Doris notó el gesto de nerviosismo y le dio una palmadita en la pierna.
– Todo saldrá bien; ya lo verás. Confía en mí.
Jeremy se esforzó por sonreír, intentando ocultar sus dudas.
– ¿Algún consejo de última hora?
– No -respondió ella, sacudiendo la cabeza-. Además, ya has seguido el consejo que quería darte. Estás aquí, ¿no es cierto?
Jeremy asintió, y Doris se inclinó hacia él, le dio un beso en la mejilla y después le susurró:
– Bienvenido a casa.
Jeremy dio marcha atrás; las ruedas chirriaron en el asfalto cuando puso rumbo a la biblioteca. Le pareció recordar que, en una de sus conversaciones, Lexie había mencionado que la biblioteca permanecía abierta hasta bastante tarde, para aquellos que decidían pasarse por allí después del trabajo. ¿Se lo comentó el día en que se conocieron, o fue al día siguiente? Suspiró, reconociendo que esa insistencia compulsiva en recordar esa clase de detalles irrelevantes se debía simplemente a una necesidad de aplacar los nervios. ¿Había hecho bien en venir? ¿Y cómo reaccionaría ella? ¿Se alegraría de verlo? Todo vestigio de confianza empezó a desvanecerse a medida que se acercaba a la biblioteca.
El centro del pueblo ofrecía un aspecto nada bucólico, en contraste con la imagen apacible y difusa -como en un sueño- que recordaba. Pasó por delante del Lookilu y se fijó en la media docena de coches aparcados delante del local; también avistó otro círculo de coches apiñados cerca de la pizzeria. Un grupo de jóvenes charlaba animadamente en la esquina, y aunque al principio pensó que estaban fumando, después se dio cuenta de que el humo que los rodeaba no era más que el vaho que se escapaba de sus bocas a causa de la condensación de aire frío.
Giró por otra de las calles; en el cruce, a lo lejos, vio las luces de la biblioteca que iluminaban las dos plantas. Aparcó delante del edificio y salió del coche, notando la gélida brisa de la noche. Tomó aire lentamente, se dirigió con paso rápido hacia la puerta principal y la abrió sin vacilar.
No había nadie en el mostrador. Se detuvo para echar un vistazo a través de las cristaleras que separaban el área de recepción del resto de la sala en el piso inferior. Tampoco había señales de Lexie entre los allí presentes. Barrió toda la estancia lentamente con la mirada, para asegurarse.
Supuso que Lexie debía de estar en su despacho o en la sala principal, recorrió el pasillo con premura y subió las escaleras, sin dejar de mirar a lado y lado mientras enfilaba hacia el despacho de Lexie. Desde lejos advirtió que la puerta estaba cerrada; no se veía luz por debajo de la puerta. Se acercó e intentó abrirla, pero estaba cerrada con llave. A continuación, buscó por cada uno de los pasillos delimitados por las estanterías llenas de libros hasta que llegó a la sala de los originales.
Estaba cerrada.
Regresó a la sala principal, caminando con paso ligero, sin prestar atención a las miradas de estupefacción de la gente que seguramente lo había reconocido; después bajó las escaleras de dos en dos. Mientras se dirigía hacia la puerta principal, se maldijo por no haberse fijado antes en si el coche de Lexie estaba aparcado delante del edificio.
«Son los nervios», le contestó una vocecita en su interior.
Bueno, no pasaba nada. Si Lexie no se hallaba allí, probablemente estaría en su casa.
Una de las voluntarias de más avanzada edad apareció portando una pila de libros entre sus brazos, y sus ojos se iluminaron cuando vio a Jeremy.
– ¿Señor Marsh? -lo llamó con voz risueña-. Creía que no lo volveríamos a ver. ¿Se puede saber qué está haciendo aquí?
– Estoy buscando a Lexie.
– Se marchó hace una hora. Creo que se dirigía a casa de Doris, a ver cómo estaba. Sé que la llamó antes, y que Doris no contestó.
Jeremy mantuvo la expresión impasible.
– ¿Ah, sí?
– Y Doris no estaba en el Herbs, eso es todo lo que sé. Intenté decirle a Lexie que probablemente Doris estaba haciendo recados, pero ya sabes cómo se preocupa por su abuela. A veces logra sacarla de sus casillas, aunque en el fondo Doris sabe que es su forma de demostrarle que la quiere.
La mujer hizo una pausa. De repente se dio cuenta de que Jeremy no le había explicado el motivo de su súbita reaparición.
Antes de que pudiera añadir ninguna palabra más, Jeremy se le adelantó.
– Mire, me encantaría quedarme a charlar un rato con usted, pero tengo que encontrar a Lexie.
– ¿Es por lo de la historia, otra vez? Quizá yo pueda ayudarlo. Tengo la llave de la sala de los originales, si la necesita.
– No, no será necesario. De todas maneras, muchas gracias.
Jeremy ya había reemprendido la marcha hacia la puerta de salida cuando oyó la voz de la anciana a sus espaldas.
– Si Lexie regresa, ¿quiere que le diga que la está buscando?
– ¡No! -dijo él en voz alta sin darse la vuelta-. No le diga nada. Es una sorpresa.
Fuera, Jeremy se estremeció ante la súbita bocanada de aire frío y aceleró el paso hasta el coche. Condujo por la carretera principal hasta la entrada al pueblo, maravillándose de la rapidez con que se oscurecía el cielo. Contempló las estrellas por encima de las copas de los árboles. Había miles de ellas, millones. Por un instante se preguntó cómo se verían desde la cima de Riker's Hill.
Entró en la calle de Lexie, distinguió la casa, y se sintió invadido por una sensación de desaliento cuando no vio ninguna luz en las ventanas ni el coche aparcado en la calzada. Como si no acabara de creerse lo que sus ojos le decían, pasó por delante de la casa, deseando equivocarse.
Si no se hallaba ni en la biblioteca ni en su casa, ¿dónde estaba?
¿Se habrían cruzado de camino a casa de Doris? Se concentró, intentando recordar si había visto algún coche. Le parecía que no, aunque lo cierto era que no había prestado la debida atención. De todos modos, estaba seguro de que habría reconocido el coche.
Decidió pasar otra vez por delante de la casa de Doris para confirmar sus dudas. Apretó el acelerador y condujo bajo los efectos de una creciente inquietud; entonces divisó el bungaló blanco.
Sólo necesitó un vistazo para cerciorarse de que Doris se había ido a dormir.
No obstante, se detuvo delante de la casa, abatido, y se preguntó dónde diantre podía estar Lexie. La localidad no era tan grande y, además, no ofrecía demasiadas opciones. Inmediatamente pensó en el Herbs, pero recordó que el local estaba cerrado por la noche. Tampoco había visto el coche en el Lookilu, ni en ningún otro lugar del centro del pueblo. Consideró la posibilidad de que Lexie estuviera haciendo algún recado, o devolviendo un vídeo, o recogiendo alguna prenda de la tintorería…, o…, o…
De repente, supo dónde encontrarla.
Jeremy dio un golpe seco de volante, intentando no caer en la desesperación ahora que se hallaba casi al final del trayecto. Sentía una ligera opresión en el pecho y notaba que le costaba respirar, igual que le había sucedido unas horas antes esa misma tarde, cuando se había sentado en el avión. Le costaba creer que hubiera iniciado el día en Nueva York, pensando que nunca más volvería a ver a Lexie, y que, en cambio, ahora se encontrara deambulando por Boone Creek, planeando hacer lo que le parecía imposible. Condujo por las calles oscuras, procurando no perder los nervios, imaginando la reacción de Lexie cuando lo viera.
La luz de la luna iluminaba el cementerio aportándole un tono casi azulado, y las tumbas parecían brillar como si una lucecita las alumbrara desde su interior. La valla de hierro forjado añadía a la escena un toque fantasmagórico. Jeremy se acercó a la entrada del cementerio y vio el coche de Lexie cerca de la puerta.
Aparcó justo detrás. Al salir del coche de Doris, oyó el ruido del ventilador de la aireación del motor. La hojarasca crujió debajo de sus pies. Tomó aire lentamente y deslizó la mano por encima del capó del coche de Lexie, notando el calor del acero en la palma de su mano. Dedujo que no hacía mucho que había llegado.