– Sí, sí, claro.
Jeremy no sabía qué decir para convencerlo -en cierta manera porque quizá tenía razón-, y un momento más tarde, el alcalde empujó la puerta de la oficina de recepción, si a ese espacio se le podía llamar así.
Parecía como si no lo hubieran rehabilitado en más de cien años. En la pared situada detrás de un mostrador ruinoso había un róbalo de boca grande. En cada una de las esquinas, a lo largo de las paredes, y encima del archivador y del mostrador se podían ver criaturas disecadas: castores, conejos, ardillas, comadrejas, mofetas y hasta un tejón. A diferencia de la mayoría de exposiciones similares que había visto, todos esos animales habían sido disecados en una actitud como si estuvieran acorralados e intentaran defenderse. Las bocas abiertas parecían dispuestas a gruñir de forma inquietante; los cuerpos estaban arqueados; los dientes y las garras, a la vista. Jeremy estaba todavía asimilando las imágenes cuando vio un oso en una esquina y dio un respingo del susto. Al igual que los otros animales, exhibía unas garras amenazadoras, como si estuviera a punto de atacar. El lugar era el Museo de Historia Natural transformado en una película de terror y reducido al tamaño de una caja de cerillas.
Detrás del mostrador, un enorme tipo barbudo, sentado y con las piernas levantadas, miraba la tele que tenía delante de él. Las imágenes no eran nítidas; cada dos segundos aparecían unas rayas verticales que atravesaban la pantalla de lado a lado, por lo que era prácticamente imposible ver lo que pasaba.
El individuo se levantó lentamente, y siguió irguiéndose hasta que superó a Jeremy con creces. Debía de medir más de dos metros, y sus hombros eran más fornidos que los del amenazador oso disecado que lo vigilaba desde la esquina. Iba vestido con un mono y una camisa a cuadros. Sin mediar palabra, agarró un portapapeles y lo colocó bruscamente sobre la mesa.
Con el dedo hizo una señal a Jeremy y luego al portapapeles.
No sonrió; lo cierto es que tenía toda la pinta de querer arrancarle los brazos y usarlos a modo de bate para propinarle una buena tunda, antes de colgarlo en la pared como un trofeo con el resto de los animales expuestos.
Gherkin se echó a reír, cosa nada extraña. Jeremy se fijó en que el hombretón se reía de buena gana.
– No dejes que te intimide, Jeremy -terció Gherkin rápidamente-. A Jed no le gusta demasiado hablar con desconocidos. Sólo rellena la ficha con tus datos, y seguidamente podrás instalarte en tu pequeña habitación en el paraíso.
Jeremy no podía apartar los ojos de Jed, pensando que era el tipo más temible que había visto en su vida.
– Jed no sólo es el dueño del Greenleaf, también trabaja en el Ayuntamiento y es el taxidermista local -continuó Gherkin-. ¿No te parece un trabajo increíble?
– Increíble -asintió Jeremy, esforzándose por sonreír.
– Si le pegas un tiro a cualquier bicho viviente que encuentres por aquí, tráeselo a Jed. No te defraudará.
– Intentaré no olvidarlo.
El alcalde pareció animarse súbitamente.
– Así que te gusta la caza, ¿eh?
– No mucho, lo siento.
– Bueno, quizá podamos cambiar un poco tus gustos mientras te alojas aquí. ¿Te había dicho que la caza de patos es espectacular en esta parte del estado?
Mientras Gherkin hablaba, Jed daba golpecitos impacientes en el portapapeles con uno de sus gigantescos dedos.
– Vamos, Jed, no intentes intimidar al señor -lo amonestó el alcalde-. Es de Nueva York. Es un periodista de la gran ciudad, así que trátamelo bien.
Gherkin desvió la atención hacia Jeremy otra vez.
– Ah, sólo para que lo sepas, Jeremy, será un placer pagar tu estancia en el Greenleaf.
– Gracias, pero no hace falta…
– ¡No se hable más! -lo acalló moviendo nerviosamente los brazos-. La decisión ya está tomada por el jefe del Consistorio, que, por si no lo sabías, soy yo. -Le guiñó el ojo-. Es lo mínimo que podemos hacer por un huésped tan distinguido.
– Oh, muchas gracias.
Jeremy asió el bolígrafo. Empezó a rellenar la hoja de la reserva, sintiendo cómo Jed lo taladraba con la mirada; súbitamente tuvo miedo de lo que podría suceder si cambiaba de opinión y decidía no quedarse en el Greenleaf. Gherkin apoyó su brazo en el hombro de Jeremy con un exceso de confianza.
– ¿Te he dicho lo contentos que estamos de tenerte aquí?
En una calle tranquila en la otra punta de la localidad, en un búngalo blanco con las persianas pintadas de color azul, Doris estaba salteando beicon, cebollas y ajos mientras que en el otro fogón hervía un cazo con pasta. Lexie estaba lavando tomates y zanahorias en el fregadero para luego cortarlos a dados. Después de terminar su trabajo en la biblioteca, se había dejado caer por casa de Doris, como solía hacer un par de días a la semana. A pesar de que su casa quedaba muy cerca, a menudo cenaba en casa de su abuela. Era una vieja costumbre que no se resignaba a perder.
En la repisa de la ventana la radio sonaba al ritmo de jazz, y aparte de las típicas conversaciones de familia, las dos mujeres no tenían muchas cosas que contarse. Para Doris, la razón era que estaba cansada después de un largo día de trabajo. Aunque le costara admitirlo, desde que sufrió el ataque de corazón dos años antes, se cansaba con mucha más facilidad. Para Lexie, el motivo era Jeremy Marsh, pero conocía a Doris lo suficientemente bien como para saber que era mejor no comentar nada al respecto. Su abuela siempre había mostrado una curiosidad desorbitada por su vida personal, y Lexie había aprendido que lo más indicado era evitar hablar de ciertos temas con ella siempre que fuera posible.
Sabía que Doris no lo hacía con mala intención. Simplemente no alcanzaba a comprender cómo era posible que una mujer de treinta años no hubiera sentado todavía la cabeza, y últimamente no hacía más que preguntarle a qué esperaba para casarse. Aunque su abuela era una mujer sumamente inteligente, pertenecía a la vieja escuela; se casó a los veinte años y pasó sus siguientes cuarenta y cuatro años con un hombre al que adoraba, hasta que él falleció tres años antes.
Lexie se había criado con sus abuelos, así que conocía a Doris
los suficientemente bien como para prácticamente condensa todas sus preocupaciones en una frase: ya iba siendo hora de que su nieta encontrara a un chico decente, se fuera a vivir con él a una casita rodeada por una verja blanca de madera, y tuviera hijos.
Lo que su abuela pedía no era tan extraño, después de todo, y Lexie lo sabía. En el pueblo eso era lo que se esperaba de cualquier mujer. Y las veces que se sinceraba consigo misma, se decía que también anhelaba llevar esa clase de vida. Bueno, al menos en teoría. Pero primero tenía que encontrar al compañero ideal, alguien con quien se sintiera a gusto y del que se enorgulleciera de llamarlo «su hombre». En ese punto difería de su abuela. Doris pensaba que bastaba con encontrar a un hombre decente, honrado y con un buen trabajo. Y quizás en el pasado fuera así. Pero Lexie no ansiaba estar con alguien simplemente porque fuera cortés y tuviera un buen trabajo. Quizás albergaba falsas expectativas, pero también deseaba estar enamorada de él. No le importaba si era increíblemente afable o responsable; si no existía un mínimo de pasión, no podía -ni quería- imaginar pasar la vida junto a él. No sería justo ni para ella ni para él. Quería un hombre que fuera tierno y afable, pero que al mismo tiempo la hiciera vibrar, sentirse viva. Soñaba con un compañero que le masajeara los pies después de un largo día en la biblioteca, pero que también estuviera a la misma altura intelectual que ella; alguien romántico, por supuesto, que le comprara flores sin ninguna razón en particular.
Tampoco era pedir demasiado, ¿no?
Según Glamour, Ladies' Home Journal, y Good House-keeping -revistas que Lexie recibía en la biblioteca-, sí que era pedir demasiado. En cada artículo se aseguraba que mantener viva la chispa en una relación dependía única y exclusivamente de la mujer. Pero ¿no se suponía que una relación se basaba precisamente en eso, en un pacto entre dos personas? ¿No tenía cada uno de los implicados que procurar colmar las expectativas del otro?