Jacqueline hizo la pregunta que había surgido en la mente de todos.
– ¿Qué imagen?
Blanes cerró los archivos y abrió otros.
– En la última entrada escribió que estaba pensando usar éstas…
Por la pantalla desfilaron ampliaciones borrosas. Elisa y Jacqueline se levantaron de los asientos casi a la vez.
– Joder… -dijo Carter.
Las fotos eran similares: en cada una aparecía una habitación con una cama y una figura acostada. Elisa se había reconocido a sí misma enseguida, y también a Nadja. Las fotografías habían sido tomadas desde algún lugar del techo, y las mostraban durmiendo en sus habitaciones de Nueva Nelson diez años atrás.
– Las luces de nuestros cuartos tenían cámaras ocultas con infrarrojos -explicó Blanes-. Ric disponía, cada noche, de imágenes de todos nosotros en tiempo real. Incluyéndole a usted, Carter.
– Eagle quería espiarnos -asintió Carter-. Estaban paranoicos con el Impacto.
Ahora todo encajaba para Elisa: comprendió que la mención que Ric había hecho sobre sus placeres solitarios durante aquella discusión no había sido una fanfarronada. Él realmente la había visto. Podía verlos a todos, de hecho.
– Pero ¿cuál de estas malditas imágenes utilizó? -Jacqueline casi gritaba. Más que preguntarle a Blanes, era como si le hablara a la pantalla.
– No lo sabemos, Jacqueline. Ric hizo el experimento por su cuenta, sin comunicárselo a Marini.
– Pero… tiene que haber… algún registro… una grabación… -Carter, súbitamente, parecía muy nervioso-. En la sala de control también había cámaras ocultas… -agregó, pero Blanes negaba con la cabeza.
– Todos los registros y grabaciones de esa noche se borraron tras el corte de luz debido a Zigzag: absorbió la energía a su alrededor y borró los datos en los circuitos. Incluso es posible que Ric usara de nuevo una imagen suya, aunque lo dudo. Creo que probó con otra. Cualquiera de éstas, pero ¿cuál?… -Volvió a pasarlas de una en una, hacia atrás.
– No, cualquiera no… -Elisa notó que le costaba esfuerzo hablar-. No pueden ser las de Nadja, Marini, Craig, Ross, Silberg ni las de los soldados…
– Tienes razón. Ellos están muertos, y un desdoblamiento no puede coexistir con la misma criatura muerta. Solo quedamos… -Blanes los miró conforme los mencionaba, en la habitación en penumbra-… Elisa, Jacqueline, Carter y yo. Y Ric, que ha desaparecido.
– Pero… eso significa… -Jacqueline estaba pálida.
Blanes asintió gravemente.
– Zigzag es uno de nosotros.
La soldado se llamaba Previn, o eso decía la placa colgada en la pechera de su uniforme. Era rubia, de ojos azules, algo corpulenta pero atractiva, aunque lo mejor que tenía era que no hablaba. En cambio, el teniente Borsello, al mando de la Sección Táctica de la base de Imnia en el mar Egeo, parapetado tras el escritorio del despacho, hablaba por los codos. Pero en algo se parecían: las miradas de ambos fingían no ver a Jurgens. La soldado mantenía los ojos bien apartados de él, y el teniente lo hacía aún mejor: dedicaba guiños fugaces a Jurgens y retornaba con rapidez a Harrison, como si quisiera dar a entender que estaba acostumbrado a ver de todo.
Harrison comprendía que fingiera que la presencia de Jurgens no importaba.
– Estoy encantado de recibirle, señor -dijo Borsello-, y me pongo a su disposición, pero no sé si he entendido bien su demanda.
– Mi demanda… -Harrison pareció darle vueltas al término-. Mi demanda es muy simple, teniente: cuatro «arcángeles», dieciséis hombres, trajes anticontaminación, todo el equipo.
– ¿Para salir cuándo?
– Esta misma noche. Dentro de ocho horas.
Borsello enarcó las cejas. No perdía la expresión de «Mira-Qué-Amable-Soy-Con-Los-Civiles», pero en aquellas cejas de pelos retorcidos Harrison leyó una negativa rotunda.
– Mucho me temo que va a ser imposible. Hay un tifón al norte de las Chagos y avanza hacia Nueva Nelson. Los «arcángeles» son helicópteros pequeños. Existe una probabilidad de más del cincuenta por ciento de que…
– Hidroaviones, entonces.
Borsello sonrió compasivamente.
– No podrían amerizar, señor. Dentro de un par de horas las olas alrededor de la isla alcanzarán los diez metros. Es completamente imposible. Somos un equipo modesto aquí en Imnia. No más de treinta hombres en mi sección. Tendremos que esperar a mañana.
De alguna manera Harrison insistía en mirar a la soldado Previn. Devolvía las sonrisas y la cortesía a Borsello, pero miraba a su subordinada. Lo que menos podía soportar, lo que nadie tenía derecho a exigirle que soportara, era aquel obstáculo de cara de luna sembrada de cráteres de acné que era el teniente Borsello.
– A primera hora podrá tener listo el equipo. Quizá al amanecer, si…
– ¿Podemos hablar a solas, teniente? -cortó Harrison.
Cejas enarcadas, más esfuerzos por no parecer sorprendido, por seguir siendo cortés. Y por no mirar a Jurgens. Pero al fin Borsello hizo un gesto y la soldado se esfumó cerrando la puerta tras de sí.
– ¿Qué quiere exactamente, señor Harrison?
Ahora que se había marchado la valquiria, Harrison se sentía más cómodo. Cerró los ojos e imaginó posibles respuestas. Quiero quitarme una avispa del interior de la cabeza. Podría contestarle eso. Cuando volvió a abrirlos, Borsello seguía allí, y también Jurgens, por fortuna. Esbozó una sonrisa de anciano cortés.
– Quiero ir a la isla esta noche, teniente. Y llevarme a algunos de sus hombres. Le juro que si pudiera hacer todo el trabajo por mi cuenta, no le molestaría.
– Lo entiendo. Y me consta que debo seguir sus instrucciones. Ésas son mis órdenes: seguir sus instrucciones. Pero me temo que ello no significa cometer un disparate. No puedo enviar «arcángeles» a una zona con tifón… Por otra parte… si me permite hablarle con honestidad… -Harrison hizo un gesto, como animándolo-. Según nuestros informes, los individuos que busca se dirigen a Brasil. Las autoridades de ese país ya han sido alertadas. No comprendo muy bien su urgencia por viajar a Nueva Nelson.
Harrison asintió en silencio, como si Borsello le hubiese revelado alguna verdad incuestionable. Ciertamente, todo hacía suponer que Carter y los científicos se habían dirigido a Egipto después de hacer escala en Sanaa. Sus agentes habían interrogado a un falsificador de pasaportes de El Cairo que aseguraba que Carter le había encargado varios visados para entrar en Brasil. Era la única pista sólida de la que disponían.
Por esa razón, Harrison no quería seguirla. Conocía bien a Paul Carter y sabía que elegir el camino marcado con su rastro era un error.
En cambio, existía otro dato, mucho más sutil: los satélites militares habían detectado un helicóptero no identificado sobrevolando el Índico la tarde del día previo. Tal hallazgo no era muy significativo, porque el helicóptero no se había acercado a Nueva Nelson, pero Harrison había caído en la cuenta de que los encargados de informar sobre quién se acercaba o no a Nueva Nelson eran hombres de Carter.
Para él, ése era el camino correcto. Se lo había dicho a Jurgens aquella mañana, cuando volaban hacia Imnia: «Están en la isla. Han regresado». Hasta creía saber por qué. Han descubierto algún modo de acabar con Zigzag.
Pero tenía que actuar con la misma diabólica astucia que su antiguo colaborador. Si decidía presentarse en Nueva Nelson a la luz del día, los vigilantes alertarían a Carter, y lo mismo ocurriría si daba la orden de retirar a los guardacostas o interrogarlos. Tenía que asaltar la isla de improviso, aprovechando que la vigilancia se interrumpiría esa noche debido a la tormenta: solo así podría atraparlos a todos. La idea le excitaba. Sin embargo, ¿qué ganaría contándosela al idiota que tenía delante?
Al fin y al cabo, ya disponía de una ayuda inigualable: había llamado a Jurgens.
– Lo de Brasil es una pista -admitió-. Una buena pista, teniente. Pero antes de seguirla quiero descartar Nueva Nelson.