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Por segunda vez volvió a repasar la pila de libros. Tomó notas adicionales sobre los cambios que el pueblo había experimentado a lo largo de los años, poniendo un énfasis especial en los cambios acontecidos a finales de siglo.

Mientras transcurrían las horas, la lista aumentaba. A principios del siglo xx hubo un bum inmobiliario que duró desde 1907 hasta 1914, y durante ese período la parte norte del pueblo creció considerablemente. El pequeño puerto sufrió una ampliación en 1910, luego otra en 1916, y una última en 1922; combinado con las canteras y las minas de fósforo, la excavación en la zona se hizo extensiva. La línea del ferrocarril se empezó a construir en 1898 y continuó expandiéndose por varias áreas del condado hasta 1912. En 1904 tendieron un puente de caballetes de madera sobre el río, y desde 1908 hasta 1915 edificaron tres grandes fábricas: un molino textil, una mina de fósforo y una fábrica de papel. De las tres, sólo la fábrica de papel continuaba operativo -el molino textil había cerrado sus puertas cuatro años antes, y la mina lo hizo en 1987-, así que eso parecía eliminar las otras dos fábricas como posibilidades.

Revisó los datos de nuevo para confirmar que eran correctos, y volvió a apilar los libros para que Lexie pudiera colocarlos en las estanterías pertinentes. Se acomodó en la silla, estiró los brazos y las piernas entumecidas y echó un vistazo al reloj. Ya casi era mediodía. Pensó que había aprovechado bien las horas y miró de soslayo hacia la puerta entreabierta a sus espaldas.

Lexie no había regresado para ver cómo le iba. En cierto modo le gustaba el hecho de no saber exactamente a qué atenerse con ella, y por un momento deseó que ella viviera en Nueva York o en algún lugar cercano. Habría sido interesante ver por qué cauce habrían discurrido sus vidas si se hubieran cruzado en la ciudad. Un momento más tarde, Lexie apareció en la puerta.

– Hola, ¿qué tal va? -saludó ella. Jeremy se dio la vuelta.

– Muy bien, gracias. Ella se puso la chaqueta y dijo:

– Voy a buscar algo para comer, y me preguntaba si querrías que te trajera algo.

– ¿Vas al Herbs? -preguntó Jeremy.

– No. Si esta mañana has pensado que había demasiada gente a la hora del desayuno, tendrías que ver cómo se llena el local al mediodía. Pero puedo comprarte algo en la tienda de comida preparada de vuelta a la biblioteca.

Él dudó sólo un instante.

– Mira, ¿qué te parece si voy contigo a comer? Me irá bien estirar las piernas. Me he pasado toda la mañana aquí encerrado, así que me apetece cambiar de aire. Quizá podrías enseñarme un poco el pueblo. -Hizo una pausa-. Si te parece bien, por supuesto.

Lexie estuvo a punto de decir que no, pero entonces se acordó de las palabras de Doris, y sus pensamientos se nublaron.

«Muchas gracias por meter las narices en mi vida, Doris», pensó Lexie. A pesar de que su intuición le hacía decantarse por rechazar la oferta, acabó aceptando.

– De acuerdo. Pero sólo dispongo de una hora para comer, así que dudo que te sirva de mucho.

Jeremy pareció tan sorprendido como ella ante su respuesta positiva. Se puso de pie y la siguió hasta la puerta.

– No te preocupes; con cualquier cosa estaré más que satisfecho -repuso él-. Así podré empezar a completar los interrogantes que tengo por el momento. Creo que es importante saber lo que sucede en un lugar como éste.

– ¿Te refieres a nuestro pueblucho?

– Nunca he dicho que sea un pueblucho.

– Ya, pero es lo que piensas. En cambio, yo amo este lugar.

– Lo supongo, ¿por qué si no vivirías aquí?

– Porque no es Nueva York, por ejemplo.

– ¿Has estado allí?

– Viví en Manhatan, en el 69 West.

Jeremy casi dio un traspié.

– ¡Pero si eso está sólo a escasas manzanas de donde yo vivo!

Ella sonrió.

– El mundo es un pañuelo, ¿eh?

Jeremy caminó apresuradamente intentando no perder el paso mientras se aproximaban a las escaleras.

– Me estás tomando el pelo, ¿verdad?

– No -contestó ella-. Viví allí con mi novio durante casi mi año. Él trabajaba en Morgan Stanley, y yo estaba de interina en la biblioteca de la Universidad de Nueva York.

– No puedo creerlo…

– ¿El qué? ¿Que viviera en Nueva York o que me marchara de allí? ¿O que viviera cerca de ti? ¿O que viviera con mi novio?

– Todo… O nada. No estoy seguro.

Estaba intentando imaginarse a la bibliotecaria de esa pequeña localidad viviendo en su barrio. Al darse cuenta de la expresión de su cara, Lexie se echó a reír.

– Igualito a los demás, ¿lo sabías? -soltó ella.

– ¿A quién te refieres?

– A los orgullosos urbanitas de Nueva York. Os pasáis la vida creyendo que no existe otro lugar más especial en el mundo entero, y que ningún otro lugar vale la pena.

– Tienes razón -admitió Jeremy-. Pero eso es porque el resto del mundo no puede hacerle sombra a esa maravilla de ciudad.

Lexie lo miró fijamente, con una mueca de disgusto que transmitía claramente el siguiente mensaje: «No has dicho lo que creo haber oído, ¿verdad?».

Él se encogió de hombros, con expresión inocente.

– Quiero decir que Greenleaf Cottages no se puede comparar exactamente al Four Seasons o al Plaza, ¿no te parece? Vamos, incluso tú tienes que admitirlo.

Ella no respondió. Lo miró con desdén y aceleró el paso. En ese momento estuvo segura de que Doris se había equivocado.

Jeremy se sentía incómodo, pero no quería dar el brazo a torcer.

– Vamos, admítelo. Sabes que tengo razón.

Justo entonces llegaron a la puerta de la entrada de la biblioteca, y él se adelantó para abrirla y cederle el paso a Lexie. Detrás de ellos, la anciana que hacía las veces de conserje los observaba atentamente. Lexie mantuvo la boca cerrada hasta que estuvieron fuera del edificio, entonces se volvió hacia él y profirió:

– Para que te enteres, la gente no vive en hoteles, sino en comunidades -espetó-. Y eso es lo que tenemos aquí: una comunidad donde la gente se conoce y se ayuda; donde los niños pueden jugar en la calle incluso cuando cae la noche, sin temor a que un desconocido les haga daño.

Jeremy levantó los brazos, en actitud defensiva.

– Oye, no me malinterpretes. Me encantan las comunidades. Precisamente yo crecí en un sitio parecido. Conocía a cada familia del vecindario porque esa gente había vivido allí durante muchos años. Algunos aún siguen viviendo en el barrio. Créeme, sé perfectamente lo importante que es sentirse parte de una comunidad, y lo importante que es que los padres sepan lo que hacen sus hijos a todas horas y con quién salen. Así me crié yo. Estuviéramos donde estuviésemos, los vecinos nos tenían a todos los niños controlados. Lo que quiero decir es que también es posible encontrar esa clase de comunidades en Nueva York, según donde vivas, claro. El barrio en el que vivo ahora no es precisamente un buen ejemplo de comunidad; está abarrotado de gente joven a la que básicamente sólo le interesa trabajar hasta horarios intempestivos para optar a un futuro mejor. Pero pásate un día por Park Slope en Brooklyn o Astoria en Queens y verás los parques llenos de pandillas de críos, jugando a baloncesto o a fútbol, o haciendo prácticamente las mismas cosas que hacen los niños aquí.

– Ya, como si alguna vez te hubieras parado a pensar en esa clase de cosas.

Un segundo después, Lexie se arrepintió de haber pronunciado las palabras con ese tono tan cargado de rabia. Jeremy, en cambio, no parecía molesto.

– Pues sí que pienso en esas cosas -respondió él impávidamente-. Y créeme, si tuviera hijos, no viviría donde vivo ahora. Tengo una pila de sobrinos en la ciudad, y cada uno de ellos vive en un barrio lleno de otros niños y de gente que se preocupa por ellos. Esos barrios se parecen mucho a este lugar en más de un aspecto.

Lexie no dijo nada, preguntándose si él le estaba contando la verdad.

– Mira -continuó Jeremy con un tono amistoso-. No intento iniciar una disputa contigo. Simplemente digo que los niños pueden criarse como es debido en cualquier lugar, siempre y cuando los padres se preocupen por ellos. No creo que las pequeñas poblaciones ostenten el monopolio de los valores positivos. Seguramente, si analizáramos a cada uno de los niños de Boone Creek con más detenimiento, encontraríamos a unos cuantos problemáticos, también aquí. Los niños siguen siendo niños, vivan donde vivan. -Sonrió, intentando demostrar que no se había ofendido por lo que ella le había dicho-. Y además, tampoco estoy seguro de por qué hemos acabado hablando sobre niños. A partir de ahora, te prometo que no volveré a sacar el tema. Lo único que intentaba expresar era mi sorpresa al saber que habías vivido en Nueva York, a tan sólo escasas manzanas de mi casa. -Hizo una pausa-. ¿Hacemos las paces?

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