– Alvin tiene razón -apuntó Nate, interrumpiéndolos-. Nunca sabes qué es lo que sucederá mañana, y podría ser una buena idea planificar esa historia con antelación. Esta noche has conseguido ser el centro de atención de medio país. Juega bien tus cartas. Y si logras filmar esas luces, probablemente ese documental sea lo que haga que GMA o Prime time se decidan a ficharte.
Jeremy miró de soslayo a su agente.
– ¿Hablas en serio? Pero si se trata de una historia de escasísimo interés mediático. Me he decidido a escribirla únicamente porque necesito tomarme unos días de descanso después de la absorbente investigación sobre Clausen. Esa investigación ha ocupado cuatro meses de mi vida y me siento completamente exhausto.
– Ya, pero fíjate en lo que has conseguido -prosiguió Nate, al tiempo que ponía la mano sobre el hombro de Jeremy-. Puede parecer una historia banal, pero con unas imágenes sensacionalistas y una buena redacción sobre los sucesos, ¿quién sabe lo que pensarán los productores de televisión?
Jeremy se quedó pensativo unos instantes, después se encogió de hombros.
– De acuerdo -dijo. Luego miró a Alvin-. Tengo pensado marcharme el martes por la mañana. Intenta apañártelas para estar allí el viernes. Te llamaré con más detalles.
Alvin asió la jarra de cerveza y tomó un sorbo.
– Lo que mande mi amo -dijo, imitando el tono de un trabajador sumiso-. Ah, y te prometo que esta vez no me pasaré con la factura.
Jeremy se echó a reír.
– ¿Es tu primer viaje al sur?
– No. ¿Y el tuyo?
– He estado en Nueva Orleans y en Atlanta -reconoció Jeremy-. Pero claro, eso son ciudades, y todas las ciudades se asemejan bastante. Para esta historia realizaremos una inmersión en la América profunda. Iremos a una pequeña localidad de Carolina del Norte, un pueblecito llamado Boone Creek. Tendrías que ver la página electrónica del lugar. Habla de azaleas y cornejos que florecen en abril, y muestra con orgullo una foto del ciudadano más ilustre del pueblo: un tal Norwood Jefferson.
– ¿Quién? -preguntó Alvin.
– Un político. Fue senador de Carolina del Norte desde 1907 hasta 1916.
– ¿Y a quién diantre le importa eso?
– Eso mismo pensé yo -asintió Jeremy. Después desvió la vista hacia la otra punta de la barra, y su rostro mostró una visible decepción cuando constató que la chica pelirroja se había esfumado.
– ¿Dónde está ese pueblo exactamente?
– Justo en medio de la nada. Y ahora me preguntarás: «¿Y dónde diantre nos alojaremos en ese lugar situado en medio de la nada?». Pues en un complejo de búngalos denominado Greenleaf Cottages, al que la Cámara de Comercio local describe como un paraje pintoresco y bucólico, rústico pero moderno a la vez. Vaya, que menos es nada.
– Pues a mí me suena como el sitio ideal para vivir una aventurilla amorosa -soltó Alvin entre risas.
– No te preocupes. Estoy seguro de que te adaptarás perfectamente.
– ¿De veras?
Jeremy se fijó en la chaqueta de piel, en los tatuajes y en los pírsines de su compañero.
– Oh, no te quepa la menor duda. Seguramente los aldeanos se morirán de ganas por adoptarte.
Capítulo 2
El martes al mediodía, un día después de la entrevista con la revista People, Jeremy llegó a Carolina del Norte. Caía aguanieve sobre Nueva York cuando abandonó la ciudad, y las previsiones apuntaban a nuevas nevadas para los siguientes días. En el sur, en cambio, el cielo que se extendía sobre su cabeza era rabiosamente azul, y el invierno parecía haber quedado lejos, muy lejos.
Según el mapa que había adquirido en un quiosco del aeropuerto, Boone Creek se hallaba en el condado de Pamlico, a ciento sesenta kilómetros al sur de Raleigh y, por lo que veía, a un billón de kilómetros de todo vestigio de civilización. A ambos lados de la carretera por la que circulaba, el paisaje era completamente monótono: llano y sin apenas vegetación. Las granjas quedaban separadas entre sí por finas líneas de pinos y, dado el reducido número de vehículos con los que se cruzaba, lo único que Jeremy podía hacer para matar el aburrimiento era apretar el acelerador.
No obstante, tenía que admitir que la situación no era tan terrible, después de todo. Bueno, al menos en lo que concernía al acto de conducir. Sabía que la leve vibración del volante, el ruido del motor y la sensación de aceleración provocaban un aumento de la producción de adrenalina, especialmente en los hombres (una vez había escrito un artículo sobre ese tema). En la ciudad, tener un coche le parecía un lujo superfluo. Además, aunque lo hubiera querido, tampoco habría sido capaz de justificar ese gasto. Por eso siempre se desplazaba de un lado a otro en metro o en taxis que parecían conducidos por kamikazes. Moverse por la ciudad resultaba estresante, con todo ese ruido infernal y, dependiendo del taxista, arriesgando incluso la vida en cada trayecto; pero puesto que Jeremy había nacido y se había criado en Nueva York, hacía tiempo que aceptaba ese contratiempo como otro aspecto inevitable del hecho de vivir en esa ciudad tan apasionante a la que él denominaba hogar.
Sus pensamientos volaron entonces hacia su ex mujer, María. Seguramente habría disfrutado de un viaje en coche como ése. En los primeros años de casados solían alquilar un automóvil de vez en cuando para perderse por las montañas o la playa. En dichas ocasiones solían pasar bastantes horas en la carretera. Conoció a la que se convirtió en su esposa en una fiesta organizada por una acreditada editorial. María era editora de la revista Elle. Cuando Jeremy le preguntó si podía invitarla a un café en un bar cercano, no podía ni soñar que acabaría siendo la única mujer de su vida. De entrada pensó que había cometido un grave error al invitarla, simplemente porque no parecían tener nada en común. María era una persona muy vital y emotiva, pero unas horas más tarde, cuando la acompañó hasta la puerta de su apartamento y la despidió con un beso, se dio cuenta de que se había enamorado de ella.
Con el tiempo llegó a apreciar su fiera personalidad, sus instintos infalibles acerca de la gente, y la forma que tenía de quererlo sin juzgarlo, ni para bien ni para mal. Un año más tarde se casaron por la iglesia, rodeados de amigos y familiares. Jeremy tenía entonces veintiséis años, y todavía no era columnista del Scientific American, aunque ya había empezado a labrarse su reputación como periodista intrépido. No obstante, la pareja sólo pudo permitirse alquilar un diminuto apartamento en Brooklyn. Él creía que todos sus esfuerzos valían la pena, que aunque les costara esfuerzo llegar a final de mes, eran jóvenes y su matrimonio contaba con la bendición del cielo. Ella creía, según averiguó él al cabo de un tiempo, que su matrimonio era fuerte en teoría pero estaba edificado sobre unos cimientos escasamente sólidos. Desde el principio, el punto clave del que partieron todos sus problemas fue que, mientras que ella tenía que quedarse en la ciudad a causa de su trabajo, Jeremy no paraba de viajar, siempre dispuesto a desplazarse hasta donde fuera necesario con tal de conseguir la historia más sensacionalista que uno pudiera llegar a imaginar. A veces se ausentaba durante varias semanas, y mientras que él se decía a sí mismo que ella lo soportaría, María debió de darse cuenta durante sus ausencias de que no era así. Justo después de su segundo aniversario de bodas, cuando Jeremy ultimaba los preparativos para otro viaje, María se sentó a su lado en la cama, le cogió la mano y lo miró fijamente con sus ojos castaños.
– Esto no funciona -dijo simplemente, dejando las palabras colgadas en el aire durante unos instantes-. Nunca estás en casa. Y no creo que sea justo, ni para mí ni para ti.
– ¿Quieres que cambie de profesión? -preguntó él, al tiempo que sentía cómo empezaba a hincharse la burbuja de pánico que se había formado en su pecho.