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De nuevo no supo qué pensar.

El hecho de poder afrontar la cuestión no logró aliviarlo de la angustia que sentía. Se recordó a sí mismo que en un par de horas tenía una teleconferencia pendiente, una con importantes ramificaciones para su carrera periodística, y si se marchaba a buscar a Lexie, probablemente no sería capaz de hallar una cabina telefónica en el momento preciso. Alvin llegaría esa misma tarde -posiblemente la última de las noches con niebla-, y a pesar de que su amigo podía encargarse de la filmación solo, tendrían que ponerse a trabajar juntos a la mañana siguiente. Además, tampoco podía olvidar que necesitaba dormir un rato, ya que sin duda se avecinaba otra larga noche, y podía sentir el peso del cansancio hasta en el hueso más diminuto de su cuerpo.

Por otro lado, no quería que la historia con Lexie acabara de ese modo. Quería ver a Lexie, necesitaba verla. Una vocecita en su interior le ordenaba que no se dejara llevar por las emociones y, racionalmente, sabía que no podía esperar nada bueno si salía disparado a buscarla. Aunque la encontrara, probablemente ella no le haría ni caso, o peor aún, pensaría que era un perturbado. Y mientras tanto, a Nate seguramente le daría un síncope, Alvin se sentiría abandonado y furioso, y él echaría por la ventana la historia de los fantasmas y su brillante futuro profesional.

Al final la decisión era más que sencilla. Aparcó el coche delante del búngalo que ocupaba en el Greenleaf, y asintió con cara de satisfacción. Haber analizado la cuestión bajo ese prisma le había permitido ver con claridad lo que tenía que hacer. Después de todo, no se había pasado los últimos quince años recurriendo a la lógica y a la ciencia sin aprender nada en todo el proceso.

Ahora, se dijo a sí mismo, todo lo que tenía que hacer era preparar la maleta.

Capítulo 13

Sí, lo admitía: era una cobarde de la cabeza a los pies.

Le resultaba difícil aceptar que había salido huyendo, pero según su explicación atenuante, durante los dos últimos días había sido incapaz de pensar con claridad. No era perfecta; lo sabía y no sentía remordimientos por ello. Si se hubiera quedado en el pueblo, las cosas se habrían complicado todavía más. No importaba que le gustara él y que a él le gustara ella; Lexie se había despertado esa mañana con la certeza de que tenía que poner punto y final a la situación antes de que fueran demasiado lejos, y cuando aparcó el coche en el camino sin asfaltar delante de la cabaña, supo que al venir aquí había hecho lo más adecuado.

No había mucho que admirar en el lugar. La vieja cabaña parecía formar parte del paisaje, puesto que estaba prácticamente fusionada con la vegetación silvestre que la abrazaba. El salitre del mar se había incrustado en las pequeñas ventanas rectangulares con cortinas blancas. La madera había perdido su color natural y ofrecía un aspecto ajado y gris, como una reminiscencia visible de la furia de una docena de huracanes. Siempre había considerado que esa cabaña era un reducto atrapado en el pasado; casi todo el mobiliario tenía más de veinte años, las cañerías silbaban de una forma escandalosa cuando abría el grifo de la ducha, y había que encender los fogones de gas con una cerilla. Pero los recuerdos de los años de juventud pasados en ese lugar le transmitían una sensación de paz instantánea, y tras organizar las maletas y la comida que había traído para el fin de semana, abrió las ventanas para ventilar el interior. Después agarró una manta y se acomodó en la mecedora del porche ubicado en la parte trasera de la casita, con el único deseo de contemplar el océano. El suave murmullo de las olas tenía un efecto tonificante, casi hipnótico, y cuando el sol emergió de entre las nubes y los rayos de luz se expandieron sobre el agua como unos larguísimos dedos nacidos del cielo, se quedó inmóvil y contuvo la respiración.

Cada vez que venía, reaccionaba del mismo modo. La primera vez que había contemplado esa luz tan especial fue poco después de su visita al cementerio con Doris, cuando todavía era una niña, y recordó que en esos instantes imaginó que sus padres habían hallado otra forma de hacerse presentes en su vida. Como si de dos ángeles enviados desde el cielo se tratara, ella creía que sus padres la protegían, que siempre estaban cerca pero que jamás intervenían, como si presintieran que ella siempre adoptaría las decisiones correctas.

Durante mucho tiempo necesitó creer en esas ideas románticas, simplemente porque a menudo se sentía sola. Sus abuelos habían sido atentos y maravillosos, pero aunque los amaba con devoción por el afecto que le habían dado y el sacrificio que habían hecho por ella, nunca llegó a acostumbrarse a la sensación de ser distinta del resto de los niños del pueblo. Los padres de sus amigos jugaban a béisbol los fines de semana y tenían un aspecto jovial incluso bajo la tenue luz de la iglesia los domingos por la mañana, una observación que le hacía cuestionarse qué era -si acaso existía algo- lo que le faltaba.

No podía hablar con Doris sobre esas cuestiones. Tampoco podía hablar con Doris sobre la sensación de culpa que la invadía como resultado de tales pensamientos. Por más que intentara buscar las palabras apropiadas, era consciente de que podría herir los sentimientos de su abuela. Aunque tan sólo fuera una chiquilla, comprendía esos detalles.

Y esa sensación de ser distinta había dejado una profunda huella, no sólo en ella sino también en Doris, y empezó a manifestarse durante los años de la adolescencia. Cuando Lexie no respetaba los límites, Doris solía evitar la confrontación, dejando que Lexie pensara que podía establecer sus propias reglas. En esos años se había desmadrado más de la cuenta; había cometido errores graves de los que se avergonzaba, pero su comportamiento cambió radicalmente cuando fue a la universidad. En su nueva encarnación, más madura, desarrolló la idea de que la madurez significaba pensar en los riesgos mucho antes que en las recompensas, y que el éxito y la felicidad consistían tanto en evitar los fallos como en dejar una estela personal en este mundo,

Era consciente de que la noche anterior había estado a punto de cometer un craso error. Se imaginaba que Jeremy intentaría besarla, y estaba más que satisfecha de su reacción cuando él quiso entrar en su casa.

Sabía que había herido los sentimientos de Jeremy, y lo sentía, pero de lo que probablemente él no se había dado cuenta era de que el corazón de Lexie no dejó de latir desaforadamente hasta que su coche se perdió de vista, porque una parte de ella deseaba dejarlo entrar, sin importar lo que hubiera sucedido después. No se arrepentía; era la decisión más acertada que había podido tomar. No obstante, cuando unas horas más tarde se halló dando cabezazos en la cama sin conseguir conciliar el sueño, fue plenamente consciente de que quizás en la siguiente ocasión no tendría la fortaleza para actuar del mismo modo.

Con toda honestidad, debería haberlo presagiado. Cuando la noche tocaba a su fin, empezó a comparar a Jeremy con Avery y con el señor sabelotodo, y para su sorpresa, Jeremy los superaba con creces prácticamente en todo. Tenía la sagacidad y el sentido del humor de Avery, y la gracia y la inteligencia del señor sabelotodo, pero Jeremy parecía más cómodo consigo mismo que ninguno de los otros dos. A lo mejor únicamente lo veía así porque había pasado un día fantástico, algo que no le sucedía en mucho tiempo. ¿Cuándo fue la última vez que saboreó una comida espontánea, o que se sentó en la cima de Riker's Hill, o que visitó el cementerio después de una fiesta en vez de irse directamente a dormir? No le extrañaba que la falta de predicción y ese sentimiento de excitación le hubieran recordado lo feliz que fue cuando todavía creía que Avery y el señor sabelotodo eran los príncipes de sus sueños.

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