera vez! -dijo Nate vociferando, al tiempo que su cara reflejaba su creciente exasperación.

En la pantalla, Jeremy seguía departiendo.

– Lo que Clausen hace es simplemente una variación de lo que la gente ha estado haciendo durante siglos. Primero, es muy hábil observando a la gente, y es un experto en emitir asociaciones vagas, con una gran carga emotiva, y en responder según las reacciones de los miembros de la audiencia.

– Sí, pero Clausen fue tan concreto… No sólo con usted, sino también con los otros invitados. Incluso dio nombres. ¿ Cómo lo hizo?

Jeremy sonrió magnánimamente.

– Me oyó hablar sobre mi hermano Marcus antes de que empezara el programa. Simplemente me inventé una vida imaginaria y la difundí entre el resto del público.

– ¿Cómo llegó hasta los oídos de Clausen?

– Esa clase de farsantes recurre a una infinidad de trucos, como por ejemplo micrófonos y espías que circulan por el área de espera antes de que empiece el espectáculo. Antes de sentarme, procuré moverme todo lo posible por la sala y entablar conversación con tantos miembros de la audiencia como pude, observando si alguno de ellos mostraba un interés inusual en mi historia. Y ¡cómo no!, un individuo pareció particularmente interesado.

Una foto ampliada ocupó la pantalla situada justo detrás de ellos. Era la foto que Jeremy había tomado con la pequeña cámara que llevaba oculta en su reloj de pulsera, un artilugio de última tecnología que había facturado a Scientific American sin sentir remordimiento alguno. A Jeremy le encantaban los juguetes de última tecnología casi tanto como el hecho de facturarlos a nombre de las empresas para las que trabajaba.

– ¿Puede explicarnos quién es el individuo que aparece en la foto que vemos en pantalla? -le pidió Diane.

– Es el espía de Clausen que se había mezclado con la audiencia del programa, haciéndose pasar por un invitado oriundo de Peoria. Tomé esa fotografía justo unos instantes antes de que empezara el programa, mientras charlaba con él. ¿Es posible ampliar la imagen?

Rápidamente la fotografía apareció ampliada, y Jeremy se incorporó y se acercó a la pantalla.

– ¿Ve el diminuto pin con las letras «USA» que lleva en la solapa? No es un complemento decorativo. Se trata de un transmisor en miniatura que emite a un dispositivo de grabación ubicado en otra habitación.

Diane lo miró perpleja.

– ¿Cómo puede estar tan seguro?

– Porque yo mismo tengo uno de esos chismes -respondió Jeremy, sonriendo burlonamente.

Acto seguido, metió la mano en el bolsillo de su americana y extrajo un pin muy similar al que lucía el individuo de la foto, conectado a un cable y a un trasmisor.

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