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De hecho, ésa era la parte que más le gustaba. La búsqueda de la verdad resultaba a menudo más divertida que el acto de escribir la conclusión definitiva, y por eso Jeremy se concentró absolutamente en la labor. Descubrió que Boone Creek fue fundado en 1729, por lo que era una de las localidades más antiguas del estado, y que durante mucho tiempo no fue nada más que una diminuta aldea mercantil asentada en la confluencia del río Pamlico y del afluente Boone. Más tarde, en ese mismo siglo, se convirtió en un puerto de pequeña envergadura dentro del sistema de transporte fluvial, y el uso de los barcos de vapor a mediados del siglo xix aceleró el auge del pueblo. Hacia finales del siglo xix, la fiebre del ferrocarril llegó hasta Carolina del Norte, y entonces talaron infinidad de bosques y excavaron canteras. De nuevo el pueblo sufrió cambios debido a su emplazamiento, que lo convertía en una puerta de acceso a la zona conocida como la Barrera de Islas. Después de ese período, la localidad creció en consonancia con la economía del resto del estado, aunque la población se mantuvo estable después de 1930. En los censos más recientes, la población del condado había disminuido, lo cual no sorprendió a Jeremy en absoluto.

También leyó la sección sobre el cementerio en el libro de historias de fantasmas. En esa versión, Hettie maldijo el pueblo, no porque hubieran trasladado los muertos del cementerio, sino por el percance que se originó al negarse a ceder el paso a la esposa de uno de los comisionados que se acercaba en dirección opuesta. Se escapó del arresto porque todos la consideraban una figura casi espiritual en Watts Landing, pero unos cuantos elementos racistas de la localidad decidieron tomarse la justicia por sus propias manos y provocaron grandes destrozos en el cementerio de los negros. Indignada, Hettie maldijo el cementerio de Cedar Creek y juró que sus antepasados trincharían los campos del cementerio hasta que la tierra acabara por engullirlo.

Jeremy se acomodó en la silla, pensativo. Tres versiones completamente distintas de esencialmente la misma leyenda. Se preguntó qué quería decir.

Lo más curioso era que el escritor del libro -un tal A. J. Morrison- había añadido una apostilla en cursiva afirmando que el cementerio de Cedar Creek ya había empezado a hundirse. Según los estudios realizados, el cementerio se había hundido aproximadamente unos tres palmos. El autor no ofrecía ninguna explicación del fenómeno.

Jeremy buscó la fecha de publicación. El libro había sido escrito en 1954, y por el aspecto que tenía el cementerio en la actualidad, supuso que se había hundido por lo menos otro metro desde entonces. Garabateó una nota para acordarse de buscar estudios sobre los terrenos del cementerio en ese período y también más recientes. Sin embargo, mientras iba asimilando la información, no podía evitar mirar de vez en cuando hacia la puerta por encima del hombro, para ver si Lexie regresaba.

Mientras tanto, en el campo de golf del pueblo, el alcalde se hallaba en el fairway del tee del hoyo 14, con el móvil pegado a la oreja y con un porte de estar sumamente interesado en lo que un interlocutor le estaba contando. La cobertura era francamente mala en esa parte del país, y el alcalde se preguntó si alzando su hierro cinco por encima de la cabeza canalizaría mejor el mensaje.

– ¿Y dices que estaba en el Herbs? ¿Hoy al mediodía? ¿Has dicho Primetime Live?

Asintió, fingiendo no ver cómo su amigo, que a su vez fingía buscar dónde había ido a parar la pelota que acababa de lanzar, apartaba la pelota con el pie de detrás de un árbol hasta colocarla en una posición más conveniente.

– ¡La encontré! -exclamó el sujeto, y empezó a prepararse para el siguiente lanzamiento.

El amigo del alcalde hacía esa clase de cosas todo el tiempo, lo que francamente no molestaba demasiado al alcalde, ya que él habría hecho exactamente lo mismo. De otro modo no habría sido posible mantener la holgura de sus tres hándicaps.

Entretanto, mientras su interlocutor terminaba de relatarle el chisme, su amigo lanzó la pelota entre los árboles otra vez.

– ¡Maldita sea! -gritó. El alcalde no le hizo caso.

– Vaya, vaya, qué interesante -profirió el alcalde mientras empezaba a maquinar un sinfín de posibilidades-. Me alegro de que me hayas llamado. Cuídate mucho, sí, adiós.

Cerró la tapa del móvil justo en el instante en que su amigo se acercaba a él.

– Espero que tenga más suerte la próxima vez.

– Yo no me preocuparía demasiado -dijo el alcalde, todavía pensando en los últimos eventos que habían tenido lugar en la localidad-. De todos modos, seguro que acabarás colocando la pelota donde te dé la gana.

– ¿Con quién hablabas?

– Con el destino -anunció-, y si jugamos bien esta partida, puede que sea definitivamente nuestra salvación.

Dos horas más tarde, justo cuando el sol comenzaba a ocultarse detrás de las copas de los árboles y las sombras empezaban a propagarse a través de la ventana, Lexie asomó la cabeza por la sala de los originales.

– ¿Qué tal? ¿Cómo va?

Jeremy la miró por encima del hombro y sonrió. Se separó de la mesa y se pasó la mano por el pelo.

– Muy bien; estoy aprendiendo bastantes cosas.

– ¿Ha dado con la respuesta mágica?

– No, pero me estoy acercando; lo presiento.

Ella entró en la estancia.

– Me alegro, pero tal y como le indiqué antes, suelo cerrar esta sección a las cinco para poder hacerme cargo del numeroso grupo de personas que viene a la biblioteca después de la jornada laboral.

Jeremy se levantó de la silla.

– No te preocupes; de todos modos empiezo a sentirme un poco cansado. Ha sido un día muy largo.

– ¿Volverá mañana por la mañana?

– Sí, eso es lo que pensaba hacer. ¿Por qué?

– Bueno, normalmente coloco todos los libros en las estanterías al final del día.

– ¿Te importaría hacer una excepción con esta pila de libros por el momento? Seguramente tendré que volver a consultarlos prácticamente todos.

Lexie se quedó pensativa unos instantes.

– De acuerdo, supongo que por una vez no pasa nada. Pero que conste que si no aparece mañana a primera hora, pensaré que es usted un caradura.

Jeremy alzó la cabeza con aire solemne.

– Te prometo que no te fallaré. No soy de esa clase de hombres.

Ella esbozó una mueca de fastidio al tiempo que pensaba: «Eso es lo que dicen todos». No obstante, tenía que admitir que el tipo era perseverante.

– Estoy segura de que eso es lo que les cuenta a todas las chicas, señor Marsh.

– No -aclaró él, inclinándose hacia la mesa-. Lo cierto es que soy un hombre muy tímido, casi un ermitaño, de verdad. Apenas salgo de casa.

Ella se encogió de hombros.

– Si usted lo dice… Como periodista de la gran ciudad, suponía que debía de ser el típico mujeriego.

– ¿Y eso te molesta?

– No.

– Mejor, porque, como ya debes de saber, las apariencias a veces engañan.

– Oh, ya me había dado cuenta.

– ¿Ah, sí?

– Sí -repuso ella-. Cuando le vi por primera vez en el cementerio, pensé que se disponía a asistir a un entierro.

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