– ¡Oiga, pero…! ¿Con qué derecho…?
– Vamos.
Eran dos hombres, uno calvo y otro rubio. Quien hablaba era el calvo. Víctor intuyó que el rubio ni siquiera comprendía el castellano.
No le hacía falta, por otra parte.
El rubio tenía una pistola.
La casa, a unos kilómetros de Soto del Real, se hallaba tal como ella la recordaba. Acaso las diferencias fuesen que el interior parecía más descuidado y que en los alrededores había creído ver nuevas construcciones. Pero seguía teniendo el tejado a dos aguas, las paredes blancas, el porche y la vieja piscina. Era de noche, aunque también había sido de noche cuando fue por primera vez.
Todo estaba igual y todo había variado, porque durante su primera visita se había sentido esperanzada y ahora, en cambio, se encontraba hundida, sin fuerzas.
La habitación en la que la habían encerrado era un dormitorio pequeño con aspecto de no haber sido usado en años. No había decoración, solo una cama sin cobertores y una mesilla con una lámpara desnuda, que era lo único que daba luz. Y dos armarios: uno de madera, con la puerta derecha combada por la vejez, y el otro de carne y hueso, traje oscuro, un audífono y los brazos cruzados, de pie frente a la puerta. Elisa ya había intentado comunicarse con este último, pero resultaba tan inútil como intentarlo con el primero.
Mientras paseaba por la desolada habitación, espiada por su cancerbero, sus pensamientos se concentraban en una sola cosa de las muchas que le importaban, la más urgente. Lo siento, Víctor. Lo siento de veras.
Ignoraba adónde lo habían llevado a él. Suponía que también a la casa, pero los hombres que les habían tendido la emboscada los habían separado, obligando a Víctor a entrar en otro coche. A ella la habían trasladado en el automóvil de Víctor (tras quitarle, por supuesto, aquel estúpido e inútil cuchillo). No obstante, estaba casi segura de que ambos se habían dirigido al mismo sitio, y que Víctor había llegado primero. En aquel momento estarían interrogándolo en otra habitación. Pobre Víctor.
Se había propuesto ayudarle a salir de aquel agujero aunque fuese lo último que hiciera. Involucrarle había sido una debilidad fatal por su parte. Se juró a sí misma que haría cualquier cosa, usaría su vida como moneda de cambio o puente para que él pudiese escapar. Pero antes tendría que saber la respuesta a algunas dudas terribles. Por ejemplo: ¿por qué había recibido la llamada si el lugar no era seguro? ¿Y cómo se habían enterado de la reunión? ¿Acaso les habían tendido una trampa desde el principio?
Veinte o treinta minutos después, la puerta de la habitación, se abrió con brusquedad, golpeando la espalda del guardián. Se asomó un individuo en mangas de camisa (no El Que Importaba, ése todavía no, aunque estaba segura de que no tardaría en encontrárselo). Hubo un intercambio de disculpas en inglés entre los dos hombres, pero ninguno le explicó nada a ella. El tipo que la había vigilado le hizo un gesto con la enorme cabeza y Elisa se acercó.
Atravesaron el salón en dirección a la escalera. Olía a café recién hecho, y hombres con chaqueta o en mangas de camisa iban y venían de la cocina portando tazas y vasos. Lo tenían todo planeado de antemano.
En la planta superior volvieron a registrarla.
No ya con un detector de metales, sino con las manos. Le hicieron quitarse la cazadora, alzar los brazos por encima de la cabeza y separar las piernas. Quien la registraba no era la reglamentaria mujer policía que puede tocar a otra mujer sino un hombre, pero le daba igual. Años de vigilancia e interrogatorios la habían acostumbrado a perderse el respeto a sí misma. Y era obvio que ellos tampoco la respetarían. ¿Qué buscaban? ¿Qué temían que ella pudiese hacerles? Nos tienen miedo. Mucho más del que nosotros les tenemos a ellos.
Tras el riguroso examen el hombre asintió, le devolvió la cazadora y abrió la puerta de otra habitación, una especie de biblioteca.
Y dentro, oh sí, El Hijo de Puta Que Importaba.
– Profesora Robledo, siempre es un placer para mí volver a verla.
Creía sentirse preparada para encontrarse otra vez con él.
Se equivocaba.
Reprimiendo la furia, accedió a ocupar una butaca frente al pequeño escritorio. Uno de los hombres abandonó la habitación y cerró la puerta, el otro se quedó a su espalda preparado para actuar por si ella, digamos, decidía arrojarse contra el abuelito de pelo blanco y arrancarle los ojos. Lo cual era una posibilidad, desde luego.
– Sé por qué quería venir aquí esta noche -dijo el de pelo blanco en su inglés cabal, sentándose tras el escritorio después de que ella lo hiciera. Era evidente que acababa de llegar: su abrigo se hallaba sobre una silla aún enjoyado del relente nocturno-. Le aseguro que no le quitaré mucho tiempo. Solo una charla cordial. Luego podrá reunirse con los amigos… -Una lámpara de gran pantalla apoyada en la mesa le ocultaba a medias el rostro; el hombre la apartó, y ella pudo ver su sonrisa. No era el espectáculo que más ansiaba contemplar, pero aun así lo hizo.
Harrison había envejecido notablemente durante aquellos últimos años, pero su mirada, hundida bajo el balcón de unas cejas casi inexistentes, y aquella sonrisa en su cara lampiña (hacía tiempo que se había quitado el bigote que llevaba cuando lo había conocido), expresaba la misma «frialdad-cortesía-amenaza-confianza» de siempre. Quizá con algo más brillando al fondo del todo. Algo nuevo. ¿Odio? ¿Miedo?
– ¿Dónde está mi amigo? -dijo sin ganas de seguir descifrándolo.
– ¿Cuál de ellos? Tiene usted varios, y muy buenos.
– El profesor Víctor Lopera.
– Oh, está contestando unas cuantas preguntas. Cuando acabemos podrá…
– Déjelo en paz. Soy yo quien les importa, Harrison. Déjelo marchar a él.
– Profesora, profesora… Su impaciencia es tan… Todo a su tiempo… ¿Quiere una taza de café? No le ofrezco otra cosa: porque supongo que habrá cenado ya… Las doce y media de la noche es una hora demasiado tardía incluso para ustedes los españoles, ¿eh? -Y se dirigió al fantasma de pie tras ella-. Di que traigan café, por favor.
A ella le apetecía el café, pero pensó que no iba a aceptar ninguna cosa que aquel tipo le ofreciera, ni aunque se hallara agonizando en el suelo, envenenada, y él le tendiera el antídoto. Cuando el lacayo se marchó, decidió hacer la prueba de perder la paciencia.
– Escuche, Harrison. Si no deja a Lopera regresar a su casa le juro que voy a armarla… Armaré una buena, de verdad: periodistas, tribunales, lo que caiga… No soy la misma idiota sumisa de antes.
– Usted nunca ha sido una idiota sumisa.
– Déjese de monsergas. Hablo en serio.
– Ah, ¿sí? -De pronto toda la cordialidad de Harrison había desaparecido. Se irguió en el asiento y apuntó su largo dedo índice hacia ella-. Pues le diré qué podemos hacer nosotros: podemos procesarlos judicialmente, a usted y a su amigo Lopera. Podemos acusarla a usted de revelar material clasificado y a Lopera de encubrimiento y complicidad. Se ha saltado todas las normas legales sobre las que estampó su firma, de modo que basta de amenazar… ¿Puedo saber dónde está el chiste?
Elisa se despejó el cabello de la cara mientras reía.
– ¡Habla la voz de la justicia! Se han introducido en nuestras casas y nuestras vidas, nos espían desde hace años, nos secuestran cuando les da la gana… Ahora mismo se encuentran invadiendo una propiedad privada: en su país y en el mío eso se llama «allanamiento de morada»… ¡Y todavía se permite hablar de leyes…!
La puerta los interrumpió, pero el gesto de Harrison informó a Elisa de que había cambiado de opinión respecto del café, de lo cual se congratulaba. Perfecto. Muéstrame los dientes pero ahórrate la sonrisa.
– ¿Así califica las medidas destinadas a protegerla? -replicó Harrison.
– ¿Se refiere a protegerme como han protegido a Sergio Marini?