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Víctor tragó saliva.

– Esto sí que no lo entiendo. -Miró a los demás, desconcertado.

– No se corresponde con la rapidez de las muertes, en efecto -asintió Blanes, como participando de su asombro-. Por ejemplo, Cheryl Ross llevaba en la despensa apenas dos horas. Stevenson, el soldado que halló los restos junto con Craig, no se había movido de las inmediaciones de la trampilla y no vio ni oyó nada extraño durante esas dos horas… Pero Elisa ha contado que era posible escuchar los pasos de alguien que caminara por la despensa en plena noche. ¿Cómo se las arregló Valente para entrar sin ser visto y hacerle a Ross todo lo que se supone que le hizo con tanta rapidez y en completo silencio? Además, no se han hallado huellas de supuestos agresores, ni armas de ningún tipo. Y no hay testigos de los asesinatos, ni uno solo, y no me refiero únicamente a testigos oculares: nadie ha oído gritos o ruidos, ni siquiera en el caso de Nadja, que murió salvajemente en cuestión de minutos dentro de un apartamento de paredes delgadas.

Elisa escuchaba con suma atención. Algunas de las cosas que Blanes estaba contando también eran nuevas para ella.

– Sin embargo… -Blanes se inclinó sobre la mesa sin dejar de mirar a Víctor. La luz del flexo subrayaba sus facciones-. Todas las personas que han contemplado al menos una de las escenas del crimen, todas sin excepción, incluyendo autoridades y especialistas, han sufrido una especie de «shock». Se le llama así, aunque se ignora de qué se trata exactamente: los síntomas van desde un estado de enajenación transitoria, como el de Stevenson y Craig en la despensa, por ejemplo, o ansiedad repentina, como la de Reinhard en la trampilla, hasta una psicosis que no responde a los tratamientos habituales…

– Pero los crímenes han sido atroces -objetó Víctor-. Me parece natural que…

– No. -Las miradas giraron hacia Jacqueline Clissot- Yo soy forense, Víctor, pero cuando bajé a esa despensa y vi los restos de Cheryl quedé completamente trastornada.

– Lo que queremos dejar claro es que no depende al cien por cien del horror que han contemplado -puntualizó Blanes-. Son reacciones completamente inusuales, incluso después de visiones tan traumáticas como ésas. Piensa, por ejemplo, en los soldados. Eran gente con experiencia…

– Comprendo -dijo Víctor-. Es raro pero no imposible.

– Ya sé que no es imposible -convino Blanes mirando a Víctor con los párpados entornados-. Aún no te he contado lo imposible. Ahora lo haré.

Harrison sabía que la perfección significaba protección.

Podría afirmarse que, en su caso, se trataba de deformación profesional, pero aquellos que lo conocían más profundamente (hasta el punto en que Harrison se dejaba conocer) hubiesen dudado entre el huevo y la gallina. ¿Era la profesión la que marcaba el carácter? ¿O el carácter había dejado la impronta en el oficio?

El propio Harrison ignoraba la respuesta. En él, las esferas laboral y afectiva se superponían. Se había casado y divorciado, llevaba veinte años coordinando la seguridad de proyectos científicos, había tenido una hija que ahora vivía lejos y a la que nunca veía, y todo esto le hacía ser más consciente de su «sacrificio». Tal conciencia de «sacrificio» era lo que le convertía en el sujeto ideal para el cargo que desempeñaba. Harrison sabía que estaba haciendo «el bien»: lo suyo era proteger. Si no dormía, si no se alimentaba, si envejecía de golpe quince años o si carecía de tiempo libre, todo eso le hacía pensar que era el precio que pagaba por «proteger» a otros. Se trataba de un papel que la mayoría de la gente rechazaba en el gran teatro del mundo, y Harrison había decidido interpretarlo.

«Sin fisuras.» Sus superiores lo definían así: un hombre sin fisuras. Con independencia de lo que aquella frase significara para cada cual, en Harrison era sinónimo de blindaje. Todos los perros terminan pareciéndose a sus amos, y todos los hombres, a sus trabajos. Como director de seguridad de proyectos de Eagle Group, Harrison sabía que su meta no era otra que crear un blindaje seguro, acorazado. Nada puede penetrar, nada puede salir.

Todo había ido bien hasta que, diez años antes, Zigzag se había colado por una brecha.

Pensaba en eso mientras abandonaba la casa de Soto del Real aquella madrugada, acompañado de tres hombres. La noche de marzo era más fría en la sierra madrileña que en la ciudad, pero resultaba menos desapacible de lo que Harrison estaba acostumbrado a soportar, y el interior del vehículo en que penetró la hizo aún más confortable. Era un Mercedes Benz S-Class W Special de carrocería tan negra y reluciente como el zapato de tacón de aguja de un travesti, reforzada con cristales enladrillados de policarbonato y doble escudo de Kevlar. Una bala de rifle de nueve gramos y medio disparada a novecientos metros por segundo en dirección a la cabeza de cualquiera de sus ocupantes no lograría mucho más que una avispa kamikaze lanzándose contra la ventanilla. Una granada, una mina o un mortero lo dejarían inservible, pero nadie en su interior sufriría lesiones graves. En aquel búnker con ruedas, Harrison se encontraba razonablemente bien. No seguro del todo («la seguridad consiste en pensar que nunca estás seguro del todo», repetía a sus discípulos), pero razonablemente bien, que es a lo que cualquier hombre razonable puede aspirar.

El conductor arrancó de inmediato, maniobró con habilidad entre los otros dos coches y la furgoneta aparcados frente a la casa y se deslizó por la noche en un silencio de nave espacial. Eran las dos menos cuarto, las estrellas brillaban en el cielo, la carretera estaba vacía y los cálculos más pesimistas auguraban que en cuestión de media hora llegarían al aeropuerto, con tiempo de sobra para dar la bienvenida al recién llegado.

Harrison pensaba.

Tras unos cuantos minutos de viaje en una inmovilidad casi estatuaria, sacó una mano del confortable bolsillo del abrigo.

– Dame el monitor.

El hombre que se hallaba a su izquierda le entregó un objeto semejante a una lámina de chocolate belga. Era un receptor de pantalla plana en TFT de cinco pulgadas con una resolución capaz de hacer creer al usuario que tenía un cine en la palma de la mano. El menú ofrecía una cuádruple elección: ordenador, televisión, GPS o videoconferencias. Harrison escogió esta última y apoyó el índice en la opción «Sistemas Integrados». Se oyó un pitido y acto seguido apareció la pequeña habitación en forma de ele donde se encontraban los cuatro científicos charlando alrededor de la mesa. Pese a la luz mortecina del lugar, la imagen poseía una nitidez extraordinaria y podían advertirse las diferentes tonalidades de la ropa y el cabello de cada uno. También el sonido era asombroso. Harrison podía escoger entre dos clases de ángulos debido a las dos cámaras ocultas que se hallaban filmando. Pero en ninguno de los dos podía ver el rostro de Elisa Robledo de frente, de modo que se contentó con el que mostraba su perfil derecho.

En aquel momento hablaba la profesora Clissot.

– No. Yo soy forense, Víctor, pero cuando bajé a la despensa y vi los restos de Cheryl quedé completamente trastornada…

Hablaban en castellano. Harrison habría podido conectar el traductor automático incorporado al programa de vigilancia, pero no lo deseaba. Era obvio que estaban contándose sus penas e informando a Lopera de lo sucedido.

Se acaricié) la barbilla. El hecho de que los científicos hubiesen llegado a saber tanto no dejaba de intrigarle, pese a que Carter había obtenido sobradas pruebas de que, antes de morir, Marini los había ayudado. Pero ¿cabía atribuir la copia de las autopsias, por ejemplo, a la intervención de Marini? Teniendo en cuenta que el propio Marini lo ignoraba casi todo al respecto, ¿cuál podía haber sido su fuente? ¿De quién había procedido la filtración? A Harrison había empezado a preocuparle eso.

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