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Ese era precisamente el problema de muchas de las parejas casadas que conocía. En todo matrimonio debía de existir un equilibrio entre hacer lo que a uno le apetecía y lo que la pareja quería, y mientras que el hombre y la mujer aceptaran ese compromiso, todo iba bien. Pero los problemas surgían cuando ambos empezaban a hacer lo que querían sin tener en cuenta las necesidades del otro. Un marido decidía de repente que necesitaba más sexo y lo buscaba en un contexto ajeno a la pareja; una esposa decidía que necesitaba más afecto, y actuaba del mismo modo que su marido. Para que un matrimonio funcionara, como en cualquier otra relación, era necesario subordinar las necesidades propias a las del otro, con la esperanza de que el cónyuge actuaría consecuentemente. Y mientras los dos miembros mantenían el pacto, todo iba viento en popa en su universo particular.

Sin embargo, ¿cómo era posible actuar de ese modo si una no estaba enamorada de su marido? Lexie no estaba segura. Doris, en cambio, tenía la respuesta: «Mi pequeña Lexie, esos sentimientos desaparecen tras los dos primeros años de casados», aseveraba ella, a pesar de que para Lexie la relación de sus abuelos había sido más que envidiable. Su abuelo era el típico hombre romántico por naturaleza. Hasta prácticamente el final de sus días, siempre se afanaba por abrirle la puerta del coche a Doris y darle la mano cuando salían a pasear. Jamás le había sido infiel, la adoraba y a menudo soltaba algún que otro comentario acerca de lo afortunado que era de haber encontrado a una mujer como ella. Cuando falleció, una parte de Doris también empezó a morirse. Primero fue el ataque al corazón, y ahora su artritis, que cada vez se agravaba más. Era como si estuvieran predestinados a vivir juntos. Cuando comparaba la relación de sus abuelos con los consejos que Doris le daba, se quedaba meditativa, pensando si Doris había sido simplemente afortunada al encontrar a un hombre como él, o si había sabido intuir alguna cosa más en su esposo de antemano, algo que le corroborara que él era su pareja ideal.

Y lo que era aún más importante, ¿por qué diantre le daba a Lexie por pensar en el matrimonio otra vez?

Probablemente porque estaba allí, en casa de Doris, el hogar donde se había criado tras la muerte de sus padres. Se sentía cómoda, arropada en ese espacio tan familiar, cocinando con su abuela. Recordó cuando de niña pensaba que un día viviría en una casa similar, resguardada de las inclemencias del tiempo por un tejado de hojalata, sobre el que la lluvia resonaba de un modo tan virulento al caer que parecía que no podía llover con tanta tuerza en ninguna otra parte del mundo, y con unas ventanas antiguas con los marcos repintados tantas veces que casi resultaban imposibles de abrir. Y ahora vivía en una casa parecida. bueno, por lo menos a simple vista podría parecer que la casa de Doris y la suya eran similares. Estaban construidas en la misma área, aunque Lexie jamás había conseguido duplicar los aromas estofados de los domingos al mediodía, el suave perfume de las sábanas secadas al sol, el penetrante olor de la vieja mecedora donde su abuelo había descansado durante tantos años: esa clase de olores reflejaba una existencia cómoda, lenta y tranquila; y cada vez que abría la puerta de esa casa, se sentía invadida por un sinfín de recuerdos de la infancia.

Lexie siempre se había imaginado que de mayor acabaría rodeada por su propia familia, incluso con retoños, pero no había sido así. Había tenido dos noviazgos serios: la larga relación con Avery, que había iniciado en la universidad, y después otra con un muchacho de Chicago que un verano vino al pueblo a visitar a sus primos. Era el típico hombre ilustrado: hablaba cuatro idiomas y había estudiado un año en la London School of Economics gracias a una beca universitaria de béisbol. Era encantador y exótico, y ella se enamoró perdidamente, como una boba. Soñó que él se quedaría en Boone Creek, pues parecía sentirse a gusto en el pueblo, pero un sábado por la mañana se despertó y se enteró de que el señor sabelotodo había decidido regresar a Chicago. Ni siquiera se molestó en despedirse de ella.

¿Y después de eso? Nada serio. Un par de idilios que habían durado unos seis meses y que la habían dejado absolutamente impasible; uno con un médico de la localidad, y el otro con un abogado. Los dos se le habían declarado, pero Lexie no había sentido ni la magia ni el cosquilleo o lo que se suponía que una debía sentir para decidirse a dar un paso más en esa clase de relaciones. En los dos últimos años, sus salidas con hombres habían sido más bien limitadas, a menos que contara a Rodney Hopper, el ayudante del sheriff del pueblo. Había salido con él una docena de veces, una vez al mes aproximadamente, normalmente al alguna fiesta benéfica a la que deseaba asistir. Al igual que ella, Rodney había nacido y se había criado en Boone Creek, y de chiquillos habían compartido muchas horas de juegos en los columpios del parque situado detrás de la iglesia episcopal. El bebía los vientos por ella, y en alguna ocasión la había invitado a tomar una copa en el Lookilu. A veces Lexie se preguntaba por qué no se decidía a salir con él en serio, pero es que Rodney… Rodney estaba demasiado interesado en pescar, cazar y levantar pesas, y en cambio no mostraba ningún interés por los libros o por cualquier cosa que sucediera más allá de los confines del pueblo. Sí, era un chico agradable, y a veces pensaba que sería un buen marido; pero no para ella.

Así pues, ¿qué opciones le quedaban?

En casa de Doris, tres veces a la semana, se perdía en esos pensamientos, esperando las inevitables preguntas sobre el amor de su vida.

– ¿Qué te ha parecido? -le preguntó Doris súbitamente.

Lexie no pudo evitar sonreír.

– ¿Quién? -inquirió, haciéndose la despistada.

– Jeremy Marsh. ¿A quién crees que me refería?

– No lo sé. Por eso te lo he preguntado.

– Deja de evitar el tema. Me he enterado de que ha pasado un par de horas en la biblioteca.

Lexie se encogió de hombros.

– Parece afable. Le he ayudado a encontrar algunos libros que necesitaba para su investigación, eso es todo.

– ¿No has hablado con él?

– Claro que hemos hablado. Como tú misma has dicho, se ha pasado bastante rato en la biblioteca.

Doris esperó a que Lexie agregara algo más, pero al ver que no lo hacía, lanzó un prolongado suspiro.

– Pues a mí me ha parecido encantador -precisó Doris-. Todo un caballero.

– Ya, todo un caballero -reiteró Lexie.

– Por el tono en que lo dices, no pareces muy convencida.

– ¿Qué más quieres que diga?

– Bueno… ¿Lo embaucaste con tu arrolladora personalidad?

– ¿Y eso qué importa? Sólo se quedará en el pueblo un par de días.

– ¿Te he contado alguna vez cómo conocí a tu abuelo?

– Innumerables veces -contestó Lexie, recordando perfectamente la historia. Se habían conocido en un tren de camino a Baltimore; él era de Grifton, y ese día iba a una entrevista para un puesto de trabajo, pero nunca llegó a hacer esa entrevista, porque prefirió quedarse con ella.

– Entonces ya sabes que hay muchas posibilidades de conocer a alguien cuando uno menos se lo espera.

– Eso es lo que siempre predicas.

Doris le guiñó el ojo.

– Claro, porque creo que necesitas que alguien te lo repita constantemente.

Lexie llevó la ensaladera a la mesa.

– No te preocupes por mí. Soy feliz. Me encanta mi trabajo, tengo buenos amigos, dispongo de tiempo para leer y salir a correr y hacer las cosas que me gustan.

– Y no olvides la suerte que tienes de tenerme a tu lado.

– Exactamente -afirmó Lexie-. ¿Cómo podría olvidarme de ese detalle tan importante?

Doris soltó una carcajada y se concentró nuevamente en la sartén. Por un momento la cocina quedó sumida en un silencio absoluto, y Lexie respiró aliviada. Por lo menos el tema había quedado zanjado; y gracias a Dios, Doris no había sido demasiado insistente. Ahora, pensó, podrían disfrutar de una cena tranquila.

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