Литмир - Электронная Библиотека

– ¿Así que éste es tu laboratorio, eh? Desde aquí gestionas la biblioteca.

– Así es -confirmó ella-. No hay demasiado espacio, pero es más que suficiente para organizarlo todo.

– Me encanta tu sistema de clasificación -apuntó él, señalando hacia las pilas de papeles sobre la mesa-. Tengo uno muy parecido en casa.

Una sonrisa se escapó de los labios de Lexie mientras él se acercaba a la mesa y miraba por la ventana.

– Y además, una vista fabulosa. ¡Vaya primer plano de la casa del vecino y del aparcamiento!

– Me parece que esta mañana está de un óptimo humor, señor Marsh.

– ¿Y cómo no voy a estarlo? He dormido en una cámara refrigeradora llena de animales muertos. O mejor dicho, apenas he dormido. Me he pasado la noche escuchando ruidos extraños procedentes del bosque.

– Me preguntaba si le habría gustado Greenleaf. He oído que es un sitio bastante rústico.

– No creo que «rústico» sea el adjetivo más apropiado para describir ese lugar. Y para colmo, esta mañana he coincidido con la mitad del pueblo a la hora del desayuno.

– Entonces supongo que ha ido al Herbs -dedujo ella.

– Pues sí, y no te he visto por allí.

– No, estoy demasiado ocupada. Prefiero empezar el día con un poco de paz.

– Tendrías que haberme avisado.

Lexie sonrió.

– No me lo preguntó.

Él se echó a reír, y Lexie hizo una señal hacia la puerta con la mano, como invitándolo a que la acompañara.

Mientras se dirigía a la sala de los originales con él, se fijó en que Jeremy estaba de muy buen humor a pesar de su indiscutible cansancio, pero ese detalle todavía no tenía suficiente peso como para confiar en él.

– ¿No conocerás por casualidad a Hopper, el ayudante del sheriff? -inquirió él.

Ella lo miró con evidente curiosidad.

– ¿Rodney?

– Sí, creo que se llama así. ¿Qué le pasa? Esta mañana me ha dado la impresión de que no le gusta nada mi presencia en el pueblo.

– Oh, pero si no es más que un corderito.

– Pues a mí no me lo ha parecido.

Lexie se encogió de hombros.

– Probablemente se ha enterado de que piensa pasar bastantes horas en la biblioteca. Siempre adopta esa actitud protectora conmigo. Le gusto desde hace años.

– Pues háblale bien de mí, si no te importa.

– No se preocupe, lo haré.

Jeremy esperaba algún comentario mordaz, pero cuando vio que Lexie respondía con tanta afabilidad, esbozó una mueca en señal de grata sorpresa.

– Gracias -le dijo.

– No hay de qué. Pero no haga nada que me obligue a cambiar de opinión.

Continuaron andando en silencio hasta la sala de los originales. Ella entró primero y encendió la luz.

– Le he estado dando vueltas a su proyecto, y creo que hay algo que debería saber.

– ¿Ah, sí?

Ella le refirió las dos investigaciones previas que se había llevado a cabo en el cementerio y acto seguido añadió:

– Si me concede unos minutos, creo que puedo encontrar esa información.

– Te lo agradeceré mucho. Sólo por curiosidad, ¿por qué no me lo contaste ayer?

Ella sonrió sin contestar.

– Deja que lo adivine… ¿Porque no te lo pregunté?

– Sólo soy una bibliotecaria, no puedo leer los pensamientos.

– ¿Como tu abuela? Ah, no, espera, tu abuela es adivina, ¿no?

– Pues sí. Y puede predecir el sexo de un bebé antes de que nazca.

– Eso he oído -dijo Jeremy.

Los ojos de Lexie destellaron con fiereza.

– Es cierto, Jeremy. Lo creas o no, puede hacer esas cosas.

– ¡Eh! ¡Me has tuteado! -exclamó él animadamente.

– Sí, pero no te hagas ilusiones. Tú mismo me pediste que lo hiciera, ¿recuerdas?

– Lo sé, Lexie -pronunció él.

– Tampoco te excedas en la confianza -proclamó ella, pero mientras hablaba, Jeremy se dio cuenta de que Lexie aguantaba la mirada más rato de lo normal, y eso le gustó.

Le gustó mucho.

Capítulo 7

Jeremy se pasó el resto de la mañana encorvado sobre una pila de libros y los dos artículos que Lexie había encontrado. El primero, escrito en 1958 por un profesor de folclore de la Universidad de Carolina del Norte y publicado en el Journal of the South, parecía haber sido concebido como una respuesta al relato de la leyenda por parte de A. J. Morrison. El artículo citaba algunas frases del trabajo de Morrison, resumía la leyenda y narraba la visita del profesor al cementerio durante más de una semana seguida. En cuatro de esas noches, había presenciado las luces. Por lo menos, el autor se había esforzado en intentar hallar la causa: se había dedicado a contar el número de casas en el área circundante (dieciocho en total, a un kilómetro y medio a la redonda del cementerio, y, sorprendentemente, ninguna en Riker's Hill) y también había anotado el número de coches que pasaron durante los dos minutos siguientes a la aparición de las luces. En dos casos, la diferencia de tiempo resultó inferior a un minuto. En los otros dos casos, no obstante, no pasó ni un solo coche, lo cual parecía eliminar la posibilidad de que los faros de los automóviles pudieran ser el origen de los «fantasmas».

El segundo artículo sólo era un poco más informativo. Publicado en 1969 en un número de Coastal Carolina, una revista de escasa difusión que acabó por desaparecer en 1980, el artículo hacía hincapié en el hecho de que el cementerio se estaba hundiendo, así como en los desperfectos consecuentes. El autor también mencionaba la leyenda y la proximidad a Riker's Hill, y si bien él no había visto las luces -había visitado el cementerio durante los meses de verano-, se apoyaba en los relatos de algunos testigos para especular sobre un número de posibilidades, en las que Jeremy ya había pensado.

La primera era la descomposición de la vegetación, que a veces provoca unas pequeñas llamaradas y unos vapores conocidos como gases de las ciénagas. En un área costera como ésa, Jeremy sabía que no podía descartar esa idea por completo, aunque pensaba que era poco probable, puesto que las luces surgían en noches frías y con niebla. También podían ser «luces de terremotos», es decir, cargas atmosféricas eléctricas generadas por el movimiento y la fricción de las rocas en las profundidades de la corteza terrestre. También hacía referencia a la teoría de los faros de los coches, igual que a la idea de la refracción de la luz estelar y la del destello fosforescente emitido por determinados hongos en un bosque en descomposición. El autor citaba las algas, que también podían brillar de forma fosforescente, e incluso mencionaba la posibilidad del efecto de Novaya Zemlya, una isla en la que los rayos de luz se curvan a causa de las capas adyacentes de aire a diferentes temperaturas, por lo que parecen brillar. Y, como posibilidad final, concluía que podía ser el fuego de San Telmo, que son pequeñas chispas o descargas eléctricas que saltan de los objetos punzantes y metálicos cuando se avecinan tormentas.

En resumidas cuentas, el autor decía que podía ser cualquier cosa.

A pesar de que los artículos no ofrecían conclusiones concisas, por lo menos ayudaron a Jeremy a aclarar sus propias ideas. En su opinión, las luces estaban relacionadas con algún fenómeno geográfico. La colina de detrás del cementerio parecía ser el punto más elevado en cualquier dirección, y el hundimiento del cementerio hacía que la niebla fuera más densa en esa área en particular. Todo eso significaba luz refractada o reflejada.

Sólo necesitaba concretar el origen, y para ello tenía que averiguar cuándo aparecieron las luces por primera vez. Y no de un modo aproximado, sino la fecha exacta, para poder determinar qué sucedía en el pueblo en ese momento: si pasaba por una fase de cambios determinantes -un nuevo proyecto de construcción, una nueva fábrica, o algo en esa línea-, entonces posiblemente podría hallar la causa. O si pudiera ver las luces -lo cual de momento descartaba-, su trabajo podría ser aún más sencillo. Si surgían a media noche, por ejemplo, y en ese momento no pasaba ningún coche, podría inspeccionar la zona, examinando la ubicación de las casas habitadas que difundían luz por las ventanas, la proximidad de la carretera, o incluso el tráfico fluvial. Las barcas constituían una posibilidad, si éstas eran lo suficientemente grandes.

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