– Bueno, ahora no verá nada. Los fantasmas no aparecen hasta que se hace de noche, si es eso lo que busca.
– ¿Cómo?
– Los fantasmas. Si no tiene a ningún pariente enterrado en ese cementerio, entonces seguramente está aquí por lo de los limusinas, ¿no?
– ¿Ha oído hablar de los fantasmas?
– Pues claro. Yo mismo los he visto con mis propios ojos. Pero si quiere verlos, tendrá que ir a la Cámara de Comercio y Comprar una entrada.
– No me diga que es necesario pagar para verlos.
– Hombre, no se puede entrar así por las buenas en una casa ajena, ¿no le parece?
Jeremy necesitó unos instantes para comprender sus palabras.
– No, claro -convino finalmente-. Se refiere a la «Visita guíada por las casas históricas» y a la «Gira por el cementerio encantado», ¿verdad?
Tully miró fijamente a Jeremy, como si pensara que estaba hablando con la persona más obtusa sobre la faz de la Tierra.
– Pues claro que estoy hablando de la gira. ¿A qué otra cosa cree que me refería?
– No estoy seguro -balbuceó Jeremy-. Y ahora, si me hace el favor de indicarme cómo llegar hasta…
Tully sacudió la cabeza con obcecación.
– De acuerdo, de acuerdo -contestó, como si de repente hubiera decidido tirar la toalla. A continuación señaló hacia el pueblo-. Tiene que regresar por donde ha venido, atravesar el pueblo, luego seguir por la carretera principal hasta llegar a un cruce a unos seis kilómetros de donde se acaba la carretera principal. Gire a la derecha y continúe hasta que llegue a una bifurcación, y siga hasta llegar a casa de Wilson Tanner. Gire a la derecha, donde hay un coche abandonado, siga un poco más adelante, y ya verá el cementerio.
Jeremy asintió.
– De acuerdo.
– ¿Está seguro de que me ha entendido?
– Un cruce, la casa de Wilson Tanner, un coche abandonado -repitió como un robot-. Muchas gracias por su ayuda.
– No hay de qué. Encantado de servirle. Me debe siete dólares y cuarenta y nueve céntimos por la gasolina.
– ¿Acepta tarjetas de crédito?
– No. Nunca me han gustado esos cacharros. No soporto que el gobierno me controle, que sepa cada movimiento que hago. Mi vida es sólo mía y de nadie más.
– Pues eso es un problema -repuso Jeremy mientras buscaba su billetero-. He oído que el gobierno dispone de espías por todos lados.
Tully asintió como si fuera totalmente consciente de ello.
– Supongo que ustedes, los médicos, lo tienen peor. Precisamente eso me recuerda que…
Tully continuó parloteando sin parar durante los siguientes quince minutos. Jeremy aprendió bastantes cosas acerca de las inclemencias del tiempo, los ridículos edictos del gobierno, y cómo Wyatt -el propietario de la otra gasolinera del pueblo- timaría a Jeremy si a éste se le ocurría ir allí a repostar, ya que manipulaba la calibración de los surtidores de gasolina tan pronto como el camión de la compañía petrolera Unocal desaparecía de vista. Pero básicamente se dedicó a escuchar los problemas que Tully tenía con la próstata, que lo obligaba a levantarse de la cama por lo menos cinco veces cada noche para ir al baño. Le pidió la opinión a Jeremy, puesto que era médico. También se interesó por el Viagra.
Después de embutirse tabaco en la boca un par de veces más, un coche se detuvo al otro lado del surtidor de gasolina, y Tully se vio obligado a interrumpir su charla. El conductor abrió el capó, Tully echó un vistazo al interior, manoseó algunos cables, escupió a un lado y le aseguró al individuo que podía arreglarlo, pero que tendría que dejarle el coche por lo menos una semana porque en esos momentos estaba muy ocupado. Parecía como si el desconocido ya esperase esa respuesta, y un momento más tarde estaban los dos enfrascados en una charla sobre la señora Dungeness y la anécdota de una comadreja que se había colado en su cocina la noche anterior y se había comido toda la fruta del frutero.
Jeremy aprovechó la oportunidad para escabullirse. Se detuvo en el bazar para comprar un mapa y un paquete de postales con los lugares más destacados de Boone Creek, y acto seguido se dirigió hacia el cementerio por una carretera sinuosa que lo llevó hasta los confines del pueblo. Por arte de magia encontró primero el cruce y luego la bifurcación, pero lamentablemente no vio la casa de Wilson Tanner. Reculó un poco y finalmente descubrió un estrecho sendero de gravilla prácticamente oculto entre la maleza que había crecido desmesuradamente a ambos lados.
Condujo lentamente y con precaución por la superficie minada de socavones hasta que el camino empezó a despejarse. A la derecha ha vio un poste que anunciaba que se estaba acercando a la colina de Riker's Hill -un enclave famoso por haber sido escenario de uno de los combates de la guerra civil- y escasos momentos después se detuvo delante de la verja de la entrada de cementerio de Cedar Creek. Riker's Hill, la única colina en esa parte del estado, sobresalía como una majestuosa torre a su espalda. Cualquier cosa habría sobresalido en ese paraje totalmente plano, tan plano como las platijas de las que hablaban los pescadores en el programa de radio.
Rodeado por columnas de ladrillo y una herrumbrosa valla de hierro forjado, el cementerio de Cedar Creek se asentaba en un pequeño valle, dando la impresión de hundirse lentamente. Los terrenos estaban bañados por la sombra de una veintena de robles con los troncos revestidos de musgo, pero el enorme magnolio en la pequeña explanada central dominaba toda la escena. Las raíces se desplegaban por encima de la tierra, alejándose del tronco, como si de unos dedos artríticos se tratara.
A pesar de que el cementerio debió de haber sido un reducto lindado y apacible antaño, en esos momentos el aspecto que tenía era de absoluto abandono. El sendero que nacía detrás de la verja estaba anegado de lodo, con unas acanaladuras profundas originadas por el agua de la lluvia, y finalmente desaparecía debajo de una tupida alfombra de hojarasca. Los escasos tramos parcialmente cubiertos de césped parecían estar fuera de lugar. Por todos lados se podían ver ramas caídas, y el terreno ondulado le recordó a Jeremy el romper de las olas en una playa. Las malas hierbas crecían por doquier, sin ninguna clase de concierto entre las lápidas, que estaban resquebrajadas.
Tully tenía razón. No había nada que apreciar en ese lugar. Pero para ser un cementerio maldito -especialmente uno que acabaría saliendo por televisión-, era más que perfecto. Jeremy sonrió. El lugar parecía como si hubiera estado diseñado en los mismísimos estudios de Hollywood.
Salió del coche y estiró las piernas antes de ir en busca de la cámara de fotos que guardaba en el maletero. La brisa era fría, aunque sin propiciar las dentelladas árticas de la brisa de Nueva York. Aspiró profundamente y se impregnó del aroma de los pinos y de la hierba. Por encima de su cabeza unos cúmulos se desplazaban lentamente por el cielo, y un halcón solitario planeaba en círculos a lo lejos. Las laderas de Riker's Hill aparecían moteadas de pinos, y en los campos que se extendían en la base de la colina avistó un granero de tabaco abandonado y cubierto por kudzú al que le faltaba la mitad del tejado de hojalata. Se estaba derrumbando hacia un lado, y daba la impresión de que una leve ráfaga de viento sería suficiente para derribarlo al suelo sin compasión. Aparte del ruinoso edificio, no había ningún otro vestigio de civilización.
Jeremy oyó el chirrido de la verja cuando la empujó para abrirla; a continuación empezó a andar por el sendero enlodado. Contempló las lápidas que surgían a ambos lados del camino y se preguntó cómo era posible que no incluyeran ninguna inscripción, pero entonces se dio cuenta de que las inclemencias del tiempo y el paso de los años se habían encargado de borrar los grabados originales. Las pocas que llegó a vislumbrar databan de finales de 1700. Más arriba había una cripta prácticamente destruida. El techo y las paredes se habían desmoronado, y por debajo de los escombros, en medio del camino, asomaba un monumento hecho añicos. Después descubrió otras criptas derrumbadas y más monumentos caídos. Jeremy no vio ninguna prueba de vandalismo, sino de decadencia -si bien grave- natural. Tampoco parecía que hubieran enterrado a nadie en ese lugar en los últimos treinta años, lo cual explicaría por que tenía ese aspecto completamente abandonado de la mano de Dios.