– Doscientas cuarenta y siete -anunció ella.
Él la miró desconcertado.
– ¿Cómo?
– Es el número de mujeres que han ido a ver a Doris para averiguar el sexo de sus bebés. Siempre había alguna embarazada sentada en la cocina de casa, hablando con mi abuela. Y es curioso, incluso ahora puedo recordar que pensaba que todas ellas tenían algo similar: el fulgor en sus ojos, la piel tersa y brillante, y ese nerviosismo genuino. Es verdad lo que cuentan las viejas parteras de que las embarazadas tienen un brillo especial, y recuerdo cuando pensaba que quería parecerme a esas mujeres cuando fuera mayor. Doris se pasaba un buen rato departiendo con ellas para asegurarse de que realmente querían saber el sexo de su bebé; acto seguido, las cogía de la mano y se quedaba totalmente en silencio. Las embarazadas tampoco decían nada, y unos minutos más tarde, ella proclamaba la noticia. -Soltó un suspiro-. Y siempre acertaba. Doscientas cuarenta y siete mujeres fueron a visitarla, y ella acertó doscientas cuarenta y siete veces. Mi abuela tiene los nombres de todas ellas escritos en una libreta, junto con toda clase de detalles, incluidas las fechas de sus visitas. Puedes echarle un vistazo si quieres. Todavía guarda la libreta en la cocina.
Jeremy se limitó a mirarla fijamente. Pensó que estadísticamente eso era imposible. Alguien que había forzado los límites de lo que podía ser cierto, y que lo había conseguido por chiripa. Y esa libreta sólo debía de contener los datos de las mujeres con las que había acertado.
– Sé lo que estás pensando -dijo ella-. Pero puedes contrastar los datos con el hospital, o directamente con las mujeres. Y puedes preguntarle a quién quieras, para ver si se equivocó alguna vez. Y descubrirás que jamás se equivocó. Incluso los doctores de la localidad te dirán que mi abuela tenía un don especial.
– ¿No se te ocurrió pensar que quizá conocía a la persona que realizaba las ecografías?
– Imposible -insistió ella.
– ¿Cómo puedes estar tan segura?
– Porque cuando la tecnología finalmente llegó al pueblo, dejó de hacer esas predicciones. Entonces ya no había ninguna razón para que la gente continuara consultando esa clase de cuestiones con ella, porque ya podían ver una imagen de su bebé con sus propios ojos. Poco a poco las mujeres dejaron de ir a casa de Doris, hasta que al final las visitas cesaron casi por completo. Ahora quizá sólo recibe una o dos visitas al año, normalmente de campesinas que no tienen ningún seguro médico. Supongo que se podría decir que hoy día la gente ya no precisa de sus servicios.
– ¿Y qué me dices del don de averiguar dónde hay agua?
– Lo mismo -respondió impasible-. No hay demasiada demanda por aquí para alguien con sus habilidades. La sección más meridional del condado se asienta sobre una gran reserva de agua. Pero cuando Doris era una niña, en Cobb County en Georgia, que es donde se crió, muchos granjeros iban a verla para solicitarle ayuda, especialmente durante los meses de sequía. Y aunque no tenía más de ocho o nueve años, siempre encontraba agua.
– Vaya, qué interesante -dijo Jeremy.
– Me parece que todavía no me crees.
Jeremy cambió de posición en el asiento.
– Debe de haber una explicación lógica. Siempre la hay.
– ¿No crees en ningún tipo de magia?
– No.
– Qué pena -repuso ella-. Porque a veces es real como la vida misma.
Jeremy sonrió.
– Quién sabe. Igual descubro algo y cambio de parecer mientras estoy aquí.
Ella también sonrió.
– Eso ya ha empezado a pasarte. Lo único es que eres demasiado cabezota como para aceptarlo.
Después de dar buena cuenta de toda la comida, Jeremy puso en marcha el motor y descendieron de Riker's Hill a trompicones, con las ruedas delanteras a punto de hundirse en cada bache profundo. La suspensión hacía el mismo ruido que un colchón de muelles viejo, y cuando llegaron al pie de la montaña, Jeremy exhibía unos nudillos completamente blancos y tensos sobre el volante.
Siguieron la misma carretera del camino de ida. Al pasar por delante del cementerio de Cedar Creek, Jeremy no pudo evitar desviar la vista hacia la cima de Riker's Hill. A pesar de la distancia, pudo distinguir el lugar exacto donde habían aparcado.
– ¿Nos queda tiempo para ver un par de sitios más? Me encantaría dar una vuelta por el puerto, la fábrica de papel, y quizás el puente de caballetes por donde pasa el tren.
– Tenemos tiempo -afirmó ella-. Siempre y cuando no nos demoremos demasiado. Los tres sitios se encuentran en la misma zona.
Diez minutos más tarde, siguiendo las indicaciones de Lexie, Jeremy aparcaba nuevamente el coche. Se hallaban en uno de los recodos del pueblo, a un par de manzanas del Herbs y cerca del paseo marítimo paralelo al discurrir del río. El río Pamlico, de cerca de un kilómetro y medio de ancho, fluía enfurecido, con la corriente formando numerosos remolinos de espuma blanca mientras se precipitaba río abajo. En la otra orilla, cerca del puente de caballetes, la fábrica de papel -una imponente estructura- escupía nubes de humo por sus inhóspitas chimeneas.
Jeremy aprovechó para estirar las piernas y los brazos cuando se apeó del coche; en cambio, Lexie se estremeció e intentó hacer frente al notable cambio de temperatura cruzando los brazos.
– ¿Hace más frío o es sólo mi imaginación? -preguntó desconcertada, con las mejillas sonrosadas.
– Es cierto; empieza a refrescar -confirmó él-. Parece que hace más frío aquí que en la cima de la montaña, aunque quizá sólo sea que notamos más la diferencia de temperatura porque en el coche había puesto la calefacción.
Jeremy aceleró el paso para no quedarse rezagado cuando ella emprendió la marcha por encima del paseo entarimado. Al cabo de un rato, Lexie empezó a caminar más despacio y finalmente se detuvo y se apoyó en la barandilla mientras Jeremy observaba el puente de caballetes. Quedaba suspendido encima del río, a una gran altura para permitir el paso de los barcos; estaba construido con vigas entrecruzadas, lo que le confería un aspecto de puente colgante.
– Igual querías verlo desde más cerca -comentó ella-. Si tuviéramos más tiempo, te llevaría al otro lado del río, hasta el molino, aunque creo que desde aquí gozas de una vista privilegiada. -Señaló hacia el otro extremo del pueblo-. El puerto queda allí, cerca de la carretera principal. ¿Ves los veleros amarrados?
Jeremy asintió. No sabía por qué, pero se había imaginado que el lugar sería más impresionante.
– ¿Los barcos grandes pueden atracar en el puerto?
– Creo que sí. A veces es posible ver algunos yates imponentes de New Bern.
– ¿Y las gabarras?
– Supongo que también. El río está dragado para permitir el tránsito de esas grandes embarcaciones que transportan troncos de madera, pero normalmente atracan en el extremo más alejado. Mira. -Señaló hacia lo que parecía ser una pequeña cueva-. Allí hay un par, cargadas con troncos.
Jeremy desvió la vista hacia donde ella le indicaba, y después se fue volviendo lentamente, intentando coordinar diferentes puntos. Con Riker's Hill a lo lejos, el puente de caballetes y la fábrica parecían perfectamente alineados. ¿Coincidencia? ¿O acaso era un dato irrelevante? Observó fijamente la fábrica de papel, pensando si la parte superior de las chimeneas se iluminaba por la noche. Tendría que confirmar ese detalle.
– ¿Y todos los troncos se trasportan en esas barcazas, o también recurren al ferrocarril?
– Pues la verdad es que no lo sé, pero seguro que no nos costará demasiado averiguarlo.
– ¿Sabes cuántos trenes usan el puente de caballetes?
– No estoy segura. A veces oigo el silbido por la noche, y más de una vez he tenido que detenerme en el cruce del pueblo para dejar pasar a uno, aunque no puedo confirmarte el número preciso de trenes. Sé que realizan muchos viajes hasta el molino, que es donde se detienen.