Nicholas Sparks
Fantasmas Del Pasado
Título original: True Believer
© de la traducción: Iolanda Rabascall
Para Rhett y Valerie Little,
grandes amigas y maravillosas personas.
Capítulo 1
Sentado entre el resto de la audiencia del programa en directo, Jeremy Marsh se sentía inusualmente conspicuo. Formaba parte de la escasa media docena de hombres que integraban el público en esa tarde de mediados de diciembre. Iba vestido de negro riguroso, como siempre, con su pelo oscuro y ondulado, sus ojos de un azul rabiosamente intenso, y su barba de tres días sin afeitar -tal como dictaba la moda-; tenía el aspecto del típico neoyorquino de los pies a la cabeza. Mientras escudriñaba al convidado encaramado en el escenario, observó de reojo a una atractiva rubia sentada tres filas más arriba. A menudo su profesión exigía realizar varias tareas a la vez de forma efectiva. Era periodista, y se había especializado en la búsqueda e investigación de historias que pudieran tener gancho, o dicho de otro modo más conciso, noticias sensacionalistas. Aunque la rubia era simplemente un miembro más de la audiencia, como buen observador no se le escapó lo atractiva que era, embutida en ese top tan sexi con la espalda descubierta y esos pantalones vaqueros tan ajustados. Desde un punto de vista estrictamente periodístico, por supuesto.
Cerró los ojos e intentó centrar nuevamente toda su atención en el convidado. El personaje rezumaba patetismo por todos los costados. Bajo los focos del plató, Jeremy pensó que el espiritista tenía aspecto de andar estreñido mientras aseguraba oír voces del más allá. Había adoptado un aire de falsa camaradería, actuando como si fuera el hermano o el mejor amigo de los congregados, y parecía que la vasta mayoría de la extasiada audiencia -entre la que se encontraban la atractiva rubia y la mujer que copaba la atención del convidado- lo consideraba como una dádiva enviada desde el mismísimo cielo. Lo cual tenía sentido, se dijo Jeremy, ya que allí era donde iban a parar los seres queridos al morir. Los espíritus de ultratumba siempre estaban rodeados de una luz angelical, y arropados por un aura de paz y tranquilidad. Jeremy jamás había oído a ningún espiritista mediar con espíritus provenientes del infierno. Una persona amada que hubiera fallecido jamás mencionaba que se estaba asando en una parrilla o escaldando en una enorme marmita, por ejemplo. Llegado a ese punto, Jeremy se dio cuenta de que se estaba poniendo un poco cínico. Además, tenía que admitir que el programa despertaba su interés. Timothy Clausen era bueno, mucho mejor que la mayoría de charlatanes sobre los que Jeremy llevaba escribiendo desde hacia bastantes años.
– Sé que es duro -proclamó Clausen a través del micrófono-, pero Frank te está pidiendo que le dejes partir.
La mujer a la que él se estaba dirigiendo con cara de circunstancias parecía que se iba a desmayar de un momento a otro. Debía de rondar los cincuenta años, lucía una blusa verde a rayas y exhibía una melena roja rizada que se proyectaba en todas las direcciones posibles. Sus manos entrelazadas sobre el pecho estaban tan prietas que tenía los dedos blancos de tanta presión.
Clausen realizó una pausa, se llevó lentamente la mano a la frente y entornó los ojos en señal de que nuevamente estaba contactando con «el más allá», tal y como él lo llamaba. En el silencio de la sala, la multitud se inclinó conjuntamente hacia delante en sus asientos. Todo el mundo sabía lo que sucedería a continuación; era la tercera persona de la audiencia que Clausen había elegido ese día. No era extraño que Clausen fuera el artista invitado más destacado de ese popular programa televisivo.
– ¿Recuerda la carta que le envió antes de morir? -inquirió Clausen.
La mujer lo miró con estupefacción. La azafata situada a su lado le acercó más el micrófono para que los televidentes pudieran oírla con más claridad.
– ¿Cómo es posible que sepa lo de la…? -balbuceó ella.
Clausen no la dejó terminar.
– ¿Recuerda lo que decía?
– Sí -respondió la mujer.
Causen asintió con la cabeza, como si él mismo hubiera leído esa carta.
– Le pedía perdón, ¿verdad?
En el sofá emplazado en el escenario, la presentadora del programa más popular de las tardes televisivas en Estados Unidos desvió la vista hacia la mujer, luego hacia Clausen, y de nuevo hacia la mujer. Su aspecto denotaba sorpresa y satisfacción a la vez. Los espiritistas siempre ayudaban a aumentar los índices de audiencia.
Mientras la mujer asentía, Jeremy vio cómo el rímel empezaba a deslizarse lentamente por sus mejillas. Las cámaras se acercaron al objetivo para mostrar ese matiz. Sin lugar a dudas, ése debía de ser uno de los momentos más conmovedores de los programas emitidos en aquella franja horaria.
– ¿Cómo es posible que…? -repitió la mujer.
– Y su esposo no sólo hablaba de él, sino también de su hermana -murmuró Clausen.
La mujer miró a Clausen visiblemente afectada.
– Su hermana Ellen -añadió Clausen, y tras esa revelación, la mujer no se pudo contener y lanzó un gemido desgarrador. Las lágrimas manaron de sus ojos como si de un surtidor se tratara.
Clausen, bronceado y elegante en su traje negro y con el pelo perfectamente acicalado, continuó asintiendo con la cabeza como uno de esos perritos de caucho que saludan a los transeúntes desde las ventanas traseras de determinados coches. La audiencia observó a la mujer en medio de un silencio espectral.
– Frank le dejó algo más, algo relacionado con su pasado.
A pesar del calor sofocante que provocaban los focos del estudio la mujer palideció repentinamente. En una de las esquinas del plató, fuera del alcance del área de visión de las cámaras, Jeremy vio cómo el productor del programa hacía rotar un dedo como si de una hélice de helicóptero se tratara. Había llegado el momento de hacer una pausa para dar paso a los anuncios. Clausen miró casi imperceptiblemente hacia esa dirección. Nadie excepto Jeremy pareció percatarse de esos movimientos tan sutiles. A menudo se preguntaba por qué los telespectadores jamás se cuestionaban cómo era posible establecer contacto con el más allá con tanta precisión como para poder encajar perfectamente las pausas publicitarias.
Clausen continuó.
– Algo que nadie más sabía. Una llave, ¿no es así?
La mujer volvió a asentir en medio de sollozos.
– Usted no creía que él la hubiera guardado tanto tiempo, ¿no es cierto?
«¡Ajá! El argumento irrebatible -se dijo Jeremy-, ya la ha convencido. Ya tenemos a otra seguidora incondicional.»
– Es la llave del hotel donde pasaron su luna de miel. Su marido la incluyó en el sobre con la carta para que cuando usted la encontrara, recordara los momentos felices que habían pasado juntos. Él no quiere que le recuerde con pesar, porque la ama.
– ¡Ooohhhhhhh…! -gritó la mujer.
O algo parecido. Una especie de llanto, quizá. Jeremy no estaba seguro, porque el lamento fue interrumpido por un repentino aplauso entusiasta. De pronto, el micrófono se alejó de la mujer, y las cámaras también se alejaron de ella. Su minuto de gloria había culminado, y la mujer se desmoronó en su silla completamente exhausta por tantas emociones. En el escenario, la presentadora se levantó del sofá y miró fijamente a la cámara.
– Recuerden, todo lo que ven aquí es real. Ninguna de estas personas conocía a Timothy Clausen con anterioridad. -Sonrió-. No cambien de canal; volvemos en unos minutos con otras historias tan fascinantes como la que acaban de oír.