O la Cámara de Comercio había usado fotografías de otro pueblo en su página electrónica, o se le escapaba algo. Asió el mapa para volverlo a inspeccionar y sí, según su versión de Rand McNally, se hallaba en Boone Creek. Echó un vistazo por el retrovisor preguntándose dónde diantre estaba el pueblo. Las tranquilas calles bordeadas por hileras de árboles, las azaleas en flor, las bellas mujeres…
Mientras intentaba averiguar qué era lo que fallaba, divisó el campanario blanco de una iglesia que despuntaba por encima de los arboles y decidió dirigirse hacia una de las calles transversales que acababa de cruzar. Después de una curva serpentina, todo a su alrededor cambió drásticamente, y pronto se encontró conduciendo a través de un pueblo que debía de haber sido singular y pintoresco en su día, pero que ahora parecía a punto de morir de longevidad. Los porches decorados con banderas americanas y macetas colgantes ornamentadas con plantas no conseguían disimular la pintura deteriorada y las paredes enmohecidas debajo de los aleros. Los jardines quedaban ensombrecidos por enormes magnolios, pero las vallas de setos perfectamente recortados sólo lograban ocultar parcialmente las estructuras resquebrajadas de las casas. A pesar de todo, lo que vio le pareció francamente acogedor. Un par de parejas de ancianos arropados con jerséis y sentados en las mecedoras de sus porches lo saludaron con la mano.
Necesitó un poco de tiempo para percatarse de que no le saludaban porque creyeran reconocerlo, sino porque esa gente era así de genuina y saludaba a todo el que pasaba. Serpenteó por las calles hasta que finalmente llegó al pequeño embarcadero, y una vez allí constató que el pueblo se había erigido en la confluencia del afluente Boone y el río Pamlico. Mientras pasaba por la calle Comercial, que sin duda había sido un próspero distrito antaño, tuvo la sensación de que el pueblo había entrado en una fase agonizante. Entre los locales vacantes y las lunas de varios escaparates cubiertas por carteles variopintos o páginas de diario, Jeremy divisó dos tiendas de antigüedades abiertas, una deslucida cafetería, un bar llamado Lookilu y una barbería. Casi todos los establecimientos exhibían nombres con reminiscencias locales, y si bien tenían aspecto de haber estado operativos durante décadas, parecía como si ahora libraran una batalla perdida contra su extinción. El único vestigio de vida moderna eran las camisetas de vivos colores con eslóganes llamativos como ¡Los fantasmas de Boone Creek no han podido conmigo!, que engalanaban el escaparate de lo que probablemente era la versión rural y sureña de un bazar.
Encontró sin ninguna dificultad el Herbs, el restaurante donde trabajaba Doris McClellan. Estaba al final de la calle en un edificio victoriano de finales de siglo de color melocotón. Vio coches aparcados delante de la puerta y en el pequeño aparcamiento con el suelo de gravilla que había justo al lado del local. Distinguió varias mesas dispersas a través de las cortinas de las ventanas y también en el porche. Por lo que pudo ver, todas las mesas estaban ocupadas, así que decidió dar una vuelta por el pueblo y regresar más tarde para conversar con Doris, cuando hubiera disminuido el volumen de trabajo.
Se fijó en el inmueble donde se ubicaba la Cámara de Comercio, un pequeño edificio de ladrillo situado en los confines del pueblo que pasaba totalmente desapercibido, y se dirigió hacia la carretera principal. Se detuvo impulsivamente en una de las gasolineras.
Después de quitarse las gafas de sol, Jeremy bajó el cristal de la ventana. El propietario tenía el pelo cano e iba ataviado con un mono deslustrado y una vieja gorra. Se levantó lentamente de la silla que ocupaba y se dirigió con paso parsimonioso hacia el coche, mascando algo que Jeremy supuso que debía de ser tabaco.
– ¿Puedo ayudarle en algo? -dijo con un acento marcadamente sureño al tiempo que exhibía unos dientes con manchas de color marrón. En la chapa de identificación que lucía se podía leer su nombre: Tully.
Jeremy le preguntó la dirección para ir al cementerio, pero en lugar de responder, el propietario miró a Jeremy con sumo detenimiento.
– ¿Quién se ha muerto? -preguntó finalmente. Jeremy parpadeó desconcertado.
– Perdón, ¿cómo dice?
– Va a un entierro, ¿no? -inquirió el propietario.
– No, simplemente quería ver el cementerio.
El hombre asintió.
– Pues parece que vaya a un entierro.
Jeremy se fijó en su ropa: americana negra sobre un jersey de cuello de cisne también negro, pantalones téjanos negros, y zapatos Bruno Magli negros. Realmente Tully tenía razón.
– Supongo que es porque me gusta el color negro. Bueno, ¿puede indicarme cómo llegar…?
El propietario se echó la gorra hacia atrás y empezó a hablar lentamente.
– No soporto los entierros. Me recuerdan que debería ir a misa con más frecuencia para expiar todos mis pecados antes de que sea demasiado tarde. ¿A usted no le sucede lo mismo?
Jeremy no sabía qué contestar. No era la típica pregunta que le hacian a menudo, especialmente como respuesta a una petición sobre direcciones.
– No, no me ha pasado nunca -se aventuró a articular finalmente.
El propietario sacó un trapo sucio del bolsillo y empezó a limpiarse las manos grasientas.
– Me parece que usted no es de aquí. Lo digo por su acento.
– Soy de Nueva York -aclaró Jeremy.
– Ah, he oído hablar mucho de esa ciudad, pero nunca he estado allí -comentó mientras observaba el Taurus que Jeremy conducía-. ¿Es suyo ese coche?
– No, es de alquiler.
El individuo asintió con la cabeza, y no dijo nada más durante un rato.
– Siento insistir en el cementerio, pero ¿puede indicarme cómo llegar hasta allí, por favor? -lo acució Jeremy.
– Ah, sí. ¿Cuál de ellos?
– Creo que se llama Cedar Creek.
El propietario lo observó con curiosidad.
– ¿Y para qué quiere ir a ese lugar? Si no hay nada interesante. Hay otros cementerios más agradables al otro lado del pueblo.
– Ya, pero es que estoy interesado precisamente en ése.
El hombre no pareció escucharlo.
– ¿Tiene algún familiar enterrado ahí?
– No.
– Usted debe de ser uno de esos magnates de los negocios, ¿no? ¿No estarán pensando en construir un complejo turístico o unos grandes almacenes en esos terrenos?
Jeremy sacudió la cabeza decididamente.
– No, no soy un hombre de negocios. Soy periodista.
– A mi mujer le encantan los grandes almacenes. Y los complejos turísticos también. No estaría mal construir uno.
– Ah -dijo Jeremy, preguntándose cuánto tiempo más se prolongaría ese diálogo sin sentido-. Ojalá pudiera ayudarle, pero no tengo nada que ver con los promotores inmobiliarios.
– ¿Necesita gasolina? -preguntó Tully desplazándose hasta la parte posterior del coche.
– No, gracias.
Pero el hombre ya estaba desenroscando el tapón.
– ¿Premium o normal?
Jeremy sacó la cabeza por la ventana y la giró para mirarlo, armándose de paciencia.
– Normal, supongo.
Después de llenar el depósito, el propietario se quitó la gorra y se pasó la mano por el pelo mientras se acercaba nuevamente; a la ventanilla del conductor.
– Si tiene algún problema con el coche, no dude en venir a verme. Puedo arreglar las dos clases de coches, y por un módico precio, además.
– ¿Las dos clases?
– Extranjeros y de los nuestros -replicó-. ¿A qué pensaba que me refería?
Sin esperar la respuesta, el hombre sacudió la cabeza, como si pensara que Jeremy era un poco idiota.
– Me llamo Tully, ¿y usted?
– Jeremy Marsh.
– ¿Y me ha dicho que es anestesista?
– Periodista.
– No tenemos ningún anestesista en el pueblo, pero hay unos cuantos en Greenville.
– Ah -repuso Jeremy, sin preocuparse por corregirlo-. De todos modos, volviendo a lo de la dirección a Cedar Creek…
Tully se frotó la nariz y desvió la vista hacia la carretera. Luego volvió a mirar a Jeremy.