– Le ha tocado, señor cura. Gracias a su reloj de cuerda, se ha ganado usted la primera guardia. Llámeme a las tres, si me duermo. Yo haré el resto de la noche.
– Elisa nos avisará antes -dijo Blanes.
Pasaron un rato callados. Las sombras de todos formaban como bocas de túnel proyectadas contra las paredes por el resplandor de la linterna. Víctor estaba seguro de que eso que escuchaba era lluvia. En la sala de proyección no había ventanas (pese a sus desventajas, era el único lugar de la estación donde podían estirar las piernas los cuatro con cierta comodidad), pero se oía una especie de enorme interferencia, el crepitar de un televisor mal sintonizado. Sobre esa capa de sonidos gemía el viento. Y más cerca, en las tinieblas, suspiraba una respiración entrecortada. Un sollozo. Víctor advirtió que Jacqueline había hundido la cara entre las manos.
– No podrá atacar esta vez, Jacqueline… -afirmó Blanes en tono de infundir confianza-. Estamos en una isla: en kilómetros enteros a la redonda solo dispone de las baterías de esa linterna y el ordenador de Elisa. No atacará esta noche.
La paleontóloga alzó la cabeza. Ya no le pareció a Víctor una mujer hermosa: era un ser malherido y trémulo.
– Soy… la siguiente -dijo en voz muy baja, pero Víctor la oyó-. Estoy segura…
Nadie probó a consolarla. Blanes respiró hondo y se reclinó contra la pantalla.
– ¿Cómo lo hace? -preguntó Carter. Se estiraba cuan largo era apoyando la nuca en las manos y éstas en la pared, mechones de vello torácico sobresaliendo de su camiseta-. ¿Cómo nos mata?
– Cuando nos introducimos en su cuerda de tiempo, somos suyos -dijo Blanes-. Ya le expliqué que en un lapso tan breve como el de la cuerda no hay tiempo suficiente para que seamos «sólidos», y nuestro cuerpo y todos los objetos que nos rodean resultan inestables. Somos como un puzzle de átomos allí dentro: Zigzag solo tiene que quitarnos las piezas una a una, o cambiarlas de sitio, o destruirlas. Lo puede hacer a voluntad, de la misma forma que manipula la energía de las luces. La ropa, todo lo que queda fuera de la cuerda y por tanto tiene su propio transcurrir, se vuelve ajeno. Nada nos protege y no podemos usar ningún arma. En la cuerda de tiempo estamos desnudos e indefensos como bebés.
Carter se había quedado inmóvil. Daba la impresión de que ni siquiera respiraba.
– ¿Cuánto dura? -Sacó un cigarrillo del bolsillo del pantalón-. El dolor. ¿Cuánto cree que dura?
– Nadie ha regresado para contarlo. -Blanes se encogió de hombros-. La única versión que poseemos es la de Ric: a él le pareció que pasaba horas dentro de la cuerda, pero aquel desdoblamiento no tenía la potencia de Zigzag…
– Craig y Nadja duraron meses… -murmuró Jacqueline abrazándose las piernas, como aterida-. Eso dicen las autopsias… Meses o años sintiendo dolor.
– Pero ignoramos qué ocurre con sus conciencias, Jacqueline -se apresuró a añadir Blanes-. Quizá su percepción del tiempo sea distinta. Tiempo subjetivo y objetivo: existen diferencias, recuérdalo… Puede que todo suceda muy rápido desde el punto de vista de sus conciencias…
– No -dijo Jacqueline-. No lo creo.
Carter buscaba algo en los bolsillos, quizá un mechero o una caja de cerillas, porque aún tenía el cigarrillo maltrecho entre los labios. Pero desistió, se quitó el cigarrillo de la boca y lo contempló mientras hablaba.
– He visto muchas veces la tortura, y la he probado. En 1993 trabajé en Ruanda entrenando a varios grupos paramilitares hutus en la zona de Murehe… Cuando estalló la revuelta me acusaron de traición y decidieron torturarme. Uno de los jefes me anunció que se lo tomarían con calma: comenzarían por los pies y llegarían a la cabeza. Empezaron arrancándome las uñas de los pies con palos puntiagudos. -Sonrió-. Nunca he sentido más dolor en mi puta vida. Lloraba y me meaba de dolor, pero lo peor era que pensaba que no habían hecho sino empezar: solo eran las uñas de los pies, esas mierdas secas que nos crecen en la última punta del cuerpo… Creí que no lo soportaría, que mi mente estallaría antes de que hubiesen llegado a la cintura. Pero a los dos días otro de esos grupos que yo había entrenado entró en el poblado, mató a los tipos que me retenían y me liberó. En ese momento pensé que siempre existen límites para lo que uno puede llegar a sufrir… En la academia militar donde me preparé tenían un dicho: «Si el dolor dura mucho, entonces puede resistirse. Si es irresistible, te matará y no durará mucho». -Lanzó su vieja y gastada risa-. Se suponía que saber eso nos ayudaría en los momentos difíciles. Pero esto…
– ¿Quiere callarse, por favor? -Con un gesto de desesperación, Jacqueline volvió a agachar la cabeza y se tapó los oídos.
Carter la miró un instante y luego siguió hablando en voz baja y ronca, apuntándoles con el cigarrillo apagado como con una tiza torcida.
– Sé perfectamente lo que voy a hacer cuando su compañera salga con una imagen. Voy a eliminar a ese bastardo, sea quien sea de nosotros. Aquí y ahora. Lo mataré como se mata a un perro enfermo. Si soy yo… -Se detuvo, como considerando esa posibilidad insospechada-. Si soy yo, tendrán el gusto de ver cómo me salto la tapa de los sesos.
La cabina del pequeño UH1Z empezaba a balancearse como un autobús viejo en una calle sin asfaltar. Prisionero del moderno asiento ergonómico con cinturón de seguridad en equis, la cabeza de Harrison era lo único que se movía de todo su cuerpo, pero lo hacía en cualquier dirección que sus vértebras le permitieran. Sentada frente a él y rozándole las rodillas, la soldado Previn mantenía la vista fija en el techo. Harrison observó que bajo la línea del casco los bonitos ojos azules se hallaban dilatados. Sus compañeros no disimulaban mucho mejor. Solo Jurgens, sentado al fondo, permanecía incólume.
Pero Jurgens era la otra cara de la muerte, y no servía como ejemplo.
Más allá parecía haberse desatado el infierno. O quizá se trataba del verdadero cielo, quién podía saberlo. Los cuatro «arcángeles» avanzaban frenéticamente contra una lluvia casi horizontal que ametrallaba los cristales delanteros. A medio centenar de metros bajo ellos se alzaba un monstruo con la potencia de mil toneladas de agua curva. Por fortuna, la noche impedía contemplar la vorágine del mar. Pero cuando se asomaba por la ventanilla del costado el tiempo suficiente, Harrison llegaba a distinguir millones de antorchas de espuma en la cima de kilómetros de terciopelo agitado, como la caprichosa decoración de un viejo palacio romano en las orgías de carnaval.
Se preguntó si la soldado Previn lo culpaba de algo. No creía, desde luego, que le reprochase la muerte de aquel idiota de Borsello. En Eagle lo habían aplaudido, incluso.
La orden llegó al mediodía, cinco minutos después de que Borsello recibiera un balazo en el entrecejo. Procedía de algún lugar del norte. Siempre ocurría igual: algún lugar del norte ordenaba, y alguien al sur obedecía. Como la cabeza y el cuerpo: siempre de arriba abajo, pensaba Harrison. El cerebro ordena y la mano ejecuta.
La «cabeza» había dictaminado que la eliminación del teniente Borsello era admisible. Harrison había hecho lo correcto, Borsello había sido un inepto, la situación era urgente, ahora el sargento Frank Mercier lo sustituía. Mercier era muy joven y estaba sentado al lado de Previn, frente a Harrison. También tenía miedo. Su miedo adoptaba forma de nuez subiendo y bajando por su cuello. Pero eran buenos soldados, entrenados en SERE: Supervivencia, Evasión, Resistencia, Escape. Conocían sus armas y equipo a la perfección, habían recibido instrucción suplementaria en defensa y aislamiento de zonas. Y podían hacer algo más que defenderse: llevaban rifles de asalto XM39 de balas explosivas y subfusiles Ruger MP15. Todos eran fuertes, de mirada vidriosa y piel brillante. No parecían personas sino máquinas. La única mujer era Previn, pero no desentonaba en el grupo. Se sentía contento de tenerlos a su lado, no quería que pensaran nada malo de él. Con ellos y Jurgens ya no tenía nada que temer.