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Capítulo 3

El porche todavía había algunas mesas ocupadas cuando Jeremy llegó al restaurante. Mientras subía las escaleras situadas delante de la puerta principal, notó cómo las conversaciones se silenciaban y la gente desviaba la vista hacia él. Los comensales sólo continuaron masticando, y Jeremy recordó el modo curioso en que las vacas miran a uno cuando se acerca a la valla del prado donde pacen. Jeremy asintió con la cabeza en señal de saludo, tal y como había visto hacer a los ancianos sentados en las mecedoras. Se quitó las gafas de sol y empujó suavemente la puerta. Las dos salas principales situadas a ambos lados de la planta y separadas por una escalera de obra estaban salpicadas de mesitas cuadradas. Las paredes de color melocotón, ribeteadas por una franja blanca, conferían al lugar una sensación entre familiar y campestre. En la parte posterior, detrás de unas puertas oscilantes, Jeremy pudo avistar un poco de la cocina.

De nuevo, las mismas expresiones vacunas en las caras de los que ocupaban las mesas dentro del establecimiento. Las conversaciones se acallaron. Los ojos lo siguieron. Cuando asintió para saludar, las miradas se apartaron de él y las conversaciones volvieron a fluir. Pensó que ese saludo con la cabeza era como disponer de una varita mágica.

Jeremy se quedó quieto, jugueteando con las gafas de sol, a la espera de que Doris apareciera por el local. Entonces una camarera salió parsimoniosamente de la cocina. Debía de rondar los treinta años, era alta y extremadamente delgada, con una cara radiante y muy expresiva.

– Puedes sentarte donde te apetezca, cielo. En un momento vendré a tomarte nota -dijo con desparpajo.

Después de acomodarse en una mesa cercana a la ventana, observó a la camarera que, tal y como le había prometido, vino a servirle sin demora. En su chapa de identificación ponía Rachel. Jeremy reflexionó sobre el fenómeno de las chapas de identificación en el pueblo. ¿Cada trabajador tenía una? Se preguntó si se trataba de una especie de regla, como el hecho de saludar con la cabeza.

– ¿Quieres beber algo, corazón?

– ¿Tenéis capuchinos? -se aventuró a pedir él.

– No, lo siento. Sólo servimos café.

Jeremy sonrió.

– De acuerdo. Tomaré un café solo.

– Si quieres algo para comer, ahí tienes el menú, sobre la mesa…

– Lo cierto es que he venido para ver a Doris McClellan.

– Ah, está en la parte de atrás. ¿Quieres que la vaya a buscar? -repuso Rachel con una simpatía genuina.

– Si no te importa…

Ella sonrió.

– Claro que no, cielo.

Jeremy la observó mientras se alejaba en dirección a la cocina y empujaba las puertas oscilantes. Un momento más tarde apareció una mujer que debía de ser Doris. Físicamente era totalmente opuesta a Rachel: bajita y rechoncha, con un finísimo pelo canoso que debió de ser rubio en su día. Llevaba un delantal sobre una blusa con motivos florales, pero no exhibía ninguna chapa de identificación. Debía de tener unos sesenta años. Se detuvo delante de su mesa, se llevó la mano a la cadera y sonrió.

– Bueno, bueno -pronunció, alargando cada una de las sílabas-. Tú debes de ser Jeremy Marsh.

Jeremy parpadeó perplejo.

– ¿Me conoces?

– Pues claro. Te vi en Primetime Live el viernes pasado. Supongo que recibiste mi carta.

– Ah, sí, gracias.

– Y has venido para escribir un artículo sobre los fantasmas, ¿no?

Jeremy alzó las manos.

– Eso es lo que me propongo, sí.

– Caramba, caramba. ¿Y por qué no me has avisado que venías?

– Me gusta sorprender a la gente. A veces resulta muy efectivo para obtener información precisa.

– Caramba, caramba -volvió a repetir Doris. Después de que desapareciera la mueca de sorpresa de su cara, tomó una silla y se sentó-. ¿Verdad que no te importa si me siento? Supongo que querrás que hablemos.

– No quiero que el jefe se enfade contigo; si tienes que trabajar…

Ella miró por encima del hombro y gritó:

– Eh, Rachel, ¿crees que a la jefa le importará si me siento un rato? Aquí hay un tipo que quiere hablar conmigo.

Rachel negó efusivamente con la cabeza desde detrás de las puertas oscilantes. Jeremy vio que sostenía una cafetera en las manos.

– No, no creo que le importe -respondió Rachel sonriendo-. A la jefa le encanta charlar, especialmente cuando está con un tipo tan encantador.

Doris se volvió y miró a Jeremy fijamente.

– ¿Lo ves? No hay ningún problema.

Jeremy sonrió.

– Parece un sitio muy agradable para trabajar.

– Sí, lo es.

– Entonces… tú eres la jefa, ¿no?

– Así es -repuso Doris, con una chispa burlona de satisfacción en los ojos.

– ¿Cuánto tiempo hace que diriges este local?

– Uf, casi treinta años. Sólo abrimos por las mañanas y por el mediodía. Me especialicé en la comida orgánica mucho antes de que se pusiera de moda, y créeme si te digo que preparamos las mejores tortillas de esta parte de Raleigh. -Se inclinó hacia delante-. ¿Tienes hambre? Deberías probar uno de nuestros bocadillos. Sólo usamos ingredientes frescos; incluso elaboramos el pan cada día. Tienes toda la pinta de estar hambriento… -Vaciló unos instantes mientras lo repasaba de la cabeza a los pies-. Me apuesto lo que quieras a que no te podrás resistir a nuestro bocadillo de pollo con pesto. Lleva alfalfa germinada, tomates, pepino, y una salsa de pesto que preparo yo misma, a la que añado mi toque personal.

– Gracias, pero no tengo hambre.

Rachel se acercó con dos humeantes tazas de café.

– Bueno, para tu información, la historia que voy a contarte es bastante larga, así que la digerirás mejor con el estómago lleno. Además, pienso contártelo todo sin prisas.

Jeremy se rindió.

– De acuerdo. Acepto el bocadillo de pollo con pesto.

Doris sonrió.

– ¿Puedes traernos un par de Albemarles, Rachel?

– Enseguida -contestó la camarera. Observó a Jeremy con afabilidad-. ¿Quién es tu amigo? No lo había visto antes por aquí.

– Te presento a Jeremy Marsh -anunció Doris-. Es un famoso periodista que ha venido para escribir un artículo sobre nuestra bella localidad.

– ¿De veras? -exclamó Rachel, mirándolo ahora con un descarado interés.

– Sí -respondió Jeremy.

– Gracias a Dios -pronunció Rachel con un guiño-. Por un momento pensé que iba a un entierro.

Jeremy parpadeó mientras Rachel desaparecía.

Doris soltó una risotada ante la expresión perpleja de su interlocutor.

– Tully vino aquí después de que pasaras por la gasolinera a pedir la dirección para ir al cementerio -explicó-. Supongo que habrá pensado que yo tenía algo que ver con tu aparición en el pueblo, y quería cerciorarse de que no se equivocaba. Me refirió vuestro encuentro hasta el más mínimo detalle y, probablemente, Rachel no pudo resistirse y puso la oreja para escuchar la conversación.

– Ah -dijo Jeremy.

Doris volvió a inclinarse hacia delante.

– Seguro que te ha taladrado el cerebro con su inagotable verborrea.

– Más o menos.

– Habla por los codos. Si no tuviera a nadie cerca, sería capaz de entablar conversación con una caja de zapatos. Te juro que no sé cómo su esposa, Bonnie, lo soportó durante tanto tiempo. La pobre se quedó sorda hace doce años, así que ahora Tully se desahoga con los clientes de la gasolinera. Por eso es cuestión de largarte cuanto antes, cuando pares a repostar, porque si no, es posible que a la mañana siguiente todavía estés ahí. Mira, sintiéndolo mucho, al final he tenido que pedirle que se marchara, porque no se callaba y no me dejaba hacer nada.

Jeremy asió la taza de café.

– ¿Y dices que su mujer está sorda?

– Creo que nuestro Dios todo misericordioso se dio cuenta de que Bonnie ya había hecho suficiente sacrificio. La pobre es una santa.

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