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Lexie le lanzó una mirada mordaz, aunque al igual que el día anterior, su semblante revelaba que lo hacía más en broma que enojada.

– Con seis cervezas tengo para todo un mes. Bueno, ¿quieres una o no?

Él sonrió, aliviado al ver que ella adoptaba un tono más familiar.

– Sí, me gustaría tomarme una, gracias.

– ¿Te importa cogerla tú mismo? Tengo que preparar la salsa.

Jeremy abrió la nevera y separó dos botellas de Coors Light del paquete de cervezas. Abrió una y luego la otra antes de ponerla delante de ella. Lexie se quedó mirando la botella y se encogió de hombros.

– Lo siento, pero es que no me gusta beber solo -se excusó él.

Jeremy levantó la botella para hacer un brindis, y Lexie lo imitó. Chocaron los cascos de las botellas sin pronunciar ni una palabra, después él se apoyó en la encimera al lado de ella y cruzó una pierna por encima de la otra.

– Sólo para que lo sepas, se me da muy bien trocear las verduras; lo digo por si necesitas ayuda.

– Lo recordaré -repuso Lexie.

Él sonrió.

– ¿Cuánto hace que este lugar pertenece a tu familia?

– Mis abuelos lo compraron después de la segunda guerra mundial. En esa época ni siquiera existía una carretera en toda la isla. Tenías que conducir a través de la arena para llegar hasta aquí. Hay algunas fotos en el comedor en las que se puede apreciar cómo era este lugar en esos años.

– ¿Te importa si les echo un vistazo?

– No, adelante. Yo continuaré preparándolo todo. El baño está al final del pasillo, por si te apetece asearte un poco antes de cenar. Está en la habitación de invitados, a la derecha.

Jeremy se fue hasta el comedor y examinó las fotos de la vida rústica en la isla, entonces se fijó en la maleta de Lexie cerca de la butaca. Tras dudar unos instantes, la agarró y se la llevó hasta el final del pasillo. A mano izquierda vio una habitación aireada con una enorme cama sobre un pedestal, coronada por un edredón con dibujos de conchas marinas. Las paredes estaban decoradas con fotos adicionales de la Barrera de Islas. Supuso que ésa era la habitación de Lexie y depositó la maleta justo detrás de la puerta.

Cruzó el pasillo y entró en la otra habitación. Estaba decorada con motivos náuticos, y las cortinas de color azul marino le conferían un agradable contraste con las mesitas y la cómoda de madera. Mientras se descalzaba y se quitaba los calcetines sentado en uno de los extremos de la cama, se preguntó cómo se sentiría al dormir allí esa noche, al saber que Lexie estaba sola al otro lado del pasillo.

Se dirigió al lavabo, se miró en el espejo ubicado encima del lavamanos e intentó acicalarse el pelo despeinado con las manos. Tenía la piel cubierta por una fina capa de sal y, después de lavarse las manos, se echó agua en la cara. En cuestión de segundos empezó a sentirse mejor, acto seguido regresó a la cocina y escuchó las notas melancólicas de la canción de los Beatles Yesterday, provenientes de una pequeña radio que descansaba en la repisa de la ventana.

– ¿Seguro que no necesitas ayuda? -se ofreció él de nuevo.

Al lado de Lexie había un bol de ensalada de tamaño mediano con tomates cuarteados y olivas. Ella estaba ocupada lavando la lechuga y señaló las cebollas.

– Casi ya he terminado con la ensalada, ¿te importaría pelar las cebollas?

– Claro que no. ¿Quieres que también las corte a dados?

– No, sólo pélalas. Encontrarás un cuchillo en ese cajón de ahí abajo.

Jeremy sacó un cuchillo afilado y se afanó con las cebollas que había encima de la encimera. Por un momento, los dos trabajaron sin hablar mientras escuchaban la música. Cuando ella terminó con la lechuga y la apartó a un lado, intentó ignorar el cosquilleo que le provocaba el estar tan cerca de él. Sin embargo, no pudo evitar observarlo con el rabillo del ojo, y admirar su gracia natural, junto con un primer plano de sus caderas y de sus piernas, de sus hombros fornidos y de sus angulosos pómulos.

Jeremy cogió una cebolla pelada, sin darse cuenta de lo que ella estaba pensando.

– ¿Está bien así?

– Perfecto.

– ¿Seguro que no quieres que la corte a dados?

– No; si lo haces, echarás a perder la salsa, y eso es algo que jamás te perdonaría.

– Pero si todo el mundo corta las cebollas a dados. Mi madre italiana lo hace así.

– Pues yo no.

– ¿Así que piensas echar esta oronda cebolla entera en la salsa?

– No, hombre. Primero la cortaré por la mitad.

– ¿Me dejas que la parta, por lo menos?

– No, gracias. No me gustaría darte demasiado trabajo. -Lexie sonrió-. Y además, soy la cocinera, ¿recuerdas? Tú dedícate a observar y a aprender. De momento considérate el… pinche de cocina.

Jeremy la miró fijamente. La temperatura en la cabaña era agradable; la cara de Lexie ya no estaba sonrosada por el frío, sino que su piel mostraba un brillo fresco y natural.

– ¿El pinche de cocina?

Ella se encogió de hombros.

– Mira, me parece muy bien que tu madre sea italiana, pero yo me he criado con una abuela que tenía el defecto de probar cualquier receta de cocina que cayera en sus manos.

– ¿Y por eso te consideras una experta?

– Yo no, pero Doris sí que lo es, y durante mucho tiempo fui su pinche de cocina. Aprendí a través de osmosis, y ahora te toca a ti.

Jeremy cogió otra cebolla.

– Y dime, ¿por qué es tan especial esta receta? Aparte de que incluye cebollas del tamaño de una pelota de béisbol.

Lexie cogió la cebolla pelada y la partió por la mitad.

– Puesto que tu madre es italiana, estoy segura de que habrás oído hablar de los tomates de San Marzano.

– Claro. Son tomates, de San Marzano.

– Qué ingenioso. Para que te enteres, son los tomates más dulces y sabrosos que existen, especialmente en salsas. Ahora mira y aprende.

Lexie asió un cazo que había dentro del horno y lo dejó a un lado, entonces encendió el gas y colocó una cerilla en el borde de uno de los fogones. La llama azul tomó vida, y después depositó el cazo vacío encima del quemador.

– He de admitir que me estás dejando impresionado -dijo Jeremy en tono burlón, mientras terminaba de pelar la segunda cebolla y la apartaba a un lado. Agarró su cerveza y volvió a apoyarse en la encimera-. Deberías de montar tu propio programa de cocina por televisión.

Sin prestarle atención, Lexie vertió el contenido de las dos latas de tomate en el cazo, luego agregó una cucharada de mantequilla a la salsa. Jeremy echó un vistazo por encima del hombro de Lexie y vio cómo la mantequilla empezaba a derretirse.

– Muy saludable -comentó él-. Mi médico siempre me dice que de he añadir un poco de colesterol a mi dieta.

– ¿Sabías que muestras una desagradable tendencia a ser sarcástico?

– Eso me han dicho -respondió él, levantando su botella-. De todas maneras, gracias por recordármelo.

– ¿Has acabado de pelar la otra cebolla?

– Sí, soy un pinche de cocina la mar de eficiente -proclamó al tiempo que le pasaba la segunda cebolla.

Lexie la partió en dos y luego echó las cuatro mitades en la salsa. Removió el contenido del cazo unos instantes con una cuchara de madera y esperó hasta que la salsa empezó a hervir, después bajó el fuego.

– Muy bien. Esto es todo, de momento. Estará listo de aquí a una hora y media -anunció ella, satisfecha.

Se dirigió al fregadero y se lavó las manos. Jeremy echó otro vistazo al cazo y frunció el ceño.

– ¿Ya está? ¿Sin ajo? ¿Sin sal ni pimienta? ¿Sin salchichas? ¿Sin albóndigas?

Ella sacudió enérgicamente la cabeza.

– Sólo consta de tres ingredientes. Luego coceré la pasta, la mezclaré con la salsa y le echaré parmesano fresco rallado por encima.

– Pues no es una receta muy italiana, que digamos.

– Te equivocas. Es la forma como han preparado la pasta durante cientos de años en San Marzano, que, por si no lo sabías, es una población de Italia. -Le dio la espalda para secarse las manos con un trapo de cocina-. Como nos queda tiempo, me dedicaré a limpiar todo esto antes de la cena, lo cual significa que estarás solo durante un rato.

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